El Oro y la Ceniza – Eliette Abécassis

Título original: L’or et la cendre

A la memoria de Claire Lalou, para Yetta Schneider, mi gratitud y mi fidelidad.

Y buscaba también el origen del Mal, y buscaba mal, y no me daba cuenta de que el Mal se hallaba en mi propia manera de indagar.

SAN AGUSTÍN

Prólogo

Deslumbrado, con el rostro abrasado por la cólera ardiente, me llevé la mano a la boca: era sangre. Atravesé la ventana con la mirada: el astro había muerto y su hermana, apenada, se tapaba la cara con un velo. A lo lejos se oía el rugido de una multitud, un ejército tal vez. O quizá fueran simplemente gruñidos, ladridos de perros rabiosos. O quizá fuera yo quien profería alaridos bajo la negra bóveda. Esa noche fragorosa jamás me abandonará.

Era una masa empapada de reflejos azules y violeta, una forma blanda que no se asemejaba a nada de lo que yo conocía. Era un pedazo de cuerpo, un amasijo de huesos rotos, con entrañas derretidas como la cera y los ojos velados por el horror.

Se veía toda aquella anatomía desollada, por dentro y por fuera, igual que una res en una carnicería. La acerada hoja que la había cortado había actuado con espantosa precisión. Aquel hombre había sido cuidadosamente seccionado, siguiendo una línea recta imaginaria. El tajo horizontal pasaba por debajo de las costillas: lo habían partido en dos.

Era la obra de un carnicero, sin duda, pero de un carnicero concienzudo, despiadado, sistemático, que conocía las reglas de la simetría, que entendía de lógica y geometría. Era la transformación de un cuerpo humano, la reducción de un hombre a una mitad de hombre.

No era la muerte lo que aparecía allí; la muerte misma era poca cosa al lado de aquel mensaje. ¿Quién? ¿Por qué?

Ante nosotros yacía, merced al sufrimiento desplegado como la sangre sobre una herida, la clave del misterio, el origen de la creación y el del fin, en ese escándalo de donde, según usted, puede surgir algo bueno, cual vino que brota a chorro de la prensa.

Al acercarme al inmenso desgarrón, me incliné tanto que caí sobre la mitad del cuerpo de Schiller. Entonces comenzó a sangrarme la nariz.

Me lavé las manos en el lavabo de los servicios. Al contemplar mi imagen en el espejo, me costó reconocer un rostro. Estaba cubierto de sangre y tenía negros coágulos pegados a los ojos, los labios, la nariz.

Los grumos se desprendieron bien con el agua; pero no conseguía deshacerme de los que se me habían incrustado en la ropa y en la sortija de sello.

Hacía ya varios meses que había muerto y aún no se había resuelto el misterio de su asesinato. No era por falta de medios, pues en la investigación trabajaban los mejores equipos. El FBI y la CIA, en colaboración con las policías francesa, italiana y alemana, habían llevado a cabo sus pesquisas sin éxito. No se había descartado ni una sola pista. Se había indagado con minuciosidad en los entresijos de los partidos políticos, las comunidades religiosas y los ambientes universitarios de Francia, Alemania, Italia y Estados Unidos sin lograr el menor resultado.

Él decía que del crimen de autor desconocido emana un maleficio que únicamente sabían conjurar los sacerdotes de antaño. Decía que la sangre llama a la sangre, que un asesinato no castigado clama venganza. De este modo el mal se extiende sobre la tierra; como una llaga purulenta, como la peste, se propaga y siembra el terror; como un maestro, transmite, educa, se granjea discípulos entre quienes pecan y entre quienes no pecan; cual supremo pedagogo, avanza; cual serpiente, se desliza; cual viento del este, sopla; cual río discurre, llevándose los escombros; como las mentiras se multiplica; y culmina sin cesar nuevas alianzas, que son demonios que engendran demonios.

Él decía que había que creer en Dios a pesar de todo. Ser como Job: amar por amar, sin recompensa, amarlo todo contra todo, amar sin queja, sin lamentarse, desde el fondo de la injusticia, en el seno de las tinieblas, dar gracias a Dios y adorarlo sin razón, sin condición, sin esperanza ni reticencia.

No, no era eso lo que decía: decía que escarnecía a Dios y que, mientras viviera, no dejaría nunca de manifestar su indignación y que, si Dios existía, tenía que estar por fuerza ausente de la historia. Pero si era un ser impotente, ¿quién era entonces?

Él decía: «La muerte es un amo venido de Alemania.»

Primera parte

Capítulo 1

«¿Cometemos el mal por nuestra voluntad o bajo la influencia de alguien que nos habita?»

Esta es la pregunta con que se abre el cuaderno, este cuaderno maléfico que me posee como yo lo poseo a él: ¿las personas hacen el mal a sabiendas, por un acto de libre voluntad, o bien están habitadas por una fuerza externa…, ese Maligno del que se habla?

Durante todo el día y hasta entrada la noche, paso las páginas sin cesar. Este cuaderno pertenece a la familia de los libros malditos, aquellos en los que los hombres consignaron los preceptos del Maestro, esas obras que se transmiten de generación en generación, para conservar y propagar su secreto. Tiene las hojas de un tono púrpura tan violento que abrasa la mirada. El profano solamente ve en ellas fuego: los arcanos del demonio no se divulgan sin más. Para que aparezcan las palabras, trazadas en letras blancas, primero hay que librar un duro pulso con Satán. En una habitación oscura, con el torso desnudo, hay que luchar hasta la extenuación. Ni siquiera para el brujo es recomendable esta lectura: cuanto más lee, más desea saber. Es tanto su anhelo que puede agotarse lanzando hechizos. Estos, empero, se vuelven contra él, cuya sangre se debilita más que la de quien quiere hechizar, y así el brujo se convierte en su propia víctima. El que quiera asediar al libro para arrancarle sus secretos debe demostrar mayor fortaleza que él. Para que surjan los caracteres en negro, hay que domar cada página, propinarle una tunda como a un caballo enloquecido. A veces la lucha puede durar horas, meses o años. Algunos no la culminan jamás. Otros, jadeantes tras la batalla, tardan días en recuperarse. En cualquier caso, el hombre que posee uno de estos cuadernos ya no puede deshacerse de él sin la ayuda de un sacerdote.

Dicen también que esa clase de libro está vivo. Por eso se resiste al dominio y repele las tentativas de consulta. Al pie de cada hoja está escrito: «Pasa la página, si te atreves.»

En una vida anterior, fui historiador. Aquello me parece tan lejano ahora que, a veces, me cuesta creerlo. Mi celda es el confín del mundo. En su interior hay un ritmo diferente, un espacio distinto, donde se halla el ser descarnado, el hombre nuevo, hijo de aquel que recorría el mundo de coloquio en conferencia y de biblioteca en archivo. La prueba del sufrimiento y la lucha que he sostenido me ha cambiado. Me miro, sí, me miro y me flagelo para extirpar de mí ese pasado, me mortifico para vencer la tentación de la dimisión y dominar al Adversario.

Me acuerdo de mí y me contemplo como si se tratara de otra persona; a menudo me asombra lo que he podido hacer y ser en esa vida. Me encontraba en el exilio, en un continente distinto, impulsado por el viento del Este hacia las lejanas costas: una barca sin remero, un navío sin marinero, sin nadie al timón.

He visto tantas cosas antes de esta vida, he pasado por tantas pruebas que ya no sé cómo encontré la gracia, ni por qué la perdí; ¿acaso no dicen que esta revelación, esta intuición, es un misterio inaccesible para la razón? ¿Por qué quise traspasar la pureza, cómo deseé la pérdida de mí mismo, la unión con el otro, siempre más íntima a través del dolor, por qué desde el fondo de mis tinieblas busqué la transparencia? ¿Y por qué he acabado por despojarme de todo apetito sensible, para borrar las formas de mi existencia anterior? Es bien cierto que el alma no puede franquear por sí sola el umbral y sin usted, sin esa función especial que me ha otorgado y que me ha abierto la vía, no habría logrado reconquistar mi verdad, mi misión primordial. Sí, sin usted el día no habría engendrado nunca la noche, no la habría desposado en ese matrimonio espiritual que es el crepúsculo, epifanía de la desesperación, donde todo en el reino que usted domina goza, cubil mío, de una libertad infinita.

He atravesado tantas tierras de fuego que he quedado deslumbrado y, si he decidido morir a mi vida pasada, es para no seguir viendo Su Luz.

Quiero que mi pecado quede al desnudo bajo la mirada de Dios.

Si de veras es preciso comenzar por el principio, tendré que hablar de él, pues él es el origen de todo, el comienzo y el fin, el inventor, el maestro, el relojero de esta maquinaria de la que todos nosotros somos engranajes.

Conozco bien esta arquitectura: es la de las conspiraciones y la ingratitud, la de las infidelidades y las traiciones, la de los hurtos y los crímenes. Conozco todo lo que compone el sólido edificio, que pervive a través de los cambios: perlas de rocío, polvo arremolinado, días y noches que discurren como los ríos y arroyuelos, sin regresar jamás.

Cuando hoy pienso en él, lo hago a través del velo de un humo extraño, un humo negro, que observo evaporarse sin llegar a despegar la mirada de el. Allá a lo lejos, en lo alto del cielo. Sin mí. Yo, un suspiro que hace volar las lentejuelas.

Lo conocí por casualidad. Un día me lo encontré allí, delante de mí. Me contemplaba, como a través de un espejo. Yo lo acepté, sin saber por qué. Quizá por una extraña evidencia, una connivencia…, un reconocimiento.

¿Quién es Félix Werner? Más tarde, tuve que responder con frecuencia a esta pregunta.

Félix Werner era algo más que un amigo para mí. Nos veíamos o hablábamos casi a diario, charlábamos y comíamos o cenábamos juntos. Había una confianza mutua absoluta. Yo tenía la llave de su piso y él la del mío. Antes de él, yo no había tenido nunca nadie en quien apoyarme, nadie que me escuchara y comprendiera hasta ese punto.

Él era todo lo que no era yo, todo lo que yo habría querido ser: un hombre de carácter, en quien confluían prestancia y distinción, una fuerza de la naturaleza, un volcán en continua actividad. Yo era reservado, desconfiado en ocasiones, un poco misántropo. Él era abierto y generoso. Nunca temía dirigir la palabra a los demás, ir hacia ellos, apreciarlos y granjearse su estima. Yo era solitario: la intransigencia de mi carácter no me inducía a amar al género humano. Lo contrario no era, sin embargo, cierto: yo poseía ascendiente sobre los hombres y las mujeres me encontraban atractivo. Félix, por su parte, tenía carisma.

Yo admiraba su inteligencia, su clarividencia. Era lúcido en sus ideas, genial en sus intuiciones. Me asombraba. La perspectiva de verlo me llenaba de gozo, sus palabras seguían conmigo mucho después de haberme separado de él. Cuando estaba en su compañía, me sentía plenamente yo. Era de esa clase de personas que hacen aflorar el lado espiritual de los demás. Era inspirador. A veces lo asaltaba una peculiar exuberancia que hacía de él un ser casi inquietante. Fumaba, caminaba, escribía, hablaba, lo hacía todo a la vez, porque él era la vida misma y estaba dotado del apetito bestial y desmesurado que poseen las personas de talento.

Era lo opuesto a mí, mi complemento. Él era expansivo y voluble. Yo era tímido, apagado, pensativo. Él era realista y organizado. Yo era soñador y distraído. Tenía tendencia a evadirme en desvarios solitarios, en viajes imaginarios. A él le interesaba lo real por encima de todo. Leía los periódicos, estaba al corriente de lo que ocurría en el mundo, conocía los problemas políticos y sociales de cada país.

Tenía una tupida melena de cabellos morenos, ardientes, ojos oscuros y piel blanca, pómulos altos, labios carnosos y una sonrisa rodeada de hoyuelos. Yo tenía el pelo castaño ligeramente rizado en torno a una cara triangular, de nariz recta, frente altiva y una célebre risa entrecortada. Él disimulaba su miopía con lentillas duras, yo resaltaba la mía con unas gafas, me rodeaba los ojos con su aureola metálica. Él tenía los hombros anchos y apariencia atlética. Sin ser endeble, yo no era lo que se dice fuerte. Cuidadoso con su aspecto, él llevaba trajes hechos a medida, negros o grises, combinados con camisas de vivos colores, sin corbata. Yo iba a menudo con pantalón de pana, chaqueta de mezclilla y jersey negro de cuello de cisne. Él era un mujeriego, un dandi, un juerguista al que le encantaba destacar en las conversaciones y en las cenas. Era un parisino, un pilar de los cócteles mundanos, aficionado a las mujeres y a los buenos vinos, amante incondicional de las veladas interminables que se desgranan charlando, bebiendo y bailando. Yo prefería la compañía de los libros a la de los seres humanos y las relaciones efímeras a las sentimentales. A los treinta y seis años, me había instalado ya en una vida de soltero… y me sentía bastante a gusto en ella.