Dune (Crónicas de Dune, #1) – Frank Herbert

Alia se apretó contra su madre, abrió sus ojos y estudió a Harah.

—Os he observado cuando estáis juntas —dijo Harah—, la forma en que os tocáis. Alia es como parte de mi propia carne porque es la hermana de un hombre que es como un hermano para mí. La he velado y custodiado desde que era una recién nacida, desde los días de la razzia, cuando vinimos huyendo hasta aquí. Sé muchas cosas acerca de ella. Jessica asintió, notando que la agitación de Alia crecía a su lado.

—Sabes lo que quiero decir —dijo Harah—. La forma en que siempre ha sabido lo que íbamos a decir. ¿Se ha visto alguna vez un niño que lo supiera ya todo acerca de la disciplina del agua? ¿Qué otro niño hubiera dicho como primeras palabras: Te quiero, Harah? —Miró a Alia—. ¿Por qué crees que he aceptado sus insultos? Sé que no hay malicia en ellos.

Alia alzó la mirada hacia su madre.

—Sí, tengo poderosas razones, Reverenda Madre —dijo Harah—. Hubiera podido ser una sayyadina. He visto lo que he visto.

—Harah… —Jessica alzó los hombros—. No sé qué decirte —y se sintió sorprendida, porque aquello era literalmente cierto. Alia se levantó, cuadrando sus hombros. Jessica notó que había desaparecido el sentimiento de espera, y que ahora flotaba en ella una emoción hecha de decisión y tristeza.

—Nos hemos equivocado —dijo Alia—. Ahora necesitamos a Harah.

—Fue durante la ceremonia de la semilla —dijo Harah—, cuando tú cambiaste el Agua de Vida, Reverenda Madre, cuando Alia, aún no nacida, estaba dentro de ti.

¿Necesitamos a Harah?, se preguntó Jessica.

—¿Quién más puede hablarle a la gente y hacer que empiecen a comprenderme? —dijo Alia.

—¿Qué es lo que quieres que haga? —preguntó Jessica.

—Ella ya lo sabe —dijo Alia.

—Les diré la verdad —dijo Harah. Su rostro pareció repentinamente viejo y triste, con su piel olivácea surcada de arrugas, su perfil parecido al de una bruja—. Les diré a todos que Alia fingía ser una niña, que nunca ha sido niña.

Alia agitó la cabeza. Las lágrimas corrían por sus mejillas, y Jessica captó la oleada de tristeza que emanaba de su hija con una fuerza extraordinaria.

—Sé que soy un monstruo —susurró Alia. Esta afirmación de adulto surgiendo de la boca de un niño fue como una amarga confirmación.

—¡Tú no eres un monstruo! —cortó secamente Harah—. ¿Quién ha dicho que eres un monstruo?

Jessica se sintió nuevamente maravillada por la nota de salvaje protección en la voz de Harah. Se dio cuenta de que el juicio de su hija era cierto: necesitaban a Harah. La tribu comprendería a Harah, tanto sus palabras como sus emociones, porque era evidente que quería a Alia como si fuera su propia hija.

—¿Quién lo ha dicho? —repitió Harah.

—Nadie.

Alia usó una esquina del aba de Jessica para secar las lágrimas de su rostro. Luego alisó la ropa que había mojado y arrugado.

—Entonces, no lo digas —ordenó Harah.

—Sí, Harah.

—Ahora —dijo Harah—, cuéntame qué pasó para que pueda describírselo a los demás. Dime qué es lo que te ocurrió.

Alia tragó saliva y miró a su madre.

Jessica asintió.

—Un día desperté —dijo Alia—. Tenía la impresión de haber dormido, pero no recordaba nada. Estaba en un lugar cálido y oscuro. Y tenía miedo. Escuchando la voz balbuceante de su hija, Jessica recordó aquel día en la gran caverna.

—Como tenía miedo —dijo Alia—, quise escapar, pero no había ninguna salida. Entonces vi un destello… pero no lo vi exactamente. El destello estaba allí conmigo, y percibía sus emociones… me confortaba, me calmaba, me decía que todo iría bien. Era mi madre.

Harah se frotó los ojos y sonrió a Alia tranquilizadoramente. Había aún una luz salvaje en los ojos de la Fremen, como si estos escucharan también intensamente las palabras de Alia.

Y Jessica pensó: ¿Cómo podemos saber realmente el pensamiento de los demás… sus experiencias y adiestramiento y antepasados irrepetibles?

—Entonces, cuando me sentí finalmente segura y tranquila —dijo Alia—, hubo otro destello con nosotras… y todo ocurrió en un solo instante. El tercer destello era la vieja Reverenda Madre. Estaba… cambiando su vida con mi madre… completamente… y yo estaba con ellas, viéndolo todo… absolutamente todo. Y después todo terminó, y yo fui ellas y todas las demás y yo misma… pero necesité mucho tiempo para encontrarme a mí misma y ser de nuevo yo entre todas las demás. Había tantas.

—Fue algo cruel —dijo Jessica—. Nadie debería despertar a la consciencia de este modo. Es sorprendente que tú consiguieras aceptar todo lo que te sucedió.

—¡No podía hacer otra cosa! —dijo Alia—. No sabía cómo rechazar todo aquello o esconder mi consciencia… o aislarme… y todo ocurrió así… todo…

—Nosotros no lo sabíamos —murmuró Harah—. Cuando dimos a tu madre el Agua para que la transformase, no sabíamos que tú existieras dentro de ella.

—No te entristezcas por esto, Harah —dijo Alia—. Yo tampoco me entristezco por mí misma. Después de todo, hay razones para sentirme feliz por ello: soy una Reverenda Madre. La tribu tiene dos Rev…

Se interrumpió, inclinando la cabeza para escuchar.

Harah miró sorprendida a Alia, y luego volvió su atención al rostro de Jessica.

—¿No lo habías sospechado? —preguntó Jessica.

—Chissst —dijo Alia.

Un distante canto rítmico llegó hasta ellas a través de los cortinajes que las separaban de los corredores del sietch. Creció de volumen, haciéndose más distinto ahora:

—¡Ya! ¡Ya! ¡Yawm! ¡Ya! ¡Ya! ¡Yawm! ¡Muzein, wallah! ¡Ya! ¡Ya! ¡Yawm! ¡Mu zein, wallah!

Los que cantaban pasaron frente a su entrada, y sus voces resonaron en sus apartamentos. Lentamente, el canto se alejó.

Cuando el sonido decreció lo suficiente, Jessica inició el ritual, con la tristeza resonando en su voz.

—Era Ramadhan y abril en Bela Tegeuse.

—Mi familia estaba sentada en el patio —dijo Harah—, en el aire impregnado por la humedad del surtidor de la fuente. Había un árbol de portyguls, redondo y tupido, allí cerca. Había un frutero con mish mish y baklawa, y copas de liban… todo ello cosas deliciosas. Y la paz reinaba en nuestros jardines y en nuestros animales… paz en toda la tierra.

—La vida estaba llena de alegría hasta que llegaron los incursores —dijo Alia.

—Nuestra sangre se heló ante los gritos de nuestros amigos —dijo Jessica. Y sintió afluir los recuerdos de todos los pasados que había en ella.

—La, la, la, gritaban las mujeres —dijo Harah.

—Los incursores surgieron del mushtamal, blandiendo contra nosotras sus cuchillos rojos por la sangre de nuestros hombres —dijo Jessica.

El silencio cayó sobre ellas y sobre todo el sietch, mientras en todos los apartamentos las mujeres recordaban y renovaban su dolor.

Luego, Harah pronunció las últimas palabras del ritual, con una dureza que Jessica nunca había oído en ella.

—¡Nunca perdonar! ¡Nunca olvidar! —dijo Harah.

En el penoso silencio que siguió a estas palabras, oyeron el rumor de gente y el roce de numerosas ropas. Jessica notó la presencia de alguien tras los cortinajes que cerraba la entrada de su estancia.

—¿Reverenda Madre?

Era una voz de mujer, y Jessica la reconoció: la voz de Tharthar, una de las mujeres de Stilgar.

—¿Qué ocurre, Tharthar?

—Problemas, Reverenda Madre.

Jessica sintió que algo le aferraba el corazón, un repentino miedo por Paul.

—Paul… —jadeó.

Tharthar apartó los cortinajes y penetró en la estancia. Jessica entrevió gente apiñándose en la estancia exterior antes de que las cortinas se cerraran. Miró a Tharthar… una mujer pequeña y de piel oscura envuelta en ropas negras bordadas en rojo, sus ojos enteramente azules fijos en Jessica, las aletas de su nariz dilatadas por el constante uso de los tampones.

—¿Qué ocurre? —preguntó Jessica.

—Han llegado noticias de la arena —dijo Tharthar—. Usul afrontará al hacedor para su prueba… hoy. Los jóvenes dicen que no puede fallar, que al caer la noche será caballero de la arena. Los jóvenes se están agrupando para una razzia. Quieren hacer su incursión al norte, y allí encontrarse con Usul. Dicen que entonces lanzarán el grito. Dicen que obligarán a Usul a que desafíe a Stilgar y asuma el mando de la tribu. Recoger el agua, sembrar las dunas, transformar el planeta lenta pero seguramente… ya no es suficiente, pensó Jessica. Las pequeñas incursiones, las incursiones seguras… ya no son suficientes ahora que Paul y yo los hemos adiestrado. Sienten su fuerza. Quieren combatir.

Tharthar se apoyaba ahora en un pie, ahora en el otro, carraspeando. Sabemos que hay que esperar prudentemente, pensó Jessica, pero hay en nosotros ese núcleo de frustración. Sabemos el daño que puede derivarse de una espera demasiado prolongada. Si esperamos demasiado, corremos el riesgo de olvidar nuestra meta.

—Nuestros jóvenes dicen que si Usul no desafía a Stilgar, es que tiene miedo —dijo Tharthar.

Bajó la mirada.

—Entonces, es así —murmuró Jessica. Y pensó: Lo vi venir. También Stilgar. Tharthar se aclaró una vez más la garganta.

—Incluso mi hermano, Shoab, dice esto —murmuró—. No dejarán a Usul ninguna elección.

Entonces ha llegado el momento, pensó Jessica. Y Paul deberá arreglárselas por sí mismo. La Reverenda Madre no puede verse envuelta en la sucesión. Alia retiró sus manos de las de su madre y dijo:

—Yo iré con Tharthar y escucharé lo que dicen los jóvenes. Quizá haya un medio. Los ojos de Jessica se encontraron con los de Tharthar.

—Ve entonces —le dijo a Alia—. E infórmate de todo apenas puedas.

—No quiero que ocurra esto, Reverenda Madre —dijo Tharthar.

—Yo tampoco lo quiero —admitió Jessica—. La tribu necesita todas sus fuerzas —observó a Harah—. ¿Irás con ellos?

Fue Harah quien respondió a la informulada pregunta:

—Tharthar no hará nada contra Alia. Sabe que muy pronto seremos esposas las dos, ella y yo, compartiendo al mismo hombre. Hemos hablado, Tharthar y yo. —Harah miró primero a Tharthar, luego a Jessica—. Hay un acuerdo entre nosotras. Tharthar tendió una mano a Alia.

—Debemos apresurarnos —dijo—. Los jóvenes están partiendo.

Salieron apresuradamente a través de los cortinajes, la mano de la niña apretada en la pequeña mano de la mujer, pero parecía ser la niña la que guiaba la marcha.

—Si Paul-Muad’Dib vence a Stilgar, esto no ayudará a la tribu —dijo Harah—. Este era el método por el que se sucedían los jefes antes, pero los tiempos han cambiado.

—Los tiempos han cambiado también para ti —dijo Jessica.

—No puedes creer que yo dude acerca del resultado de este combate —dijo Harah—. Usul sólo puede vencer.

—Eso es lo que quería decir —dijo Jessica.

—Y crees que mis sentimientos personales entran en mi juicio —dijo Harah. Agitó la cabeza, haciendo tintinear los anillos de agua en torno a su cuello—. Cómo te equivocas.

¿Acaso piensas que me siento ofendida por no haber sido la escogida de Usul, que estoy celosa de Chani?

—Cada cual hace su propia elección —dijo Jessica.

—Siento piedad por Chani —dijo Harah.

Jessica se envaró.

—¿Qué quieres decir?

—Sé lo que piensas de Chani —dijo Harah—. Piensas que no es la mujer adecuada para tu hijo.

Jessica se relajó, recostándose en los almohadones.

—Quizá.

—Podrías tener razón —dijo Harah—. Y si esto fuera cierto, podrías encontrar un sorprendente aliado… la propia Chani. Ella sólo desea lo mejor para El. Jessica sintió un repentino nudo en la garganta.

—Chani me es muy querida —dijo—. No podría…

—Tus alfombras están muy sucias —dijo Harah. Paseó su mirada por el suelo, evitando los ojos de Jessica—. Hay tanta gente que viene aquí. Deberías hacerlas limpiar más a menudo.

CAPÍTULO XLII

No se puede evitar la influencia de la política en el seno de una religión ortodoxa. Esta lucha por el poder impregna el adiestramiento, la educación y la disciplina de una comunidad ortodoxa. A causa de esta presión, los jefes de una tal comunidad deben afrontar inevitablemente este último dilema interior: sucumbir al más completo oportunismo como precio para mantener su poder, o arriesgarse al sacrificio de sí mismos en nombre de la ética ortodoxa.

De «Muad’Dib: Las consecuencias religiosas», por la Princesa Irulan.

Inmóvil en la arena, Paul observaba la línea de aproximación del gigantesco hacedor. No debo esperar como un contrabandista… impaciente y tembloroso, se dijo. Debo formar parte del desierto.

El ser estaba ahora a pocos minutos de distancia, llenando la mañana con el ruidoso crepitar de su avance. Sus enormes dientes, en la redonda caverna que era su boca, se destacaban como grandes flores. El olor a especia que emanaba de su cuerpo dominaba el aire.

Autore(a)s: