Dune (Crónicas de Dune, #1) – Frank Herbert

Paul buscó palabras para responder, pero no encontró ninguna. Jamás había visto a su padre tan abatido.

—Para conservar Arrakis —dijo el Duque—, uno ha de enfrentarse con decisiones que pueden costar el respeto hacia uno mismo. —Señaló fuera de la ventana, hacia el estandarte verde y negro de los Atreides que colgaba fláccidamente de un mástil, al borde del campo de aterrizaje—. Esta honorable bandera puede que algún día simbolice muchas cosas malditas.

Paul tenía la garganta seca. Las palabras de su padre le parecían fútiles, llenas de un fatalismo que causaba en el muchacho una sensación de vacío en el pecho. El Duque tomó una tableta antifatiga de un bolsillo y la tragó sin ayuda de ningún líquido.

—Poder y miedo —dijo—. Los instrumentos de gobierno. Daré órdenes de que se intensifique tu entrenamiento para la guerrilla. Ese filmclip… te llaman «Mahdi»… «Lisan al-Gaib»… como último recurso, podrías utilizar incluso esto. Paul miró fijamente a su padre, observando que sus hombros se erguían a medida que la tableta iba haciendo efecto, pero recordando las palabras de duda y temor que acababa de oír.

—¿Qué es lo que retiene al ecólogo? —murmuró el Duque—. Le he dicho a Thufir que quería verle lo más pronto posible.

CAPÍTULO XV

Mi padre, el Emperador Padishah, me tomó un día por la mano y sentí, gracias a las enseñanzas de mi madre, que estaba turbado. Me condujo a la Sala de Retratos, hasta el egosímil del Duque Leto Atreides. Observé el enorme parecido entre ellos -entre mi padre y aquel hombre del retrato-, ambos con idéntico rostro delgado y elegante, dominado por los mismos gélidos ojos. «Hija-princesa —dijo mi padre—, me hubiera gustado que hubieses tenido más edad cuando llegó para este hombre el momento de elegir una mujer». Mi padre tenía 71 años en aquel tiempo, y no se veía más viejo que el hombre del retrato. Yo tenía tan sólo 14 anos, y aún recuerdo haber deducido en aquel instante que mi padre había deseado en secreto que el Duque fuera su hijo, y que odiaba las necesidades políticas que les convertían en enemigos.

«En la casa de mi padre», por la Princesa Irulan.

El primer encuentro con la gente a la que se le había ordenado traicionar alteró al doctor Kynes. Se vanagloriaba de ser un científico, para el cual las leyendas eran tan sólo otros tantos interesantes indicios que revelaban las raíces de una cultura. Y sin embargo, aquel muchacho personificaba la antigua profecía con gran precisión. Tenía «los ojos inquisitivos» y e l aire de «reservado candor».

De acuerdo, la profecía no precisaba si la Diosa Madre llegaría con el Mesías o Le introduciría en escena cuando llegara el momento. Pero resultaba extraña aquella correspondencia entre las personas y la profecía.

El encuentro tuvo lugar a media mañana, fuera del edificio administrativo del campo de aterrizaje de Arrakeen. Un ornitóptero sin distintivo estaba posado en tierra, cerca de allí, y zumbaba débilmente, listo para iniciar su vuelo como un pájaro soñoliento. Un guardia Atreides estaba a su lado, con la espada desenvainada, circundado por la ligera distorsión del aire producida por su escudo.

Kynes sonrió furtivamente y pensó: ¡Ahí les reserva Arrakis una enorme sorpresa!

El planetólogo levantó una mano, indicando a sus guardias Fremen que se mantuvieran alejados. Siguió avanzando a largos pasos en dirección a la entrada del edificio, un agujero negro en la roca revestida de plástico. Era tan vulnerable aquel edificio monolítico, pensó. Mucho más indefenso que una caverna.

Un movimiento en la entrada atrajo su atención. Se detuvo, aprovechando la ocasión para ajustar su ropa y la fijación en su hombro izquierdo de su destiltraje. Las puertas de entrada se abrieron de par en par. Unos guardias Atreides surgieron rápidamente, todos ellos bien armados: aturdidores de descarga lenta, espadas y escudos. Tras ellos apareció un hombre alto, similar a un halcón, de piel y cabellos oscuros. Llevaba una capa jubba con el emblema de los Atreides bordado en el pecho, y se le notaba incómodo bajo aquella poco familiar indumentaria. La capa se pegaba a las perneras de su destiltraje por uno de los lados. Se le veía rígido, carente de agilidad y ritmo.

Al lado del hombre caminaba un joven con los mismos cabellos negros pero con el rostro más redondeado. Parecía un poco pequeño para los quince años que Kynes sabía que tenía. Pero el joven cuerpo emanaba un sentido de mando, una seguridad en el porte, como si tuviera el poder de distinguir y reconocer a su alrededor muchas cosas que eran invisibles para los demás. Llevaba el mismo tipo de capa que su padre, aunque con una casual naturalidad que hacía pensar que la había llevado durante mucho tiempo.

«El Mahdi conocerá cosas que los demás no sabrán ver», rezaba la profecía. Kynes agitó la cabeza, diciéndose a si mismo: Tan sólo son hombres. Junto a ellos dos, vestido también para el desierto, había alguien más a quien Kynes reconoció: Gurney Halleck. Kynes respiró profundamente para calmar su resentimiento hacia Halleck, que le había instruido acerca de cómo debía comportarse con el Duque y el heredero ducal.

«Deberéis llamar al Duque «Señor» o «mi Señor». «Noble Nacido» también es correcto, pero usualmente está reservado a ocasiones más formales. El hijo debe ser llamado «joven amo» o «mi Señor». El duque es un hombre muy indulgente pero no tolera la menor familiaridad.»

Y Kynes pensó, mientras observaba cómo el grupo se acercaba: Pronto aprenderán quién es el verdadero dueño en Arrakis. ¿Han ordenado a aquel Mentat que me interrogue durante más de la mitad de la noche? ¿Esperan de mí que les guíe a inspeccionar una explotación de especia? ¿Realmente?

La importancia de las preguntas de Hawat no se le había escapado a Kynes. Querían las bases Imperiales. Era obvio que habían sido informados por Idaho acerca de las mismas.

Ordenaré a Stilgar que envíe la cabeza de Idaho a su Duque, se dijo a sí mismo Kynes. El grupo ducal estaba ya a pocos pasos de él, con sus botas haciendo crujir la arena bajo sus pasos.

Kynes se inclinó.

—Mi Señor, Duque.

Mientras se acercaban a la solitaria figura de pie junto al ornitóptero, Leto no había dejado de estudiarla: alta, delgada, revestida con las amplias ropas del desierto, destiltraje y botas bajas. El hombre había echado hacia atrás la capucha, y su velo colgaba a un lado, revelando unos largos cabellos color arena y una corta barba. Sus ojos eran inescrutables bajo sus espesas cejas, azul sobre azul. Rastros de manchas negras marcaban aún sus párpados.

—Sois el ecólogo —dijo el Duque.

—Aquí preferimos el antiguo titulo, mi Señor —dijo Kynes—. Planetólogo.

—Como prefiráis —dijo el Duque. Miró hacia Paul—. Hijo, este es el Arbitro del Cambio, el juez de las disputas, el hombre que tiene la misión de procurar que sean cumplidas todas las formalidades en nuestra toma de posesión sobre este feudo. —Miró de nuevo a Kynes—. Este es mi hijo.

—Mi Señor —dijo Kynes.

—¿Sois un Fremen? —preguntó Paul.

Kynes sonrió.

—Soy aceptado tanto en el sietch como en el poblado, joven amo. Pero estoy al servicio de Su Majestad: soy el Planetólogo Imperial.

Paul asintió, impresionado por la apariencia de fuerza que emanaba de aquel hombre. Halleck le había señalado a Kynes desde una de las ventanas superiores del edificio administrativo:

—Ese hombre que está parado allá, con la escolta Fremen… el que ahora se dirige hacia el ornitóptero.

Paul había examinado brevemente a Kynes con los binoculares, observando la boca delgada y recta, la frente alta. Halleck le había susurrado al oído:

—Un tipo extraño. Habla de un modo preciso: claramente, sin ambigüedades, como cortando las palabras con una navaja.

Y el Duque, tras ellos, había añadido:

—Un tipo científico.

Ahora, a pocos pasos del hombre, Paul sentía la fuerza que emanaba de Kynes, el impacto de su personalidad, como si fuera un hombre de sangre real, nacido para mandar.

—Creo que debemos daros las gracias por los destiltrajes y las capas jubba —dijo el Duque.

—Espero que os vayan bien, mi Señor —dijo Kynes—. Son obra de los Fremen, y han intentado respetar tanto como han podido las dimensiones facilitadas por vuestro hombre Halleck aquí presente.

—Según tengo entendido, habéis dicho que no podríais llevarnos hasta el desierto si no usábamos esta vestimenta —dijo el Duque—. Nosotros podemos llevar gran cantidad de agua. No tenemos intención de permanecer fuera mucho tiempo, y además tendremos una cobertura aérea… la escolta que estáis viendo en estos momentos encima de nosotros. Es poco probable que nos veamos obligados a aterrizar. Kynes le miró fijamente, estudiando la carne rica en agua de aquel hombre. Habló fríamente.

—Nunca habléis de probabilidades en Arrakis. Hablad tan sólo de posibilidades. Halleck se tenso.

—¡Dirigios al Duque como mi Señor!

Leto le hizo su gesto personal indicándole que se callara, y dijo:

—Somos nuevos aquí, Gurne y. Debemos hacer concesiones.

—Como deseéis, Señor.

—Os quedamos muy reconocidos, doctor Kynes —dijo Leto—. Esos trajes y vuestra consideración acerca de nuestra seguridad no serán olvidados. Impulsivamente, Paul citó un párrafo de la Biblia Católica Naranja:

—«El regalo es la bendición de quien lo hace» —dijo.

Las palabras resonaron fuertemente en el quieto aire. Los Fremen que Kynes había dejado a la sombra del edificio administrativo se pusieron de pie y murmuraron excitados. Uno de ellos dijo en voz alta:

—¡Lisan al-Gaib!

Kynes se volvió bruscamente e hizo un gesto imperativo con la mano. Dos guardias retrocedieron, murmurando entre sí, y se cobijaron de nuevo en la sombra del edificio.

—Muy interesante —dijo Leto.

Kynes dejó resbalar su dura mirada del Duque a Paul, y dijo:

—Muchos de los nativos del desierto son supersticiosos. No les prestéis atención. No os quieren ningún mal —pero pensó en las palabras de la leyenda: «Te darán la bienvenida con las Palabras Sagradas y tus regalos serán una bendición.»

El juicio de Leto sobre Kynes, basado en parte en el breve informe verbal de Hawat (precavido y muy suspicaz), cristalizó súbitamente: el hombre era Fremen. Kynes había venido a ellos con una escolta Fremen, lo cual podía significar simplemente que los Fremen estaban sometiendo a prueba su nueva libertad de entrar en las áreas urbanas… aunque la escolta parecía más bien una guardia de honor. Y por sus maneras, Kynes parecía un hombre orgulloso, habituado a la libertad, con su lenguaje y sus modales sujetos tan sólo por su propia suspicacia. La observación de Paul había sido directa y pertinente.

Kynes se había convertido en un nativo.

—¿No deberíamos partir, Señor? —preguntó Halleck.

El Duque asintió.

—Yo pilotaré mi propio tóptero. Kynes puede sentarse delante, junto a mi, para guiarme. Tú y Paul os colocaréis en los asientos de atrás.

—Un momento, por favor —dijo Kynes—. Con vuestro permiso, Señor, debo controlar la seguridad de vuestros trajes.

El Duque fue a decir algo, pero Kynes insistió:

—Me preocupo por mi piel tanto como por la vuestra… mi Señor. Sé perfectamente qué garganta sería cercenada si os ocurriera algo mientras estáis a mi cuidado. El Duque frunció el ceño, pensando: ¡Vaya momento delicado! Si rehúso, puedo ofenderlo. Y es un hombre que puede representar un inestimable valor para mí. Y sin embargo… dejarle penetrar así mi escudo, tocar mi persona, cuando sé aun tan poco sobre él…

Los pensamientos corrían por su mente, empujados por una decisión que debía ser tomada inmediatamente.

—Estamos en vuestras manos —dijo el Duque. Dio un paso adelante y abrió su ropa, viendo a Halleck alzándose sobre la punta de sus pies, inmóvil y atento, aunque aparentemente tranquilo—. Y, si sois tan amable —prosiguió el Duque—, os agradeceré una explicación acerca de esa ropa de alguien que vive tan íntimamente con ella.

—Ciertamente —dijo Kynes. Metió la mano bajo la ropa para comprobar las fijaciones de los hombros, hablando mientras examinaba el conjunto—. Básicamente es un tejido de varias microcapas… un filtro de alta eficacia y un sistema de intercambio de calor. —Ajustó las fijaciones de los hombros—. La capa en contacto con la piel es porosa. La transpiración pasa a través, refrescando el cuerpo… un proceso normal de evaporación. Las otras dos capas… —Kynes apretó el pectoral—… contienen filamentos de intercambio de calor y precipitaciones de sal. La sal es así recuperada.

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