Ritos iguales (Mundodisco, #3) – Terry Pratchett

Lo último que hizo Tambor Leño, antes de que LA MUERTE apoyara una mano huesuda sobre su hombro, fue entregar su cayado de poder al octavo hijo de un octavo hijo. Y hay que decir que lo hizo justo a tiempo. Bueno, quizá un poco precipitadamente. De acuerdo, tenía prisa y no podía entretenerse en cuidar los detalles. Pero ¿cómo iba a saber él que el recién nacido no era varón? Además, si no hubiera pasado así, el Mundodisco sería un lugar mucho más aburrido, ¿no?

Pues volviendo al grano, la cuestión es que ahí tenemos a una atribulada familia numerosa que no sabe demasiado bien qué hacer con su hija menor, una niña tozuda y muy revoltosa que responde al nombre de Eskarina. Y no son los únicos: Yaya Ceravieja, bruja oficial de la localidad, se encuentra también con problemas cuando intenta enseñarle la tradición brujeril a una joven que insiste en que de mayor quiere ser mago…

Ritos iguales (¿o era Derechos de igualdad ? Aunque quizá quedaría mejor que se titulara Libertad, amnistía y un hechizo cada día…) es la desternillante tercera novela de la serie del Mundodisco.

Dedicatoria

Gracias a Neil Gaiman, que nos prestó el último ejemplar existente del libro Liber Paginarum Fulvarum, y un saludo a todos los chicos del H. P. Lovecraft Holiday Fun Club.

Quiero dejar en claro que este libro no es absurdo. Sólo las pelirrojas tontas de la tele de los años cincuenta son absurdas.

Tampoco es estrafalario.

Ritos iguales

Mundodisco – 3

Terry Pratchett

Título original: Equal Rites

Ésta es una historia sobre la magia, sobre lo que hace, y quizá más importante, sobre cómo surge y por qué, aunque la historia en sí no pretende responder a todas estas preguntas. A lo mejor ni siquiera a algunas de ellas.

En cambio, es posible que contribuya a explicar por qué Gandalf no se casó nunca, y por qué Merlín era un hombre. Porque esta historia también habla sobre el sexo, aunque no en el sentido atlético-deportista de cuenta-las-piernas-y-divide-por-dos, a menos que los personajes escapen por completo del control del autor. Que podría ser.

En cualquier caso es, por encima de todo, una historia sobre el mundo. Atención, que empieza. Ni pestañeéis, que los efectos especiales son de los caros.

Aparece a lo lejos, en la parte superior, más grande que el más grande de los acorazados estelares nacidos de la imaginación de un cineasta con un productor generoso: una tortuga de quince mil kilómetros de largo. Es Gran A’Tuin, uno de los escasos astroquelonios en un universo donde las cosas no son tanto como son sino como la gente imagina que son, y lleva sobre su caparazón mellado por los meteoritos a cuatro elefantes gigantes, los cuales transportan sobre sus inmensos lomos la enorme rueda del Mundodisco.

Cambia el enfoque de la cámara, y todo el mundo se divisa a la luz de su pequeño sol orbital. Hay continentes, archipiélagos, mares, desiertos, cordilleras y hasta un pequeño casquete de hielo en el centro. Los habitantes de este lugar, obviamente, no aceptan las teorías globales. Su mundo, rodeado por un océano circular que cae eternamente al espacio en una larguísima cascada, es tan redondo y plano como una pizza geológica, aunque sin anchoas.

Un lugar así, un lugar que existe sólo porque los dioses también tienen sentido del humor, debe de ser un mundo en el que la magia puede sobrevivir. Y también el sexo, por supuesto.

* * *

Llegó caminando a través de la tormenta, y se veía a la legua que era un mago. En parte por la larga capa y el cayado lleno de extrañas tallas, pero sobre todo porque las gotas de lluvia se detenían a un metro por encima de su cabeza antes de evaporarse.

Las Montañas del Carnero eran una buena zona tormentosa, una tierra de cumbres escabrosas, densos bosques y pequeños valles surcados por ríos, valles tan profundos que, para cuando la luz del día llegaba a ellos, ya era hora de marcharse. Jirones desgarrados de nubes se aferraban a los picos inferiores, más abajo del sendero por el que el mago subía a trompicones. Unas cuantas cabras de ojos cansinos le observaban con cierto interés. Hace falta poco para interesar a una cabra.

A ratos, se detenía y lanzaba al aire su pesado cayado. Siempre caía señalando en la misma dirección, y el mago suspiraba, lo recogía y continuaba con su trabajosa caminata.

La tormenta se alejó entre las colinas caminando sobre sus patas de relámpago, gritando y rugiendo.

El mago desapareció tras un recodo del camino, y las cabras volvieron a los húmedos pastos.

Hasta que otra cosa las hizo mirar hacia arriba. Se pusieron tensas, con los ojos abiertos de par en par y las fosas nasales palpitantes. Cosa extraña, porque en el sendero no había nada. De todos modos, las cabras lo miraron pasar hasta que se perdió de vista a lo lejos.

* * *

Había un pueblecito incrustado en un estrecho valle, entre grandes bosques. No era un pueblo muy grande, no aparecía en los mapas de las montañas. Casi ni siquiera aparecía en los mapas del pueblo.

Era, de hecho, uno de esos lugares que sólo existen para que haya gente que venga de ellos. En el universo los hay a montones: pueblecitos recónditos, pequeñas aldeas azotadas por el viento bajo cielos despejados, cabañas aisladas en montañas gélidas cuya única característica histórica es ser lugares increíblemente vulgares donde empezó a suceder algo extraordinario. A menudo no hay más que una pequeña placa señalando que, contra toda probabilidad ginecológica, alguien famoso nació en medio de una pared.

La niebla reptaba entre las casas mientras el mago cruzaba un estrecho puente sobre el crecido arroyo y se dirigía hacia la herrería del pueblo, aunque ambos hechos no tenían la menor relación. La niebla habría reptado de todos modos. Era una niebla con experiencia, que había llevado el hecho de reptar a la categoría de arte.

La herrería estaba casi abarrotada, por supuesto. Una herrería es un lugar donde uno espera encontrar una buena hoguera y gente con la que charlar. Muchos habitantes del pueblo holgaban entre las cálidas sombras cuando el mago se aproximó, y se sentaron expectantes tratando de parecer inteligentes, con escaso éxito.

El herrero no se sintió obligado a ser tan obsequioso. Hizo un gesto en dirección al mago, pero fue un saludo entre iguales, o al menos entre iguales por lo que respectaba al herrero. Después de todo, cualquier herrero medianamente competente tiene una cierta relación con la magia, o al menos le gusta pensar que la tiene.

El mago hizo una reverencia. Un gato blanco que había estado durmiendo junto al horno se despertó y lo examinó cautelosamente.

—¿Cómo se llama este lugar, señor? —dijo el mago.

El herrero se encogió de hombros.

—Culo de Mal Asiento —dijo.

—¿Culo…?

—De Mal Asiento —repitió el herrero, con un tono que desafiaba a cualquiera que tuviese algo que objetar.

El mago lo meditó un instante.

—Un nombre con historia —dijo por fin—, una historia que en otras circunstancias me encantaría escuchar. Pero quiero hablarte sobre tu hijo, herrero.

—¿Sobre cuál? —preguntó el herrero.

Los mirones rieron disimuladamente, y el mago sonrió.

—Tú tienes siete hijos, ¿verdad? Y tú mismo fuiste un octavo hijo, ¿no?

El rostro del herrero se puso tenso. Se volvió hacia los otros aldeanos.

—Ha dejado de llover, gente, así que largaos todos —dijo—. Tengo que hablar con…

Miró al mago con las cejas arqueadas.

—Tambor Leño —dijo el mago.

—Tengo que hablar con el señor Leño.

Hizo un vago gesto con el martillo y, uno tras otro, mirando por encima del hombro por si el mago hacía alga interesante, los espectadores se dispersaron.

El herrero sacó un par de taburetes de debajo de una mesa. Cogió una botella de un aparador junto al depósito de agua y llenó un par de vasitos con el claro líquido.

Los dos hombres se sentaron y observaron la lluvia que reptaba sobre el puente.

—Sé a qué hijo te refieres —dijo por fin el herrero—. La vieja Yaya está con mi esposa ahora. El octavo hijo de un octavo hijo, por supuesto. Se me pasó por la cabeza, pero, para ser sincero, no le di mucha importancia. Vaya, vaya. Un mago en la familia, ¿eh?

—Lo has captado muy deprisa —dijo Leño.

El gato blanco saltó de su sitio, vagó por el lugar y se sentó en el regazo del mago, acurrucándose entre sus piernas. El mago lo acarició distraídamente con los largos dedos delgados.

—Vaya, vaya —repitió el herrero—. Un mago en Culo de Mal Asiento, ¿eh?

—Es posible, es posible —asintió Leño—. Por supuesto, antes tendrá que ir a la Universidad. Claro que es posible que le vaya muy bien.

El herrero consideró todos los aspectos de la idea, y llegó a la conclusión de que le gustaba mucho. De pronto, se le ocurrió una cosa.

—Un momento —dijo—. Estoy tratando de recordar lo que me contaba mi padre. Cuando un mago sabe que va a morir, puede hacer algo como… pasar su magia a una especie de sucesor, ¿no?

—Nunca lo había oído expresar tan sucintamente, sí —replicó el mago.

—¿Así que vas a… una especie de muerte?

—Oh, sí.

El gato ronroneó cuando los dedos le rascaron detrás de la oreja.

El herrero pareció avergonzado.

—¿Cuándo?

El mago pensó un instante.

—En cosa de unos seis minutos.

—Oh.

—No te preocupes —le tranquilizó el mago—. La verdad es que lo espero con impaciencia. Me han contado que es bastante indoloro.

El herrero meditó la respuesta.

—¿Quién te lo ha contado? —preguntó al final.

El mago fingió no haberle oído. Estaba mirando el puente, atento a una delatora turbulencia en la niebla.

—Mira —suspiró el herrero—, más vale que me cuentes cómo se educa a un mago, porque por esta zona no hay ninguno, no sé si lo sabes…

—Las cosas vendrán por sí solas —respondió Leño tranquilizador—. La magia me ha guiado hasta ti, y la magia se encargará de todo. Suele hacerlo. ¿He oído un llanto?

El herrero miró hacia el techo. Por encima del repiqueteo de la lluvia, captó el sonido de unos pulmones recién estrenados a toda potencia.

Una mujer alta de pelo blanco apareció al final de la escalera, portando un fardo envuelto en una manta. El herrero le hizo un gesto para que se acercara al mago.

—Pero… —empezó la mujer.

—Esto es muy importante —empezó el herrero con tono de importancia—. ¿Qué hacemos ahora, señor?

El mago alzó su cayado. Tenía la altura de un hombre, era casi tan ancho como su muñeca y estaba lleno de tallas que parecían cambiar ante los ojos del herrero, como si las malditas cosas no quisieran que las viera con claridad.

—El bebé debe cogerlo —dijo Tambor Leño.

El herrero asintió y hurgó entre los pliegues de la manta hasta dar con una manita rosa. La guió delicadamente hasta la madera. La manita la aferró con fuerza.

—Pero… —dijo la comadrona.

—Todo va bien, Yaya. Sé lo que hago. Es una bruja, señor —dijo dirigiéndose al mago—, no le haga caso. Bien, ¿qué viene ahora?

El mago se quedó en silencio.

—¿Qué viene a…? —empezó a decir el herrero.

Se interrumpió y se inclinó hacia adelante para observar el rostro del anciano mago. Leño sonreía, aunque nadie habría podido decir por qué.

El herrero volvió a poner al bebé en brazos de la desesperada comadrona. Luego, con todo el respeto posible, separó los flacos dedos blancos del cayado.

La madera tenía un tacto extraño, untuoso, como cargada de electricidad estática. Era negra, aunque las tallas tenían un matiz más claro, y hacían daño a la vista si intentabas distinguirlas con claridad.

—Estás satisfecho contigo mismo, ¿eh? —dijo la comadrona.

—¿Eh? Oh. Sí. La verdad es que sí. ¿Por qué?

La mujer apartó un pliegue de la manta. El herrero miró hacia abajo, y se atragantó.

—No —susurró—. Pero si él dijo…

—¿Y cómo iba a saberlo? —se burló Yaya.

—¡Pero si él dijo que sería un hijo!

—Pues a mí no me lo parece, amigo.

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