Dune (Crónicas de Dune, #1) – Frank Herbert

El silencio más absoluto reinó en la estancia hasta que su orden fue cumplida. El rostro del Emperador estaba pálido como el de un muerto. Sus ojos, que nunca habían admitido el miedo, lo estaban mostrando ahora por primera vez.

—Majestad —dijo Paul, y captó el gesto de sorpresa en la Princesa Real. Había pronunciado aquella palabra con la controlada entonación Bene Gesserit, cargándola con todo el desprecio que Paul pudo poner en ella.

Es realmente una Bene Gesserit, pensó Paul.

El Emperador carraspeó.

—Quizá mi respetado consanguíneo crea que todo va a ir ahora según sus deseos—dijo—. Nada más lejos que eso. Ha violado la Convención, ha usado atómicas contra…

—He usado atómicas contra un obstáculo natural del desierto —dijo Paul—. Estaba en mi camino, y tenía prisa por llegar hasta vos, Majestad, para pediros algunas explicaciones acerca de vuestras extrañas actividades.

—Todos los ejércitos de las Grandes Casas están en el espacio ahora, orbitando Arrakis —dijo el Emperador—. Esperan tan sólo una palabra mía y…

—Oh, si —dijo Paul—. Casi los había olvidado. —Buscó entre el séquito del Emperador hasta ver los rostros de los dos elementos de la Cofradía, y miró a Gurney—: ¿están aquí aquellos dos agentes de la Cofradía, aquellos dos hombres gordos vestidos de gris?

—Si, mi Señor.

—Vosotros dos —dijo Paul, señalándoles—, salid inmediatamente y enviad mensajes para que la flota vuelva ahora mismo a casa. Después de esto, aguardad mi autorización antes de…

—¡La Cofradía no acepta tus órdenes! —gritó el más alto de los dos. El y su compañero avanzaron hacia la barrera de lanzas, que fue alzada a un gesto de Paul. Los dos hombres se le acercaron, y el más alto levantó un brazo hacia él—. Más bien vas a conocer lo que es un embargo por tu…

—Si oigo alguna otra estupidez de este tipo por parte de vosotros dos —dijo Paul—, daré orden de que sea destruida toda la producción de especia de Arrakis… para siempre.

—¿Estás loco? —exclamó el más alto de los hombres de la Cofradía. Dio medio paso hacia atrás.

—Ento nces, admites que puedo hacerlo, ¿no? —preguntó Paul.

El hombre de la Cofradía pareció boquear por un momento, buscando aire a su alrededor.

—Sí —admitió—, puedes hacerlo, pero no debes.

—Ahhh —dijo Paul, inclinando la cabeza en una afirmación para si mismo—. Así que vosotros sois dos navegantes, ¿eh?

—¡Si!

—Tú mismo te quedarías ciego —dijo el más bajo de los dos —y te condenarías a una muerte lenta. ¿Sabes lo que representa verse privado del licor de especia cuando uno es adicto a él?

—El ojo que busca ante él el camino más seguro queda cerrado para siempre —dijo Paul—. La Cofradía mutilada. Los seres humanos convertidos en pequeños grupos aislados en sus aislados planetas. ¿Sabéis? Podría hacerlo por puro despecho… o por simple aburrimiento.

—Hablemos de ello en privado —dijo el más alto de los hombres de la Cofradía—. Estoy seguro de que podemos llegar a algún compromiso que…

—Enviad ese mensaje a vuestra gente que está sobre Arrakis —dijo Paul— Estoy cansado de esta discusión. Si esa flota no se retira inmediatamente, ya no tendremos ninguna necesidad de hablar. —Señaló a sus hombres de comunicaciones a un lado del vestíbulo—. Podéis usar mi equipo.

—Antes debemos discutir esto —dijo el hombre más alto—. No podemos simplemente…

—¡Mandadlo! —rugió Paul—. Quien tiene el poder de destruir algo es quien posee su absoluto control. Vosotros mismos habéis admitido que tengo este poder. No estamos aquí para discutir o negociar o buscar compromisos. ¡Obedeceréis mis órdenes, o sufriréis inmediatamente las consecuencias!

—Lo hará —dijo el más bajo de los hombres de la Cofradía. Y Paul vio que el miedo le atenazaba.

Lentamente, ambos avanzaron hacia el equipo de comunicaciones de los Fremen.

—¿Obedecerán? —preguntó Gurney.

—Su visión del tiempo restringe —dijo Paul—. Ven ante sí una pared desnuda donde se inscriben las consecuencias de su desobediencia. Cada navegante de la Cofradía, en cada nave, ve ante sí esa misma pared. Obedecerán.

Paul se volvió y miró al Emperador.

—Cuando os permitieron acceder al trono de vuestro padre —dijo—, fue únicamente con la garantía de que los envíos de especia seguirían llegando a ellos. Les habéis fallado, Majestad. ¿Sabéis cuáles son las consecuencias?

—Nadie ha permitido…

—Dejad de hacer el estúpido —gruñó Paul—. La Cofradía es como un pueblo a la orilla de un río. Necesita el agua, pero no puede tomar más que la necesaria. No puede construir un dique para controlar el río, porque esto atraería la atención sobre sus extracciones, y podría conducir a una destrucción final. Este río es la especia, y yo he construido un dique sobre este río. Pero mi dique está construido de tal modo que no se puede destruir sin destruir también el río.

El Emperador se pasó una mano por sus rojos cabellos, mirando las espaldas de los dos hombres de la Cofradía.

—Incluso vuestra Decidora de Verdad Bene Gesserit está temblando —dijo Paul—. Hay otros venenos que la Reverenda Madre puede usar para sus trucos, pero después de haberse servido del licor de especia, los otros venenos quedan sin efecto. La anciana estrujó sus negras ropas a su alrededor, y avanzo hasta detenerse tras la barrera de lanzas.

—Reverenda Madre Gaius Helen Mohiam —dijo Paul—. Ha pasado mucho tiempo desde Caladan, ¿no es cierto?

Ella fulguró con una mirada a su madre.

—Bien, Jessica —dijo—, veo que tu hijo es aquel a quien buscábamos. Sólo por esto puede serte perdonada esa abominación que es tu hija.

Paul dominó su fría y cortante cólera.

—¡No tienes ningún derecho ni razón para perdonarle nada a mi madre! —dijo. La anciana cruzó sus ojos con los de él.

—Prueba tus trucos conmigo, vieja bruja —dijo Paul—. ¿Dónde está tu gom jabbar?

¡Intenta mirar a ese lugar donde no te atreves a poner tus ojos! ¡Allí te estaré esperando!

La anciana bajó su mirada.

—¿No tienes nada que decir? —preguntó Paul.

—Te di la bienvenida entre los seres humanos —murmuró ella—. No mancilles esto. Paul alzó la voz:

—¡Observadla, camaradas! Esa es una Reverenda Madre Bene Gesserit, el más paciente de los seres al servicio de la más paciente de las causas. Ha estado aguardando con sus hermanas por más de noventa generaciones a que se produjera la exacta combinación de genes y medio ambiente necesaria para producir la persona que sus planes exigían. ¡Observadla! Ahora sabe que las noventa generaciones han producido esa persona. Aquí estoy… ¡pero… nunca… obedeceré… sus… órdenes!

—¡Jessica! —aulló la Reverenda Madre—. ¡Hazle callar!

—Hacedle callar vos misma —dijo Jessica.

Paul miró a la anciana.

—Por la parte que has tenido en todo esto, te haría estrangular con gusto —dijo—. ¡Y no podrías impedírmelo! —restalló, mientras ella se erguía furiosa—. Pero pienso que el mejor castigo es dejarte vivir hasta el fin de tus días sin que nunca puedas tocarme o doblegarme a uno solo de tus deseos.

—Jessica, ¿qué has hecho? —exigió la anciana.

—Tan sólo te concederé una cosa —dijo Paul—. Has visto parte de lo que necesita la raza, pero cuán pobre es tu visión. ¡Creéis controlar la evolución humana con algunos pocos acoplamientos dirigidos según vuestros planes! Qué poco comprendéis que…

—¡No debes hablar de esas cosas! —sibiló la anciana.

—¡Silencio! —gruñó Paul. Y la palabra pareció adquirir consistencia mientras se contorsionaba en el aire bajo el control de Paul.

La anciana retrocedió, tambaleándose hasta caer en brazos de los que tenía a sus espaldas, mortalmente pálida ante aquel poder que había golpeado su mente.

—Jessica —susurró—. Jessica.

—Te recuerdo tu gom jabbar —dijo Paul—. Tú recuerda el mío. ¡Puedo matarte con una sola palabra!

Los Fremen alrededor de la estancia se intercambiaron miradas. ¿Acaso la leyenda no decía: «Y sus palabras acarrearán la muerte eterna a quienes se opongan a su justicia»?

Paul dirigió su atención hacia la Princesa Real, inmóvil junto a su padre el Emperador. Dijo, con sus ojos fijos en ella:

—Majestad, ambos conocemos la única salida a nuestras dificultades. El Emperador miró a su hija, luego a Paul.

—¿Cómo te atreves? ¡Tú! Un aventurero sin familia, un don nadie de…

—Vos mismo habéis admitido quien soy —dijo Paul—. Consanguíneo real, habéis dicho. Terminad con esa comedia.

—Yo soy tu rey —dijo el Emperador.

Paul observó a los hombres de la Cofradía, inmóviles ahora junto al equipo de comunicaciones, mirándole. Uno de ellos asintió.

—Podría obligaros —dijo Paul.

—¡No te atreverías! —rechinó el Emperador.

Paul se limitó a observarle.

La Princesa Real puso una mano en el brazo de su padre.

—Padre —dijo, y su voz era suave y tranquilizadora.

—No emplees tus trucos conmigo —dijo el Emperador. La miró—. No necesitas hacerlo, hija. Tenemos otros recursos que…

—Pero este hombre es digno de ser tu hijo —dijo ella. La vieja Reverenda Madre, recuperaba su compostura, avanzó hacia el Emperador y le susurró algo al oído.

—Está defendiendo tu casa —dijo Jessica.

Paul seguía mirando a la rubia Princesa. Inclinándose hacia su madre, dijo en voz baja:

—Esa es Irulan, la mayor, ¿no?

—Sí.

Chani se situó al otro lado de Paul.

—¿Quiere que me retire, Muad’Dib? —dijo. El la miró.

—¿Retirarte? Tú nunca te apartarás de mi lado.

—No existe nada entre nosotros que nos ate —dijo Chani. Paul la siguió mirando en silencio por un momento.

—Usa tan sólo el lenguaje de la verdad conmigo, mi Sihaya —dijo luego. Chani fue a responder, pero Paul apoyó un dedo en sus labios—. El lazo que nos une nunca podrá ser desatado. Ahora, observa atentamente lo que ocurra aquí, porque luego quiero volver a ver esta sala a los ojos de tu sabiduría.

El Emperador y su Decidora de Verdad estaban discutiendo en voz baja, enérgicamente.

Paul se volvió hacia su madre.

—Ella le está recordando que su parte del acuerdo es situar a una Bene Gesserit en el trono, y que Irulan es la que está preparada para ello.

—¿Ese era su plan? —dijo Jessica.

—¿Acaso no es obvio? —preguntó Paul.

—¡Sé ver los signos! —exclamó Jessica—. Mi pregunta tan sólo quería recordarte que no intentes enseñarme lo que te he inculcado yo misma.

Paul la miró, captando una gélida sonrisa en sus labios.

Gurney Halleck se inclinó entre ellos.

—Te recuerdo, mi Señor —dijo—, que hay un Harkonnen entre ese montón de bastardos —señaló con la cabeza a Feyd -Rautha, apoyado en la barrera de lanzas a su izquierda—. Ese de ojos esquivos, a la izquierda. Tiene el rostro más diabólico que haya visto en mi vida. Me prometiste una vez que…

—Gracias, Gurney —dijo Paul.

—Es el na-Barón… el Barón, ahora que el viejo ha muerto —dijo Gurney—. Irá muy bien para lo que yo in…

—¿Puedes vencerle, Gurney?

—¡Mi Señor bromea!

—Esa discusión entre el Emperador y su bruja ya ha durado demasiado, ¿no crees, madre?

Jessica asintió.

—Realmente.

Paul a lzó su voz, dirigiéndose al Emperador.

—Majestad, ¿hay algún Harkonnen con vos?

El modo como el Emperador se volvió a mirar a Paul revelaba un real desdén.

—Creía que mi séquito estaba bajo la protección de tu palabra ducal —dijo.

—Mi pregunta era tan sólo a título informativo —dijo Paul—. Tan sólo quería saber si algún Harkonnen forma parte oficialmente de vuestro séquito, o se ha escondido en él por pura cobardía.

El Emperador sonrió calculadoramente.

—Quien quiera que haya sido aceptado entre quienes me rodean forma parte de mi séquito.

—Vos tenéis la palabra de un Duque —dijo Paul—, pero Muad’Dib es otra cosa. Puede que él no reconozca vuestra definición de lo que constituye un séquito. Mi amigo Gurney Halleck siente deseos de matar a un Harkonnen. Si él…

—¡Kanly! —gritó Feyd-Rautha. Intentó apartar la barrera de lanzas—. Tu padre invocó esta venganza, Atreides. ¡Me llamas cobarde mientras te escondes entre tus mujeres y envías a un lacayo contra mí!

La vieja Decidora de Verdad susurró algo al oído del Emperador, pero este la rechazó.

—Kanly, ¿no? —dijo—. Hay unas reglas muy estrictas para el kanly.

—Paul, pon fin a todo esto —dijo Jessica.

Autore(a)s: