Dune (Crónicas de Dune, #1) – Frank Herbert

—Arrrgh —gruñó Gurney.

—¿Por qué está tan pesimista? —preguntó Stilgar.

—Siempre está pesimista antes de una batalla —dijo Paul— Es la única forma de humorismo que se permite Gurney.

Lentamente, una sonrisa lobuna se dibujó en el rostro de Gurney, y sus dientes brillaron por encima de la mentonera de su destiltraje.

—Me deprime el pensamiento de tantas pobres almas Harkonnen que vamos a enviar al más allá sin que tengan oportunidad de arrepentirse —dijo. Stilgar lanzó una risita.

—Habla como un Fedaykin —dijo.

—Gurney nació para ser un comando de la muerte —dijo Paul. Y pensó: Si, que ocupen sus mentes charlando así antes del momento de lanzarnos al ataque contra esa fuerza reunida ahí en la planicie. Lanzó otra ojeada hacia la hendidura en la pared de roca y luego volvió a mirar a Gurney, observando que el trovador-guerrero había reasumido su expresión ceñuda.

—Las preocupaciones minan las fuerzas —murmuró Paul—. Tú mismo me lo dijiste una vez, Gurney.

—Mi Duque —dijo Gurney—, mi mayor preocupación son las atómicas. Si las utilizas para abrir una brecha en la Muralla Escudo…

—Esa gente no utilizará las atómicas contra nosotros —dijo Paul—. No se atreverán… por el mismo motivo que les impide correr el riesgo de que destruyamos la fuente de la especia.

—Pero la prohibición…

—¡La prohibición! —exclamó Paul—. Es el miedo y no la prohibición lo que impide que las Grandes Casas se ataquen mutuamente a golpes de atómicas. El lenguaje de la Gran Convención es lo suficientemente claro: «El uso de atómicas contra seres humanos será penado con la destrucción planetaria». Nosotros vamos a emplearlas contra la Muralla Escudo, no contra seres humanos.

—La diferencia es sutil —dijo Gurney.

—Los leguleyos de ahí abajo se sentirán felices de admitirla —dijo Paul—. No hablemos más de ello.

Se volvió, deseando sentir en su interior la seguridad y la confianza de que había hecho ostentación.

—¿Las gentes de la ciudad? —preguntó al cabo de un momento—. ¿Están también en posición?

—Sí —murmuró Stilgar.

Paul le miró.

—¿Qué es lo que se te está comiendo?

—Nunca he confiado completamente en los hombres de la ciudad —dijo Stilgar.

—Yo también fui en mi tiempo un hombre de la ciudad —dijo Paul. Stilgar se envaró. La sangre fluyó a su rostro.

—Muad’Dib sabe que yo no quería decir…

—Sé lo que querías decir, Stil. Pero aquí no se trata de lo que tú crees acerca de un hombre, sino de lo que hace realmente este hombre. Esa gente de la ciudad tiene sangre Fremen. Sólo que aún no ha aprendido a romper sus cadenas. Somos nosotros quienes tenemos que enseñárselo.

Stilgar asintió.

—Nuestra vida nos ha acostumbrado a pensar así, Muad’Dib —dijo con voz grave—. En la Llanura Funeral es donde hemos aprendido a despreciar a los hombres de las comunidades.

Paul miró a Gurney, y observó que éste estaba estudiando a Stilgar.

—Gurney, explícale por qué la gente de la ciudad ha sido arrojada de sus casas por los Sardaukar.

—Un viejo truco, mi Duque. Han pensado que llenarnos de refugiados nos acarrearía problemas.

—Las últimas guerrillas están tan lejos en el tiempo que los poderosos han olvidado por completo cómo combatirlas —dijo Paul—. Los Sardaukar han seguido nuestro juego. Han tomado algunas mujeres de la ciudad para divertirse con ellas, y han decorado sus estandartes de batalla con las cabezas de los hombres que se han opuesto. Así han desencadenado un odio febril en gente que de otro modo hubiera considerado la inminente batalla tan sólo como un gran inconveniente… y la posibilidad de cambiar un dueño por otro. Los Sardaukar han reclutado para nosotros, Stil.

—La gente de la ciudad parece ansiosa por combatir —dijo Stilgar.

—Y su odio es fresco y limpio —dijo Paul—. Es por eso que la usaremos como tropas de asalto.

—Sus pérdidas serán tremendas —dijo Gurney.

Stilgar asintió con la cabeza.

—Conocen los riesgos —dijo Paul—. Saben que cada Sardaukar que maten será uno menos para nosotros. ¿Comprendéis? Ahora tienen una razón por la cual morir. Han descubierto que forman un pueblo. Están despertando.

Una sofocada exclamación llegó procedente del hombre que estaba al telescopio. Paul avanzó hacia la escarpadura.

—¿Qué es lo que ocurre ahí fuera? —preguntó.

—Una gran conmoción, Muad’Dib —dijo el observador—. En esa monstruosa tienda de metal. Un vehículo de superficie acaba de llegar del Borde Oeste de la Muralla, y parecía un halcón picando sobre un nido de perdices.

—Nuestros cautivos Sardaukar han llegado —dijo Paul.

—Han emplazado un escudo rodeando el terreno —dijo el observador—. Puedo ver el aire danzando hasta los límites de los almacenes de especia.

—Ahora saben contra quién van a combatir —dijo Gurney—. ¡Ahora las bestias Harkonnen deben estar inquietas y temblando ante el pensamiento de que aún hay un Atreides con vida!

Paul se dirigió al Fedaykin que estaba al telescopio.

—Vigila bien la bandera en el mástil de la nave del Emperador. Si mi estandarte es izado allí…

—No lo será —dijo Gurney.

Paul observó el fruncido ceño de Stilgar.

—Si el Emperador acepta mis reivindicaciones, lo señalará izando el estandarte de los Atreides sobre Arrakis. Entonces usaremos el segundo plan, atacando tan sólo a los Harkonnen. Los Sardaukar permanecerán aparte, dejando que terminemos de arreglar el asunto entre nosotros.

—No tengo experiencia en esas cosas de otros planetas —dijo Stilgar—. He oído hablar de ello, pero me parece improbable que…

—No se necesita experiencia para saber lo que harán —dijo Gurney.

—Están izando una nueva bandera en la nave principal —dijo el observador—. La bandera es amarilla… con un círculo negro y rojo en el centro.

—Una maniobra muy sutil —dijo Paul—. La bandera de la Compañía CHOAM.

—Es la misma bandera de las otras naves —dijo el guardia Fedaykin.

—No comprendo —dijo Stilgar.

—Una maniobra muy sutil, sí —dijo Gurney—. Si hubiesen izado la bandera de los Atreides, hubieran tenido que reconocer más tarde todo lo que esto implicaba. Hay demasiados observadores alrededor. Hubieran podido responder también con los colores de los Harkonnen… lo cual hubiera sido una abierta declaración de que estaban de su parte. Pero no… han izado los colores de la CHOAM. Así les dicen a la gente de ahí… —Gurney apuntó hacia el espacio—.. dónde están los beneficios. Les dicen que les importa poco que sea un Atreides o cualquier otro el que esté aquí.

—¿Cuánto falta aún para que la tormenta alcance la Muralla Escudo? —preguntó Paul. Stilgar se volvió y consultó a uno de los Fedaykin en la hondonada.

—Muy poco, Muad’Dib —dijo luego—. Llegará mucho antes de lo esperado. Es la tatarabuela de una tormenta… quizá mayor de lo que desearíamos.

—Es mi tormenta —dijo Paul, y vio la silenciosa expresión de respetuoso temor en los rostros de los Fedaykin—. Aunque sacudiera todo el planeta, no sería demasiado para mí.

¿Golpeará la Muralla Escudo?

—Lo suficiente como para que no se note la menor diferencia —dijo Stilgar. Un correo apareció por la cavidad que conducía al pie de la depresión.

—Los Sardaukar y las patrullas Harkonnen se están retirando, Muad’Dib —dijo.

—Suponen que la tormenta arrojará demasiada arena en la depresión como para mantener la visibilidad —dijo Stilgar—. Creen que incluso nosotros nos vamos a ver paralizados.

—Di a nuestros artilleros que tomen bien la puntería antes de que desaparezca la visibilidad —dijo Paul—. Deben partirles la nariz a cada una de aquellas naves apenas la tormenta haya destruido los escudos. —Se acercó a la pared rocosa, alzó una esquina de la cobertura de camuflaje y observó el cielo. Ya se veían las ondeantes colas de caballo de la arena arrastrada por el viento en la creciente oscuridad atmosférica. Paul volvió a colocar la cobertura—. Que nuestros hombres empiecen a descender, Stil —dijo.

—¿Tú no vienes con nosotros? —preguntó Stilgar.

—Me quedaré aún un poco con los Fedaykin —dijo Paul.

Stilgar alzó los hombros, en un gesto de entendimiento hacia Gurney, y avanzó hacia la cavidad, desapareciendo en la negrura.

—Dejo en tus manos el disparador que hará saltar la Muralla Escudo, Gurney —dijo Paul—. ¿Cuento contigo?

—Cuentas conmigo.

Paul hizo una seña a un lugarteniente Fedaykin.

—Otheym, retira las patrullas de control del área de explosión. Deben alejarse antes de que la tormenta llegue allí.

El hombre hizo una inclinación y siguió a Stilgar.

Gurney avanzó hacia la hendidura y se dirigió al hombre del telescopio.

—Vigila atentamente la pared sur. Estará completamente indefensa hasta que la hagamos saltar.

—Envía un ciélago con una señal de tiempo —ordenó Paul.

—Algunos vehículos de superficie se dirigen hacia la pared sur —dijo el hombre del telescopio—. Algunos están usando armas a proyectiles como prueba. Nuestra gente está utilizando escudos corporales como ordenaste. Los vehículos se han detenido. En el repentino silencio, Paul oyó los demonios del viento aullando en el cielo… el frente de la tormenta. La arena comenzaba a infiltrarse en la cavidad a través de los orificios de la cubierta de camuflaje. Después, un golpe de viento arrancó la cubierta y se la llevó con él.

Paul hizo una seña a sus Fedaykin para que se pusieran a cubierto y se acercó a los hombres del equipo de comunicaciones cerca de la boca del túnel. Gurney le siguió. Paul se inclinó sobre los operadores.

—Una re-tatarabuela de una tormenta, Muad’Dib —dijo uno de ellos. Paul observó el cielo cada vez más oscurecido.

—Gurney, haz que los observadores de la pared sur se retiren, dijo. Tuvo que repetir su orden para ser oído por encima del creciente ruido de la tormenta. Gurney se alejó para transmitir su orden.

Paul ajustó el filtro sobre su rostro, asegurando la capucha de su destiltraje. Gurney regresó.

Paul tocó su hombro y señaló hacia el disparador, a la entrada del túnel, tras el operador. Gurney entró en la cavidad y se detuvo allí, con una mano en el disparador y la mirada fija en Paul.

—Ningún mensaje —dijo el operador junto a Paul—. Mucha estática. Paul asintió, con sus ojos fijos en el cuadrante graduado en tiempo standard frente al operador. Luego miró a Gurney, alzó una mano, volvió su atención al cuadrante. La aguja inició su último giro.

—¡Ahora! —gritó Paul, y bajó su mano.

Gurney pulsó el disparador.

Pareció pasar todo un segundo antes de que el suelo bajo ellos comenzara a sacudirse y a temblar. El retumbante sonido se añadió al rugido de la tormenta. El observador Fedaykyn del telescopio apareció junto a Paul, con el telescopio firmemente sujeto bajo el brazo.

—¡La brecha en la Muralla Escudo está abierta, Muad’Dib! —gritó—. ¡La tormenta está sobre ellos y nuestros artilleros han abierto ya el fuego!

Paul tuvo la visión de la tormenta barriendo la depresión, mientras la carga estática de la muralla de arena destruía todos los escudos del campo enemigo a su paso.

—¡La tormenta! —gritó alguien—. ¡Debemos ponernos a cubierto, Muad’Dib!

Paul se arrancó de sus pensamientos, sintiendo los innumerables aguijones de la arena clavándose en la parte al descubierto de sus mejillas. Ya está hecho, pensó. Puso un brazo en el hombro del operador.

—¡Deja el equipo! —dijo—. Tenemos más en el túnel. —Se sintió empujado por los Fedaykin, que le rodeaban para protegerle, haciéndole entrar por la boca del túnel, hundiéndole en un brusco silencio, girando un ángulo para penetrar en una pequeña cámara iluminada por globos, con un nuevo túnel abriéndose al otro lado. Otro operador estaba sentado ante su equipo.

—Mucha estática —dijo el hombre.

Vórtices de arena llenaban el aire a su alrededor.

—¡Sellad ese túnel! —gritó Paul. Un súbito silencio se adueñó del lugar cuando su orden fue obedecida—. ¿El camino hacia la depresión sigue abierto? —preguntó Paul. Uno de los Fedaykin se alejó unos segundos, y regresó.

—La explosión ha causado un pequeño desprendimiento, pero los ingenieros dicen que el camino sigue abierto. Están quitando los estorbos con los láser.

—¡Diles que usen sus manos! —gritó Paul—. ¡Hay escudos en acción ahí!

—Van con cuidado, Muad’Dib —dijo el hombre, pero se volvió para obedecer. El operador de afuera apareció con otros hombres, acarreando su equipo.

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