Dune (Crónicas de Dune, #1) – Frank Herbert

—Estoy segura de que lo han hecho.

El Duque miró su reloj.

—Y comprueba que todos nuestros relojes queden puestos a la hora local de Arrakeen. He asignado a un técnico para que se ocupe de ello. Estará aquí dentro de poco. —Le apartó un mechón de cabellos que le había caído sobre la frente—. Ahora debo volver al área de desembarco. El segundo cargamento llegará de un momento a otro.

—¿No podría ocuparse de ello Hawat, mi señor? Parecéis tan cansado…

—El buen Thufir está aún más ocupado que yo. Sabes que este planeta está infestado de las intrigas de los Harkonnen. Además, debo convencer a los mejores cazadores de especia para que se queden. Con el cambio de feudo, ya sabes, quedan libres de elegir… y el planetólogo que el Emperador y el Landsraad han designado como Arbitro del Cambio no puede ser comprado. Les ha dado la opción de elegir libremente. Casi ochocientos hombres expertos esperan para irse en el transbordador de la especia, y un cargo de la Cofradía los está aguardando.

—Mi señor… —Jessica se interrumpió, vacilante.

—¿Sí?

Nadie podrá impedirle que haga lo imposible para convertir este mundo en habitable para nosotros, pensó. Y no puedo usar mis trucos en ello.

—¿A qué hora os espero para la cena? —preguntó.

No es esto lo que ibas a decir, pensó él. Ah, mi Jessica, cómo querrías que estuviéramos lejos de aquí, no importa en qué sitio, pero lejos de este terrible lugar… solos nosotros dos, sin ninguna preocupación.

—Comeré en el campo, en la mesa de oficiales —dijo—. No me esperes hasta muy tarde. Y… ah, enviaré un coche con escolta para Paul. Quiero que asista a nuestra conferencia estratégica.

Se aclaró la garganta como si fuera a decir algo más, y luego, en silencio, dio media vuelta y sonrió, mientras Jessica oía el ruido de otra carga que era depositada en el suelo. Su voz sonó aún otra vez, imperativa y desdeñosa, en el tono con el que hablaba a los sirvientes cuando tenía prisa:

—Dama Jessica está en el vestíbulo. Reúnete con ella inmediatamente. La puerta exterior se cerró con un chasquido.

Jessica se volvió, haciendo frente al retrato del padre de Leto. Había sido realizado por un afamado artista, Albe, cuando el Viejo Duque era de mediana edad. Había sido pintado vestido de matador, con una capa magenta colgando del brazo izquierdo. El rostro se veía joven, casi tanto como el de Leto en la actualidad, y con la misma expresión de halcón, la misma mirada gris. Apretó sus puños contra los costados, mirando el retrato con odio.

—¡Maldito! ¡Maldito! ¡Maldito! —susurró.

—¿Cuáles son vuestras órdenes, Noble Nacida?

Era una voz de mujer, musical como una cuerda tensada.

Jessica se volvió y se encontró frente a una mujer nudosa, de cabellos grises, vestida con las informes ropas de tela de saco de los siervos. La mujer tenía el mismo aspecto rugoso y reseco que todos los demás que la habían recibido aquella mañana, a lo largo del camino desde el campo de aterrizaje. Todos los nativos de aquel planeta, pensó Jessica, tenían aquel mismo aspecto consumido y famélico. Sin embargo, Leto había dicho que eran fuertes y sanos. Y además, por supuesto, estaban los ojos… aquellos lagos de un azul profundo sin el menor blanco, secretos, misteriosos. Jessica se esforzó por no afrontar su mirada.

La mujer inclinó brevemente la cabeza y dijo:

—Me llaman la Shadout Mapes, Noble Nacida. ¿Cuáles son vuestras órdenes?

—Puedes llamarme «mi Dama» —dijo Jessica—. No nací noble. Soy la concubina titular del Duque Leto.

De nuevo aquella extraña inclinación de cabeza, y la mujer alzó los ojos hacia Jessica con una insidiosa pregunta:

—¿Hay entonces una mujer?

—No la hay, ni la ha habido nunca. Soy la única… compañera del Duque, la madre de su heredero designado.

Mientras hablaba, Jessica se reía para sí misma del orgullo que transpiraban sus palabras. ¿Qué es lo que dijo San Agustín?, se preguntó así misma. La mente gobierna al cuerpo, y éste obedece. La mente se ordena a si misma, y encuentra resistencia. Si.. últimamente encuentra una mayor resistencia. Debería retirarme calmadamente en mí misma.

Un grito extraño sonó fuera de la casa, allá en el camino. Un grito repetido:

—¡Suu-suu-suuk! ¡Suu-suu-suuk! —y luego—: ¡Ikhut-eigh! —y luego, de nuevo—:

¡Suu-suu-suuk!

—¿Qué es esto? —preguntó Jessica— He oído varias veces este grito por las calles, esta mañana.

—Es sólo un vendedor de agua, mi Dama. Pero no tiene interés para vos. Las cisternas de esta morada contienen cincuenta mil litros, y están siempre llenas. —Inclinó la cabeza y miró sus ropas—. Vedlo, mi Dama, ¡no necesito llevar mi destiltraje aquí! —se rió—. ¡Y no he muerto!

Jessica vaciló, queriendo hacerle algunas preguntas a aquella mujer Fremen, sintiendo la necesidad de que la orientara. Pero la más urgente era poner un poco de orden en la confusión del castillo. De todos modos, la idea de que en aquel lugar el agua fuera un signo de riqueza la desconcertaba.

—Mi esposo me ha dicho tu título, Shadout —dijo Jessica—. Conozco esta palabra. Es una palabra muy antigua.

—¿Así que conocéis las antiguas lenguas? —preguntó Mapes, y la miró con una extraña intensidad.

—Las lenguas son la primera enseñanza Bene Gesserit —dijo Jessica—. Conozco el bhotani-jib y el chakobsa, todas las lenguas de los cazadores. Mapes asintió.

—Tal como dice la leyenda.

Y Jessica se preguntó: ¿Por qué estoy representando esta comedia? Pero los caminos Bene Gesserit siempre eran sinuosos y compulsivos.

—Conozco las Cosas Oscuras y los caminos de la Gran Madre —dijo Jessica. Leyó, en el aspecto de Mapes, en cada uno de sus gestos, los más obvios signos reveladores—. Miseces prejia —dijo, en lengua chakobsa—. ¡Andal t’re pera! Trada cik buscakri miseces perakri…

Mapes dio un paso atrás, dispuesta a huir.

—Sé muchas cosas —dijo Jessica—. Sé que has engendrado hijos, que has perdido a seres queridos, que te has ocultado por miedo y que has cometido violencia y que volverás a cometer más violencia. Sé muchas cosas.

—No quería ofenderos, mi Dama —dijo Mapes en voz muy baja.

—Hablas de la leyenda y buscas respuestas —dijo Jessica—. Guárdate de las respuestas que puedas encontrar. Sé que has venido aquí preparada para la violencia, con un arma en tu corpiño.

—Mi Dama, yo…

—Existe una remota posibilidad de que consigas derramar la sangre de mi vida —dijo Jessica—, pero si lo hicieras causarías más daño del que te puedas imaginar en tus más locos terrores. Hay cosas peores que la muerte, tú lo sabes… incluso para todo un pueblo.

—¡Mi Dama! —imploró Mapes. Parecía a punto de caer de rodillas—. Esta arma es un regalo para vos si podéis probar que sois Ella.

—Y el instrumento de mi muerte si no puedo probarlo —dijo Jessica. Esperó, en la aparente calma que hacía a las Bene Gesserit tan terribles en el combate. Ahora veremos hacia dónde se inclina la decisión, pensó.

Lentamente, Mapes metió la mano por el cuello de su vestido y sacó una oscura funda. Una negra empuñadura, profundamente grabada para hacer segura la sujeción, emergía de ella. Tomó la funda con una mano y la empuñadura con la otra, y con un rápido movimiento extrajo una hoja de un color blanco lechoso. La blandió por encima de su cabeza y la hoja pareció brillar con luz propia. Era de doble filo, como un kindjal, y la hoja tendría unos veinte centímetros de largo.

—¿Conocéis esto, mi Dama? —preguntó Mapes.

No podía ser otra cosa, se dijo Jessica, que el fabuloso cuchillo crys de Arrakis, la hoja que nunca había salido de aquel planeta y que en otras partes sólo era un rumor y un misterio.

—Es un crys —dijo.

—No lo pronunciéis con ligereza —dijo Mapes—. ¿Sabéis el significado de este nombre?

Y Jessica pensó: Esta es una pregunta de doble filo. Aquí está la razón por la cual esta Fremen ha querido servir conmigo, tenía que hacerme esta pregunta. Mi respuesta puede precipitar la violencia o… ¿qué? Exige una respuesta de mi parte: el significado de este cuchillo. La llaman la Shadout en lengua chakobsa, el cuchillo es el «hacedor de muerte». Se está impacientando. Tengo que responder ya. Retardar la respuesta es tan peligroso como una respuesta falsa.

—Es un hacedor… —dijo.

—¡Aiiiieeeeeee! —gritó Mapes. Era un sonido de dolor y de alivio. Temblaba tan violentamente que la hoja del cuchillo creaba reflejos por toda la estancia. Jessica esperaba, inmóvil. Iba a decir que el cuchillo era un hacedor de muerte y a añadir la antigua palabra, pero ahora todos los sentidos la advertían, con la intensidad de su adiestramiento capaz de revelar el significado del menor estremecimiento muscular. La palabra clave era… hacedor.

¿Hacedor? Hacedor.

Sin embargo, Mapes empuñaba el cuchillo como si estuviera dispuesta a usarlo.

—¿Cómo has podido pensar —dijo Jessica— que yo, conociendo los misterios de la Gran Madre, no iba a conocer el Hacedor?

Mapes bajó el cuchillo.

—Mi Dama, cuando uno ha vivido tanto tiempo con la profecía, el momento de la revelación es un shock.

Jessica pensó en la profecía… el Shari-a y toda la panoplia propheticus; una Bene Gesserit de la Missionaria Protectiva había sido enviada allí muchos siglos antes; había muerto hacía ya mucho, no cabía ninguna duda de ello, pero había cumplido sus propósitos: las leyendas protectoras sólidamente implantadas en aquel pueblo para el día en que una Bene Gesserit tuviera necesidad de ellas.

Bien, el día había llegado.

Mapes volvió el cuchillo a su funda y dijo:

—Esta es una hoja inestable, mi Dama. Llevadla siempre con vos. Si permanece más de una semana lejos de la carne, empezará a desintegrarse. Es un diente de shai-hulud, permanecerá con vos durante todo el tiempo que dure vuestra vida. Jessica tendió su mano derecha y se arriesgó a decir:

—Mapes, has devuelto la hoja a su funda sin que estuviera marcada por la sangre. Con una ahogada exclamación, Mapes puso el enfundado cuchillo en la mano de Jessica y desgarró su corpiño, diciendo:

—¡Tomad el agua de mi vida!

Jessica extrajo la hoja de su funda. ¡Cómo relucía! La apuntó directamente hacia Mapes, y vio en sus ojos un pánico más grande que la muerte.

¿Un veneno en la punta?, se preguntó Jessica. Alzó la hoja, trazando un delicado arañazo en el seno izquierdo de Mapes con el lado de la hoja. Surgieron unas pocas gotas de sangre que se detuvieron casi inmediatamente. Coagulación ultrarrápida, pensó Jessica. ¿Una mutación para conservar la humedad del cuerpo?

Metió de nuevo la hoja en su funda y dijo:

—Abotona tu vestido, Mapes.

Mapes obedeció, temblando. Sus ojos sin blanco miraban fijamente a Jessica.

—Vos sois de los nuestros —murmuró—. Vos sois Ella.

En la entrada se oyó de nuevo el ruido de descargar bultos. Mapes tomó el cuchillo envainado y lo deslizó en el corpiño de Jessica.

—¡Cualquiera que vea esa hoja debe ser purificado o muerto! —gruñó—. ¡Vos lo sabéis, mi Dama!

Acabo de saberlo ahora, pensó Jessica.

Los descargadores, allá afuera, se marcharon sin pasar por la Gran Sala. Mapes recuperó su compostura y dijo:

—Aquel que es impuro y ha visto un crys no puede abandonar vivo Arrakis. No olvidéis esto, mi Dama. Os ha sido confiado un crys —hizo una profunda inspiración—. Ahora las cosas deben seguir su curso. No se puede apresurar nada. —Paseó su mirada por las cajas y paquetes apilados a su alrededor—. Y aquí hay mucho trabajo para dejar pasar el tiempo.

Jessica vaciló. «Las cosas deben seguir su curso». Una frase típica que prove nía directamente de las reservas de conjuros de la Missionaria Protectiva… La venida de la Reverenda Madre que os liberará.

Pero yo no soy una Reverenda Madre, pensó Jessica. Y luego: ¡Gran Madre! ¡Este mundo debe ser horrible para que hayamos tenido que implantar esto!

—¿Qué es lo primero que deseáis que haga, mi Dama? —dijo Mapes con voz tranquila.

El instinto empujó a Jessica a responder, con el mismo tono casual.

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