Pirómides (Mundodisco, #7) – Terry Pratchett

Reseña:

Quien pretenda lo contrario miente miserablemente: ser un faraón adolescente no es ningún trabajo fácil. De entrada, a tu padre se le puede ocurrir la brillante idea de enviarte a estudiar al extranjero; nada menos que a la Escuela de Asesinos de Ankh-Morpork. Luego hay ese tipo de pequeños y molestos detalles como no poder llevar dinero encima, tener que aguantar la presencia de jovencitas desinhibidas que se empeñan en pelar las uvas por ti, o al sumo sacerdote, siempre a mano para interpretar la voluntad de los dioses en cualquier cosa que se te ocurra decir.

No basta con tenérselas que ver con filósofos, esfinges empeñadas en que resuelvas un acertijo, caballos de madera enormes, pirómides -perdón, pirámides- con síntomas de inestabilidad paracósmica, dioses, cocodrilos sagrados con problemas de nutrición, reuniones de ancestros momificados…, no. Por si fuera poco, la hierba se empeña en crecer donde quiera que pises, no paras de soñar con siete vacas flacas y siete vacas gordas (una de ellas tocando el trombón) y, para colmo, eres el responsable de lograr que el sol salga todas las mañanas.

Pirómides es la séptima novela ambientada en el Mundodisco, la serie de fantasía más divertida de todos los tiempos. Como dato de interés general informamos a nuestros lectores que los anteriores libros de la serie (la serie fantástica más divertida de todos los tiempos) son El Color de la Magia, La Luz Fantástica, Ritos Iguales, Mort, Rechicero y Brujerías, por ese orden, y que todos ellos han sido publicados en esta misma editorial.

Pirómides

Mundodisco – 7

Terry Pratchett

Título original: Pyramids

LIBRO PRIMERO
EL LIBRO DEL GRAN MUNDO

Estrellas y nada más que estrellas esparcidas sobre la negrura como si el Creador hubiera roto de un puñetazo el parabrisas de su coche y no se hubiera tomado la molestia de recoger los trozos.

Esto es el abismo que se extiende entre los universos, las gélidas profundidades del espacio que no contienen nada salvo alguna que otra molécula perdida, unos cuantos cometas extraviados y…

…pero entonces un círculo de negrura cambia ligeramente de posición, el ojo vuelve a evaluar la perspectiva y lo que parecía ser la impresionante distancia de algún como-se-llame interestelar se convierte en un mundo que flota bajo el manto de la oscuridad, y sus estrellas pasan a ser las luces de lo que haciendo un cierto esfuerzo imaginativo puede llamarse civilización.

El mundo se mueve perezosamente y queda revelado como el Mundodisco, ese círculo plano que es transportado a través del espacio por los cuatro elefantes que se mantienen en pie sobre la concha de la Gran A’tuin, la única tortuga que ha tenido el honor de aparecer en el Diagrama Hertzprung-Russell. A’tuin… dieciséis mil kilómetros de tortuga cuya concha está espolvoreada por la escarcha de los cometas muertos y señalada por los impactos de los meteoros y cuyos ojos poseen albedo propio. Nadie sabe cuál es la razón de que A’tuin exista, pero lo más probable es que sea cuántica.

En un mundo situado sobre la concha de una tortuga pueden ocurrir muchas cosas raras.

Y ya están ocurriendo.

Las estrellas que se ven abajo son hogueras de campamentos perdidos en el desierto y las luces de aldeas remotas acurrucadas sobre las montañas tapizadas de bosques. Los pueblos son nebulosas, las ciudades constelaciones inmensas. Por ejemplo, la colosal salpicadura de claridad que es Ankh-Morpork brilla con la intensidad de dos galaxias que acaban de chocar.

Pero lejos de los grandes centros de población, allí donde el Mar Circular se encuentra con el desierto, hay una línea de frío fuego azul. Llamas tan heladas como las laderas del Infierno suben rugiendo hacia el cielo. Una luz fantasmagórica parpadea sobre el desierto.

Las pirámides milenarias del valle del Djel arden en la noche desprendiéndose de la energía acumulada.

Es posible que los chorros de energía que brotan de sus cúspides paracósmicas arrojen luz sobre muchos misterios en los capítulos venideros. Quizá nos revelen la respuesta a preguntas como por qué las tortugas odian la filosofía, por qué un exceso de religión es malo para las cabras y qué es lo que realmente hace la servidumbre femenina de un palacio durante todas las horas que debería invertir en quitar el polvo.

De una cosa no cabe duda, y es que nos revelarán lo que pensarían nuestros antepasados si estuvieran vivos hoy. La gente suele especular sobre ese tema. ¿Aprobarían la sociedad actual, se maravillarían ante los logros de nuestros tiempos? Pero, naturalmente, todas esas especulaciones siempre pasan por alto un punto fundamental. Si vivieran nuestros antepasados no pensarían en ninguna de esas cosas. Estarían demasiado ocupados haciéndose una única pregunta: «¿Por qué está todo tan oscuro?»

El gran sacerdote Dios abrió los ojos. El frescor del amanecer se estaba adueñando del valle, y Dios llevaba bastante tiempo sin dormir. De hecho, no podía recordar cuándo había dormido por última vez. El sueño se parecía demasiado a lo otro y, de todas formas, ya no parecía necesitarlo. Acostarse un rato resultaba más que suficiente… por lo menos el acostarse aquí parecía bastar. Los venenos de la fatiga se iban disipando igual que se disipaba todo lo demás. Durante un tiempo, claro.

El suficiente para cumplir con sus deberes.

Sacó las piernas de la losa situada en el centro de la cámara. Su mano derecha aferró el báculo-serpiente insignia de su rango sin que su cerebro tuviera que ordenárselo. Dios siguió sentado sobre la losa el tiempo suficiente para hacer otra marca en la pared, se ciñó los pliegues de la túnica alrededor del cuerpo y recorrió con paso veloz el pasadizo que hacía pendiente hasta emerger a la luz del día. Las palabras de la Invocación al Nuevo Sol ya estaban desfilando por su mente. La noche había quedado olvidada, el día se extendía delante de él. Había muchos consejos prudentes y sabios que dar, y Dios sólo existía para servir.

No puede afirmarse que Dios poseyera el dormitorio más extraño del mundo, pero sí es cierto que a lo largo de toda la historia nadie ha abierto los ojos, se ha levantado y ha salido de un dormitorio más extraño que el suyo.

Y el sol avanzaba a través del cielo.

Muchas personas se han preguntado por qué. Algunas creen que el sol es empujado por un gigantesco escarabajo pelotero. La explicación es ingeniosa, pero peca de una cierta imprecisión técnica y aparte de eso tiene el inconveniente de que, como quizá acaben revelando ciertas circunstancias futuras, posiblemente sea correcta.

El sol consiguió llegar al punto en que debía iniciar el descenso sin que le ocurriese nada desagradable,[1] y el azar quiso que los últimos rayos de su agonía entraran por una ventana de la ciudad de Ankh-Morpork y se reflejaran en un espejo.

Era un espejo de cuerpo entero. Todos los asesinos tienen un espejo de cuerpo entero en su habitación porque matar a alguien yendo mal vestido sería un terrible insulto para la víctima.

Teppic se estaba observando con mucha atención. El traje le había costado hasta su última moneda, y el sastre se había permitido tantos excesos con la seda negra que cada movimiento de Teppic iba acompañado por un susurro. Sí, no estaba nada mal…

Y el dolor de cabeza parecía estarse esfumando. Teppic había pasado un día terrible, y había llegado a temer que tendría que empezar el examen con un montón de manchitas púrpuras bailoteando delante de sus ojos.

Teppic suspiró, abrió la caja negra, cogió sus anillos y se los puso. Al lado había otra caja que contenía un juego de cuchillos de acero klatchiano cuyas hojas habían sido oscurecidas con el hollín de una lámpara. Varios artefactos de diseño tan astuto como complicado fueron extraídos de bolsas de terciopelo y colocados dentro de los bolsillos del traje. Un par de tlingas arrojadizas provistas de la típica hoja larga desaparecieron dentro de las vainas ocultas en el interior de sus botas. Teppic arrolló la delgada pero muy resistente cuerda de seda terminada en un gancho plegable alrededor de su cintura y la tensó sobre la camisa de cota de malla. La cerbatana fue unida a la tira de cuero y quedó oculta a su espalda debajo de la capa. Después cogió una cajita de latón que contenía un surtido de dardos —cada punta estaba protegida con un corcho y el código Braille grabado en los ástiles permitía escoger el más adecuado sin perder ni un momento incluso estando a oscuras—, y se la guardó en un bolsillo.

Torció el gesto, examinó la hoja de su estoque y se colocó la faltriquera sobre el hombro derecho para contrarrestar el peso de la bolsa que contenía las bolas de plomo de la honda. Después repasó su lista mental de preparativos, abrió el cajón de los calcetines y sacó de él una mini-ballesta, un frasco de aceite, un manojo de ganzúas y, después de pensarlo un poco, una daga, una bolsa que contenía tachuelas especiales de varios tamaños para sembrar suelos y unos nudillos de hierro.

Teppic cogió su sombrero y examinó el forro para asegurarse de que el alambre estrangulador seguía en su sitio. Después lo colocó sobre su cabeza en un ángulo lo más elegante posible, lanzó una última mirada de satisfacción a su reflejo, giró sobre sus talones y se fue desplomando muy, muy despacio.

El verano estaba siendo bastante duro con Ankh-Morpork. Hacía mucho, mucho calor. Las ciudades no sudan, pero Ankh-Morpork no es una ciudad cualquiera y apestaba.

El gran río había quedado reducido a un rezumar de algo parecido a la lava que iba desde Ankh, la parte más elegante y con mejor reputación de la ciudad, hasta Morpork, la parte de la ciudad que se encontraba en la orilla opuesta. Morpork no era elegante y no tenía prácticamente ninguna reputación. Morpork parecía un cruce entre una ciudad y un pozo de brea, y no había mucho que se pudiera hacer para empeorarla. Un impacto directo de meteorito, por ejemplo, habría sido considerado como un enérgico y astuto intento de mejora urbana.

La mayor parte del río se había convertido en una corteza de barro agrietado. El sol parecía un gigantesco gong de cobre clavado en el cielo. El calor que había secado el río freía a la ciudad durante el día y la horneaba durante la noche. Los viejos maderos se retorcían, y la red de ciénagas tradicionalmente usada como calles se resecaba dejando escapar nubes asfixiantes de polvo color ocre.

No era el clima más adecuado para Ankh-Morpork, una ciudad de temperamento algo sombrío que se sentía mucho más a gusto rodeada de neblinas, goteras, ráfagas de aire frío y sigilosos deslizamientos en la oscuridad. Ankh-Morpork jadeaba en el centro del tostadero formado por las llanuras consumiéndose como un sapo colocado encima de un ladrillo que llevara horas calentándose al fuego. El calor resultaba asfixiante incluso cuando faltaba poco para la medianoche —como ahora—, y el manto de terciopelo chamuscado del verano flotaba sobre las calles agarrando a la atmósfera por la garganta y estrujándola hasta dejarla sin aliento.

Una ventana se abrió en la fachada norte de la Casa del Gremio de los Asesinos girando sobre sus bisagras con un chasquido casi imperceptible.

Teppic —quien se había librado de algunas de sus armas más pesadas, cosa que hizo con considerable reluctancia— tragó una honda bocanada de aquel aire abrasador y estancado.

Por fin…

Ésta era la gran noche.

Todos decían que tenías una posibilidad entre dos… a menos que te tocara examinarte con Mericet, en cuyo caso sería mejor que te rajaras la garganta antes de empezar.

Teppic tenía clase de Estrategia y Teoría de los Venenos con Mericet cada jueves por la tarde, y no se llevaba demasiado bien con él. Los dormitorios de la Escuela de Asesinos eran un hervidero de rumores que giraban alrededor de Mericet. El número de asesinatos, el asombroso despliegue de técnicas distintas… En su época Mericet había roto todos los records. Decían que incluso había liquidado al Patricio de Ankh-Morpork… no al actual, naturalmente, sino a uno de los que estaban muertos.

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