Dune (Crónicas de Dune, #1) – Frank Herbert

Y Paul recordó lo que Idaho le había dicho una vez: «En combate, espera sólo aquello que ocurre. De este modo nunca serás sorprendido».

Giraron de nuevo uno en torno al otro, agazapados, acechando. Paul vio la excitación crecer de nuevo en el rostro de su oponente, y se preguntó el porqué. ¿Acaso una aguja significaba tanto para el hombre? ¡A menos que la hoja estuviera envenenada! ¿Pero cómo era posible? Sus propios hombres habían tenido el arma entre sus manos, la habían controlado antes de dársela. Eran demasiado experimentados como para no reparar en algo tan obvio.

—Esa mujer con la que hablabas antes —dijo Feyd -Rautha—. Esa pequeña. ¿Acaso es algo especial para ti? ¿Quizá tu animalito favorito? ¿Debo reservarle una atención especial?

Paul permaneció silencioso, con sus sentidos interiores examinando la sangre que goteaba de la herida, descubriendo rastros de un soporífero de la hoja del Emperador. Modificó su metabolismo para rechazar la amenaza, alterando las moléculas del soporífero, pero le asaltó una duda. Habían preparado la hoja con un soporífero. Un soporífero. Algo que no descubriría el detector de venenos, pero lo suficientemente fuerte como para paralizar sus músculos si le alcanzaban. Sus enemigos tenían sus propios planes en los planes, sus propias traiciones y estratagemas.

Feyd-Rautha saltó de nuevo, lanzando un golpe.

Paul, con una sonrisa helada en sus labios, fintó con una calculada lentitud, como si estuviera paralizado por la droga, y en el último instante esquivó, golpeando el brazo que atacaba con la punta de su crys.

Feyd-Rautha esquivó parcialmente el golpe saltando de costado y retrocediendo, pasando su cuchillo a la mano izquierda. Sus mejillas palidecieron cuando notó el dolor del ácido en la herida causada por Paul.

Dejémosle un momento de duda, pensó Paul. Dejémosle sospechar que es veneno.

—¡Traición! —gritó Feyd -Rautha—. ¡Me ha envenenado! ¡Noto el veneno en mi brazo!

Paul rompió su silencio por primera vez.

—Sólo un poco de ácido —dijo— para responder al soporífero de la hoja del Emperador.

Feyd-Rautha dirigió a Paul una gélida sonrisa, y levantó la hoja en su mano izquierda en una burla de saludo. Sus ojos brillaban de rabia tras el cuchillo. Paul pasó también el crys a su mano izquierda, igualándose con su oponente. Inició de nuevo sus giros de estudio.

Feyd-Rautha se le fue acercando lentamente, el cuchillo alto, la rabia leyéndose en sus entrecerrados ojos y en su prominente mandíbula. Fintó hacia la derecha y abajo, y se encontraron uno junto al otro, las hojas entrecruzadas, en un esfuerzo violento. Paul, desconfiando del lado derecho de Feyd-Rautha, donde sospechaba que estaba la aguja envenenada, obligó a girar hacia la derecha a su adversario. Estuvo a punto de no ver la aguja en el momento en que surgió. Fue avisado por un movimiento de FeydRautha, una distensión repentina de sus músculos, y la aguja falló la carne de Paul por una ínfima fracción de milímetro.

¡En la cadera izquierda!

Traición en la traición de la traición, pensó Paul. Usó el adiestramiento Bene Gesserit de sus músculos para apartarse bruscamente y aprovechar el reflejo instintivo de FeydRautha, pero la necesidad de alejarse de la aguja envenenada en la cadera de su oponente le hizo trastabillar y caer al suelo, con Feyd -Rautha sobre él.

—¿La ves en mi cadera? —susurró Feyd-Rautha—. Vas a morir, estúpido —y empezó a contorsionarse, haciendo que la aguja se acercara más y más—. Paralizará tus músculos, y mi cuchillo acabará contigo. ¡Y no quedará ningún rastro que pueda ser detectado!

Paul luchó con todos sus músculos, oyendo los gritos silenciosos en su mente, las advertencias de sus antepasados exigiendo que pronunciara la palabra secreta para detener a Feyd-Rautha y salvarse a sí mismo.

—¡No la diré! —jadeó Paul.

Feyd-Rautha le miró, con una imperceptible vacilación. Sin embargo, fue suficiente para que Paul captara el punto débil en el equilibrio de su adversario, hiciera palanca en él y le obligara a rodar sobre sí mismo, invirtiendo las posiciones. Ahora Feyd-Rautha estaba bajo él, con su cadera derecha en alto, incapaz de volverse debido a que la aguja, en su cadera izquierda, se había clavado en el suelo bajo él. Paul liberó su mano izquierda, ayudado por la lubricación de la sangre de su brazo, y golpeó a Feyd-Rautha por debajo de la mandíbula. La punta del crys abrió su camino hasta el cerebro. Feyd-Rautha se estremeció y se combó en el suelo, sujeto parcialmente a él por la aguja clavada en el pavimento.

Inspirando profundamente para recobrar su calma, Paul se impulsó hacia arriba y se puso en pie. Permaneció inmóvil sobre el cuerpo, con el cuchillo en la mano, y alzó los ojos con una deliberada lentitud hacia el Emperador.

—Majestad —dijo—, vuestras fuerzas se han visto reducidas en otra unidad. ¿Vamos a dejar de tergiversar y engañarnos? ¿Vamos a discutir lo que conviene hacer? El matrimonio de vuestra hija conmigo y un camino abierto para que un Atreides se siente en el trono.

El Emperador se volvió y miró al Conde Fenring. El Conde sostuvo su mirada… ojos grises contra ojos verdes. Cualquier palabra era inútil, se conocían desde hacía tanto tiempo que bastaba una simple mirada.

«Mata a este advenedizo por mí», estaba diciendo el Emperador El Atreides es joven y lleno de recursos, si… pero también está cansado por el largo esfuerzo y no resistirá una lucha contigo. Desafíale ahora… tú sabes cómo hacerlo. Mátale. Lentamente, Fenring movió su cabeza, un prolongado giro hacia el rostro de Paul.

—¡Adelante! —siseó el Emperador.

El Conde miró fijamente a Paul, tal como Dama Margot le había enseñado, a la manera Bene Gesserit, consciente del misterio y la oculta grandeza que había en aquel joven Atreides.

Podría matarle, pensó Fenring… y sabía que aquello era cierto. Algo en sus más secretas profundidades retuvo sin embargo al Conde, y tuvo una visión breve, inadecuada, de su superioridad frente a Paul… el lado secreto de su persona, la furtiva cualidad de sus motivaciones que ningún ojo podía penetrar. Paul, a través del rebullente nexo del tiempo, consiguió comprender en parte aquello, y se explicó finalmente por qué nunca había visto a Fenring en las tramas de su presciencia. Fenring era uno de aquellos que hubiera-podido-ser, un potencial Kwisatz Haderach, malogrado por una mancha en su esquema genético… un eunuco, cuyo talento estaba concentrado furtivamente, secretamente. Sintió entonces una profunda compasión por el Conde Fenring, el primer sentimiento de fraternidad que hasta entonces experimentara.

Fenring, leyendo la emoción de Paul, dijo:

—Majestad, rehúso.

El furor inundó a Shaddam IV. Dio dos pasos a través de su cortejo y abofeteó a Fenring con todas sus fuerzas.

El rostro del conde se ensombreció. Alzó los ojos, miró fijamente al Emperador y dijo, con un tranquilo y deliberado énfasis:

—Hemos sido amigos, Majestad. Lo que hago ahora lo hago tan sólo por amistad. Olvidaré vuestro gesto.

Paul carraspeó.

—Estábamos hablando del trono, Majestad —dijo.

El Emperador se volvió bruscamente, mirando a Paul con ojos llameantes.

—¡Yo estoy en el trono! —rugió.

—Tendréis otro en Salusa Secundus —dijo Paul.

—¡He depuesto mis armas y he venido aquí confiando en tu palabra! —gritó el Emperador—. Te atreves a amenazarme…

—Vuestra persona está segura en mi presencia —dijo Paul—. Es un Atreides quien os lo ha prometido. Pero Muad’Dib os sentencia a vuestro planeta prisión. Pero no tengáis miedo, Majestad. Usaré todos los poderes de que dispongo para hacer que aquel lugar sea menos rudo. Lo transformaré en un planeta jardín, lleno de cosas encantadoras. El oculto sentido de las palabras de Paul llegó hasta la mente del Emperador. Miró a Paul a través de la estancia.

—Ahora comprendo tus verdaderos motivos —gruñó.

—Evidentemente —dijo Paul.

—¿Y Arrakis? —preguntó al Emperador—. ¿Otro mundo jardín lleno de cosas encantadoras?

—Los Fremen tienen la palabra de Muad’Dib —dijo Paul—. Habrá agua corriendo libremente bajo el cielo de este mundo, y oasis verdeantes llenos de cosas hermosas. Pero también debemos pensar en la especia. Así, siempre habrá desierto en Arrakis… y terribles vientos, y pruebas para endurecer al hombre. Nosotros los Fremen tenemos un proverbio: «Dios creó Arrakis para templar a los fieles.» Uno no puede ir contra la palabra de Dios.

La vieja Decidora de Verdad, la Reverenda Madre Gaius Helen Mohiam, había captado otro oculto significado en las palabras de Paul. Había entrevisto el jihad. Dijo:

—¡No puedes desencadenar a esa gente sobre el universo!

—¡Lamentaréis las gentiles maneras de los Sardaukar! —espetó Paul.

—No puedes —susurró ella.

—Tú eres una Decidora de Verdad —dijo Paul—. Mide tus palabras. —Miró a la Princesa Real, luego al Emperador—. Decidid, Majestad.

El Emperador dirigió a su hija una afligida mirada. Ella tocó su brazo y dijo tranquilizadoramente:

—He sido educada para esto, padre.

El inspiró profundamente.

—No podéis impedirlo —murmuró la vieja Decidora de Verdad.

El Emperador se irguió, encontrando algo de su perdida dignidad.

—¿Quién negociará por ti, consanguíneo? —preguntó.

Paul se volvió, miró a su madre, con los ojos casi cerrados por el agotamiento, junto a Chani y un grupo de Fedaykin. Se acercó a ellos y se detuvo ante Chani, observándola.

—Sé tus razones —murmuró Chani—. Si ha de ser así… Usul.

Paul, notando las ocultas lágrimas tras su voz, le acarició la mejilla.

—Mi Sihaya no tendrá nunca nada que temer —susurró. Dejó caer el brazo, hizo frente a su madre—. Tú negociarás por mí, madre, con Chani a tu lado. Tiene sabiduría y mirada penetrante. Y se dice con justicia que nadie es más duro en los negocios que un Fremen. Ella verá a través de los ojos de su amor por mí y con el pensamiento de nuestros futuros hijos que no la abandonarán. Escúchala.

Jessica adivinó los fríos cálculos que se escondían tras las palabras de su hijo y se estremeció.

—¿Cuáles son tus instrucciones? —preguntó.

—Exijo como dote la totalidad de los intereses del Emperador en la Compañía CHOAM —dijo.

—¿La totalidad? —Jessica tuvo dificultad en encontrar las palabras.

—Debe ser enteramente despojado. Quiero un condado y un directorio de la CHOAM para Gurney Halleck, así como el feudo de Caladan. Títulos y poderes para todos los supervivientes de entre los Atreides, hasta el más humilde soldado.

—¿Y para los Fremen? —preguntó Jessica.

—Los Fremen son cosa mía —dijo Paul—. Lo que reciban les será dado por Muad’Dib. Y empezaremos con Stilgar como gobernador en Arrakis, pero esto puede esperar.

—¿Y para mí? —preguntó Jessica.

—¿Hay algo que desees especialmente?

—Quizá Caladan —dijo ella, mirando a Gurney—. No estoy segura. Me he vuelto demasiado parecida a los Fremen… y soy una Reverenda Madre. Necesito un tiempo de paz y tranquilidad para reflexionar.

—Eso lo tendrás —dijo Paul—, y cualquier otra cosa que Gurney o yo podamos darte. Jessica asintió, sintiéndose repentinamente vieja y cansada. Miró a Chani.

—¿Y para la concubina real?

—Ningún titulo para mí —murmuró Chani—. Ninguno. Por favor.

Paul miró profundamente a sus ojos, recordándola de pronto como la había visto en otras ocasiones, con el pequeño Leto en sus brazos, su hijo que había encontrado la muerte en aquella violencia.

—Te juro —murmuró— que no necesitarás ningún título. Aquella mujer será mi esposa y tú tan sólo una concubina porque esto es un asunto político y debemos sellar la paz y aliarnos con las Grandes Casas del Landsraad. Las formalidades serán respetadas. Pero aquella princesa no obtendrá de mí más que el nombre. Ningún hijo, ninguna caricia, ninguna mirada, ningún instante de deseo.

—Dices eso ahora —murmuró Chani. Miró a la rubia princesa a través de la estancia.

—¿Tan poco conoces a mi hijo? —susurró Jessica—. Mira a esa princesa inmóvil, allí, tan orgullosa y segura de si misma. Dicen que tiene pretensiones literarias. Esperemos que puedan llenar su existencia, porque va a tener muy poca cosa más. —Se le escapó una amarga sonrisa—. Piensa en ello, Chani: esa princesa tendrá el nombre, pero será mucho menos que una concubina… nunca conocerá un momento de ternura por parte del hombre al que estará unida. Mientras que a nosotras, Chani, nosotras que arrastramos el nombre de concubinas… la historia nos llamará esposas.

FIN

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