El castillo viajero (El castillo ambulante, #1) – Diana Wynne Jones

El castillo viajero

(El castillo ambulante, #1)

Diana Wynne Jones

Título original: Howl’s Moving Castle.

Argumento

Al huir de Ingary bajo los efectos de un terrible maleficio, Sophie Hatter encuentra el castillo del mago Howl. El mago es temido en toda la región y hace que su castillo se traslade de un sitio a otro. De forma inesperada, el mago y Sophie colaborarán, cambiando el destino de muchas personas.

Este libro es para Stephen.

La idea de este libro me la dio un chico durante la visita a un colegio, cuando me pidió que escribiera un libro llamado El castillo viajero.

Apunté su nombre y lo guardé en un lugar tan seguro que no he podido encon­trarlo hasta hoy.

Me gustaría darle las gracias de todo corazón.

CAPÍTULO 1.

“En el que Sophie habla con los sombreros”

En el reino de Ingary, donde existen cosas como las botas de siete leguas y las capas de invisibilidad, ser el mayor de tres hermanos es una desgracia. Todo el mundo sabe que el mayor es el que fracasa primero, sobre todo si los tres salen a buscar fortuna.

Sophie Hatter era la mayor de tres hermanas. Ni siquiera era hija de un leñador pobre, lo que podría haberle dado alguna oportunidad de triunfar, sino que sus padres tenían una sombrerería de señoras en la próspera ciudad de Market Chipping, donde vivían desahogadamente. Eso sí, su madre murió cuando Sophie tenía dos años y su hermana Lettie uno, y su padre se había casado con la ayudante de la tienda, una joven guapa y rubia llamada Fanny. Al poco tiempo Fanny dio a luz a la tercera hermana, Martha. Según eso, Sophie y Lettie deberían haberse convertido en las hermanas feas, pero lo cierto es que las tres niñas crecieron muy hermosas, aunque todo el mundo decía que la más bella era Lettie. Fanny las trataba a las tres con el mismo cariño y no favorecía a Martha en absoluto.

El señor Hatter se sentía orgulloso de sus tres hijas y las envió al mejor colegio de la ciudad. Sophie era la más estu­diosa. Leía mucho y muy pronto se dio cuenta de las pocas probabilidades que tenía de que el futuro le deparase una vida interesante. Se llevó una desilusión pero siguió viviendo feliz, cuidando de sus hermanas y preparando a Martha para que buscara su fortuna cuando llegara el momento. Como Fanny estaba siempre ocupada en la tienda, Sophie era la encargada de cuidar a las otras dos. Las pequeñas no dejaban de pelearse y tirarse de los pelos. Lettie de ninguna manera se resignaba a ser la que, después de Sophie, tendría menos éxito.

—¡No es justo! —gritaba Lettie—. ¿Por qué tiene que lle­varse Martha lo mejor solo por ser la pequeña? ¡Pues yo me pienso casar con un príncipe, hala!

A lo que Martha siempre replicaba que ella iba a ser ri­quísima sin necesidad de casarse con nadie. Entonces tenía que venir Sophie a separarlas y arreglarles los desgarrones de la ropa. Era muy habilidosa con la aguja. Incluso llegó a ha­cerles vestidos a sus hermanas. Antes de que esta historia co­menzara de verdad, a Lettie le cosió un vestido de un rosa intenso para celebrar la fiesta de mayo, que en opinión de Fanny parecía salido de la tienda más cara de Kingsbury.

Por aquella época, todo el mundo había vuelto a hablar de la bruja del Páramo. Se decía que había amenazado de muerte a la hija del Rey, y que este había enviado al Páramo a su mago personal, el mago Suliman, para que se encargara de ella. Y, al parecer, el mago Suliman no solo había sido incapaz de cumplir el encargo, sino que la bruja había aca­bado con él.

Así pues, cuando unos meses más tarde apareció de repente un castillo alto y negro sobre las colinas de Market Chipping, despidiendo columnas de humo sucio por sus cuatro torres, todos estuvieron convencidos de que la bruja había vuelto a salir del Páramo y estaba dispuesta a aterrorizar al país como lo hizo cincuenta años atrás. La gente estaba muy asustada. Nadie salía solo, especialmente de noche. Y lo más terrorífico era que el castillo no siempre estaba en el mismo sitio. A ve­ces, el castillo se veía como una mancha alta y negra en los terrenos yermos al noroeste, otras sobresalían sobre las rocas al este, y en algunas ocasiones se acercaba a la ladera y se colocaba sobre los brezos, al norte, un poco más allá de la última granja. De vez en cuando se movía, echando boca­nadas de humo gris y sucio por sus torres. Al principio todo el mundo creía que muy pronto el castillo llegaría a plan­tarse en el medio del valle, y el alcalde habló de pedir ayuda al Rey.

Pero el castillo se quedó rondando por las colinas y se supo que no pertenecía a la bruja, sino al mago Howl. El mago Howl tampoco era un santo. Aunque al parecer no que­ría abandonar las colinas, se rumoreaba que le divertía atrapar a jovencitas y quitarles el alma. Otros aseguraban que se co­mía sus corazones. Era un mago absolutamente frío y sin es­crúpulos y ninguna joven estaría segura si él andaba cerca. Sophie, Lettie y Martha, igual que las demás muchachas de Market Chipping, tenían prohibido salir solas, lo que resul­taba muy pesado. Se preguntaban para qué querría el mago Howl todas aquellas almas que coleccionaba.

Pero al poco tiempo tuvieron otras cosas en qué pensar, porque el señor Hatter murió de repente justo cuando Sophie era lo bastante mayor para dejar el colegio. Y entonces se descubrió que el orgullo que sentía por sus hijas había sido excesivo: para pagar la matrícula del colegio había contraído pesadas deudas. Después del funeral, Fanny se sentó con las niñas en la casa que tenían junto a la tienda y les explicó la situación.

—Me temo que las tres tenéis que abandonar el colegio —dijo—. He estado haciendo todo tipo de cuentas y la única forma de mantener el negocio y cuidaros a las tres es que os coloquéis como aprendizas en algún sitio. No es práctico que os quedéis todas en la tienda. No puedo permitírmelo. Así que esto es lo que he decidido. Primero Lettie…

Lettie levantó la vista, con un aspecto de radiante salud y belleza que ni siquiera la pena y el luto podían ocultar.

—Yo quiero seguir aprendiendo —dijo.

—Y así será, cariño —replicó Fanny—. He dispuesto que entres como aprendiza en casa de Cesari, el pastelero de la Plaza del Mercado. Tienen la reputación de tratar a sus apren­dices como a reyes, y serás muy feliz allí, además de aprender un oficio útil. La señora Cesari es una buena clienta y amiga, y ha accedido a colocarte en su casa como un favor personal.

Lettie soltó una carcajada que dejaba ver que no estaba contenta en absoluto.

—Vaya, muchas gracias —dijo—. Menos mal que me gusta cocinar.

Fanny parecía aliviada. A veces Lettie podía ponerse muy cabezota.

—Y ahora Martha —dijo—. Ya sé que eres demasiado pe­queña para trabajar, así que se me ha ocurrido algo que te proporcionará un aprendizaje largo y tranquilo que te será útil para cualquier cosa que decidas hacer después. ¿Conoces a mi amiga del colegio, Annabel Fairfax?

Martha, que era delgada y rubia, clavó sus grandes ojos grises en Fanny casi con la misma determinación que Lettie.

—¿Esa que habla tanto? —preguntó—. ¿No es Bruja?

—Sí, lo es, y tiene una bonita casa con muchos clientes de todo el valle de Folding —dijo Fanny entusiasmada—. Es una buena mujer. Te enseñará todo lo que sabe y seguramente te presentará a mucha gente importante de Kingsbury. Cuando termine contigo estarás bien preparada para la vida.

—Es simpática —admitió Martha—. De acuerdo.

A Sophie le pareció que Fanny lo había hecho muy bien. Lettie, al ser la mediana, seguramente nunca llegaría muy le­jos, así que Fanny la había colocado donde tendría oportu­nidades de conocer a un aprendiz joven y guapo y vivir feliz para siempre. Martha, que estaba destinada a labrarse su for­tuna, contaría para ello con la ayuda de la brujería y de ami­gos ricos. Y en cuanto a sí misma, no tenía la menor duda de qué le esperaba. No le sorprendió lo más mínimo cuando Fanny dijo:

—Y ahora, Sophie, cariño, me parece lo más justo que heredes esta tienda cuando yo me retire, ya que eres la mayor. Así que he decidido tomarte como aprendiza para darte la oportunidad de conocer el negocio. ¿Qué te parece?

Sophie no podía admitir que se sentía resignada por he­redar el negocio de los sombreros. Le dio las gracias.

—¡Entonces todo arreglado! —dijo Fanny.

Al día siguiente Sophie ayudó a Martha a guardar su ropa en una caja y al otro la vieron marcharse montada en una carreta, pequeña, erguida y nerviosa. El camino hacia Upper Bolding, donde vivía la señora Fairfax, atravesaba las colinas v pasaba junto al castillo del mago Howl. Era comprensible que Martha tuviera miedo.

—No le pasará nada —dijo Lettie.

Lettie se había negado a ayudar con el equipaje. Cuando la carreta desapareció en el horizonte, Lettie metió todas sus pertenencias en una funda de almohada y le pagó al criado del vecino una moneda de seis peniques para que la ayudara a llevarla en una carretilla a casa de Cesari en la Plaza del Mercado.

Lettie marchaba detrás de la carretilla con un aspecto mu­cho más animado de lo que Sophie había supuesto. La verdad es que daba la impresión de que se había quitado de encima la sombrerería.

El chico de los recados regresó con una nota de Lettie que decía que había colocado sus cosas en el dormitorio de las chicas y que Cesari le parecía un sitio muy divertido. Una semana más tarde el carretero trajo una carta de Martha di­ciendo que había llegado bien y que la señora Fairfax era encantadora y que le ponía miel a todo, porque tenía col­menas. Y aquello fue lo único que supo Sophie de sus her­manas durante algún tiempo, porque ella también empezó su aprendizaje el mismo día que Martha y Lettie se marcharon.

Como es natural, Sophie ya conocía el negocio de los sombreros bastante bien. Desde muy pequeña había jugado en el taller al otro lado del patio donde se mojaban los som­breros, se moldeaban sobre hormas de madera y se fabrica­ban flores, frutas y otros ornamentos de cera y seda para adornarlos. Conocía a todos los trabajadores. La mayoría ya estaba allí cuando su padre era niño. Conocía a Bessie, la única ayudante de la tienda que quedaba. Conocía a los clien­tes que compraban los sombreros y al hombre que conducía el carro que traía los sombreros de paja natural del campo para que les dieran forma en el taller. Conocía a los demás provee­dores y sabía cómo se hacía el fieltro para los modelos de invierno. En realidad no había mucho que Fanny pudiera enseñarle, excepto tal vez cuál era la mejor manera de con­seguir que un cliente comprara un sombrero.

—Tienes que conducirlos poco a poco hacia el más apro­piado, cariño —le explicó Fanny—. Primero les enseñas los que no les quedarán bien del todo, para que noten la diferencia en cuanto se pongan el adecuado.

La verdad es que Sophie no se dedicaba mucho a vender sombreros. Después de pasar un día observando en el taller y otro día visitando con Fanny los mercaderes de paños y sedas, su madrastra la puso a rematar sombreros. Sophie se sentaba en una pequeña alcoba en la trastienda, cosiendo rosas en las pamelas y velos en los bonetes, forrándolos todos con seda y adornándolos con frutas de cera y lazos de colores. Se le daba muy bien. Y le gustaba. Pero se sentía aislada y un poco aburrida. Los trabajadores del taller eran demasiado mayores para ser entretenidos y, además, no la trataban como a uno de ellos sino como a alguien que algún día heredaría el ne­gocio. Bessie la trataba igual. Y de todas formas sobre lo único que hablaba era sobre el granjero con el que iba a casarse la semana siguiente a la fiesta de mayo. Sophie tenía celos de Fanny, que podía salir a regatear con el mercader de sedas siempre que quería.