Dune (Crónicas de Dune, #1) – Frank Herbert

¿Qué relación hay entre el gusano y la melange?, se preguntó así mismo. Y recordó que Liet-Kynes había hecho una velada insinuación acerca de una asociación entre el gusano y la especia.

¡Barrroooouuuum!

Fue como un violento trueno, en alguna parte a su derecha.

Y luego: ¡Barrroooouuuum!

El gusano se aplastó contra la arena y permaneció unos instantes inmóvil, con la luz destellando en sus dientes cristalinos.

¡Bum! ¡Bum! ¡Bum! ¡Bum!

¡Otro martilleador!, pensó Paul.

El ruido se repitió a su derecha.

Un estremecimiento recorrió el cuerpo del gusano. Se alejó por entre la arena. Sólo su mitad superior surgía de ella, como la cúpula de una campana, la bóveda de un túnel trazando su camino entre las dunas.

La arena crujió. La criatura se hundió más, retrayéndose, girando. Se convirtió tan sólo en una amplia curva entre las dunas, alejándose.

Paul salió de la hendidura y contempló la ola de arena que avanzaba a través del desierto, hacia el reclamo del nuevo martilleador.

Jessica acudió a su lado, escuchando: Bum… bum… bum… bum… bum… Poco después, el ruido cesó. Paul tomó el tubo de su destiltraje, aspirando una bocanada de agua reciclada. Jessica centró su atención en aquel acto, pero su mente aún inmovilizada por la fatiga y el terror estaba como vacía.

—¿Se ha ido realmente? —jadeó.

—Alguien lo ha llamado —dijo Paul—. Los Fremen.

Ella notó que sus fuerzas iban regresando.

—¡Era tan grande!

—No tan grande como el que devoró nuestro tóptero.

—¿Estás seguro de que eran los Fremen?

—Han usado un martilleador.

—¿Por qué acudirían en nuestra ayuda?

—Quizá no lo han hecho para ayudarnos. Quizá tan sólo han querido llamar al gusano.

—¿Para qué? Había una respuesta en el umbral de su consciencia, pero rehusaba surgir. En su mente hubo la visión de algo que estaba en relación con aquellas barras telescópicas llenas de garfios que había en su mochila… los «garfios de doma».

—¿Por qué llamarían a un gusano? —insistió Jessica. Un estremecimiento de miedo rozó la mente de Paul, y se obligó a apartar los ojos de su madre y fijarlos en el farallón.

—Será mejor encontrar un paso antes del día. —Señaló con el dedo—. Aquellas estacas que hemos pasado… aquí hay más.

Ella miró, siguiendo la dirección de su mano, y vio las estacas, señales rocosas corroídas por el viento, que se destacaban a la sombra de una estrecha cornisa, curvándose después en el interior de una hendidura muy por encima de ellos.

—Han marcado un camino a lo largo del farallón —dijo Paul. Aseguró la mochila en sus hombros, cruzó hasta la cornisa e inició la ascensión.

Jessica aguardó un instante, relajándose, recuperando fuerzas; luego le siguió. Comenzaron a subir, siguiendo las señales indicadoras hasta que la cornisa se redujo a un estrecho borde rocoso en la embocadura de una tenebrosa grieta. Paul inclinó la cabeza para sondear la oscuridad. Tenía consciencia de lo precario de su situación sobre el delgado borde rocoso, pero se obligó a sí mismo a ser lento y prudente. Dentro de la hendidura sólo vio tinieblas. Se extendía hacia arriba, abriéndose sobre un cielo estrellado. Tendió el oído, oyendo únicamente los sonidos esperados: el susurro de la arena cayendo, el brrr de un insecto, el ruido de las patas de algún animalillo corriendo. Tanteó la oscuridad de la hendidura con un pie, notando la roca bajo la delgada capa de granulada arena. Lentamente, giró el ángulo, haciendo señas a su madre de que le siguiera. La cogió por un pliegue de su ropa, ayudándola a llegar hasta allí. Levantaron los ojos hacia la luz de las estrellas enmarcadas por las dos paredes rocosas. Paul distinguió a su madre junto a él como una forma gris y nebulosa.

—Si al menos pudiéramos arriesgarnos a encender una luz —dijo. Paul avanzó un paso, aseguró su peso y exploró el terreno con el otro pie, encontrando un obstáculo. Alzó el pie, descubriendo un peldaño, y lo subió. Se volvió, tomó el brazo de su madre y la ayudó a avanzar tirando de su ropa.

Otro paso.

—Creo que sube hasta arriba —susurró.

Peldaños bajos y regulares, pensó Jessica. Sin duda tallados por el hombre. Siguió los imprecisos movimientos del avance de Paul, peldaño a peldaño. Las paredes rocosas se juntaron hasta casi rozarle los hombros. Los peldaños se acabaron en una estrecha garganta de unos veinte metros de ancho y fondo plano, que se abría a su vez sobre una depresión poco profunda bañada por la luz de la luna. Paul se detuvo al borde de la depresión.

—Qué maravilloso lugar —murmuró.

Jessica, desde su posición detrás de él, sólo pudo asentir en silencio mientras miraba. Pese a su fatiga, la irritación causada por los tubos y los tampones de la nariz y el confinamiento en el destiltraje, pese al miedo y al deseo casi doloroso de descansar, la belleza de aquella depresión cautivó sus sentidos obligándola a detenerse y admirarlo.

—Parece el país de las hadas —murmuró Paul.

Jessica asintió.

Ante ellos se extendía la vegetación del desierto: arbustos, cactus, matojos de hojas coriáceas… todo ello vibrando a la luz de la luna. Las paredes que circundaban la depresión eran oscuras a su izquierda, pero resplandecían como plata a su derecha.

—Debe ser un lugar Fremen —dijo Paul.

—Tiene que haber hombres aquí para que estas plantas sobrevivan —asintió ella. Abrió el tubo del bolsillo de recuperación de su destiltraje y sorbió. Un líquido caliente y ligeramente ácido penetró en su garganta, pero la refrescó. Colocó nuevamente el obturador del tubo, sintiendo el chirrido de los granos de arena. Un movimiento atrajo la atención de Paul: a su derecha y al fondo de la depresión, entre los arbustos y la hierba, había una superficie arenosa, parcialmente iluminada por la luna, donde se agitaba algo con un arriba-hop, salta, hey-hop.

—¡Ratones! —exclamó Paul.

¡Hey-hop-hop!, salían y entraban en las sombras.

Algo se abatió fulmínea y silenciosamente sobre los ratones. Se oyó un leve chillido, un batir de alas, y un pájaro gris y fantasmagórico atravesó volando la depresión con una sombra pequeña y oscura entre sus garras.

Tenemos que tener en cuenta esto, pensó Jessica.

Paul seguía observando la depresión. Inhaló, sintiendo el intenso perfume de la salvia por encima de todos los demás olores de la noche. El pájaro… era un componente normal de aquel desierto. Ahora el silencio era tan profundo que casi era posible sentir el fluir de la lechosa luz de la luna sobre los saguaro centinelas y los espinosos matojos. La luz allí era una especie de silencioso murmullo, una armonía más profunda que ninguna otra en todo aquel universo.

—Será mejor que busquemos un lugar donde montar la tienda —dijo Paul—. Mañana buscaremos a los Fremen que…

—¡La mayor parte de los intrusos lamentan encontrar a los Fremen!

Era una voz de hombre, dura e imperiosa, cuyas palabras rompieron el encanto. Venía de su derecha, por encima de ellos.

—Os ruego que no corráis, intrusos —dijo la voz, cuando Paul se volvió hacia la garganta—. Si corréis no haréis más que malgastar el agua de vuestros cuerpos.

¡Esto es lo que quieren, el agua de nuestros cuerpos!, pensó Jessica. Sus músculos olvidaron toda fatiga, tensándose al máximo, sin traicionar aquel cambio en su actitud externa. Localizó el punto de donde venía la voz, pensando: ¡Tan sigilosos!

No les he oído llegar. Y se dio cuenta de que el propietario de aquella voz se había acercado produciendo tan sólo los ruidos naturales del desierto. Otra voz llamó desde el borde de la depresión, a su izquierda:

—Apresúrate, Stil. Toma su agua y sigamos nuestro camino. Tenemos poco tiempo hasta el alba.

Paul, menos condicionado que su madre a reaccionar, lamentó haberse asustado e intentado escapar, puesto que aquel instante de pánico había ofuscado sus facultades. Se obligó a obedecer sus enseñanzas: relajarse, luego fingir que estaba relajado y tensar todos sus músculos, dispuestos a saltar como un muelle en cualquier dirección. Sin embargo, se sentía aún al borde del miedo, y reconoció su origen. Aquel era un tiempo ciego, un futuro que no había visto… y estaban a merced de dos Fremen salvajes cuyo único interés era el agua que contenían sus dos cuerpos desprovistos de escudo.

CAPÍTULO XXX

Esta adaptación religiosa de los Fremen es, pues, la fuente de lo que ahora reconocemos como «Los Pilares del Universo», de los cuales los Qizara Tafwid son los representantes entre nosotros, con los signos y las pruebas y las profecías. Ellos nos aportan esta fusión mística arrakena cuya profunda belleza está tipificada por la conmovedora música compuesta sobre antiguas formas, pero marcada por este nuevo despertar. ¿Quién no ha oído, sin sentirse profundamente conmovido, el «Himno al Hombre Viejo»?:
Mis pies han hollado un desierto
Habitado por ondeantes espejismos.
Voraz de gloria, ávido de peligro,
He recorrido los horizontes de al-Kulab,
Viendo al tiempo nivelar las montañas
En su búsqueda y en su hambre de mi.
Y he visto los gorriones acercarse rápidos,
Tan osados como un lobo al ataque.
Se han dispersado por el árbol de mi juventud.
He oído su multitud en mis ramas.
¡Y he conocido sus picos y sus garras!

De «El despertar de Arrakis», por la Princesa Irulan.

El hombre se arrastró sobre la cresta de una duna. Era apenas una mota que se confundía con la arena en el resplandor del sol de mediodía. Iba vestido tan sólo con los restos de una capa jubba, su carne desnuda mordida por las ardientes ráfagas. La capucha había sido arrancada de la capa, pero el hombre se había confeccionado con un jirón de ésta un turbante. Mechones de cabellos color arena surgían por debajo de él, conjuntándose con su enredada barba y sus gruesas cejas. Bajo sus ojos totalmente azules, restos de una mancha oscura ensombrecían sus mejillas. Un aplastamiento en su bigote y su barba revelaban el lugar donde había estado un tubo de destiltraje yendo de su nariz a sus bolsillos de recuperación.

El hombre se detuvo en la cima de la duna, con los brazos extendidos hacia la otra vertiente. La sangre se había coagulado en su espalda, brazos y piernas. Costras de arena amarillo grisácea se habían formado sobre sus heridas. Lentamente, colocó sus manos debajo de él, se empujó hacia arriba, y consiguió ponerse vacilantemente en pie. Aunque extenuado, sus movimientos conservaban todavía una cierta precisión.

—Soy Liet-Kynes —dijo, hablando para sí mismo y dirigiéndose al vacío horizonte, con su voz convertida en una ronca caricatura de su antigua fuerza—, soy el Planetólogo de su Majestad Imperial —jadeó—, el ecólogo planetario de Arrakis. El servidor de este lugar. Se tambaleó, cayó sobre el lado de la duna expuesto al viento. Sus manos excavaron débilmente la arena.

Soy el servidor de esta arena, pensó.

Se daba cuenta de que estaba en el umbral del delirio, de que tenía que hundirse en la arena, meterse en ella hasta encontrar un estrato profundo relativamente más frío y enterrar su cuerpo. Pero notó el olor dulzón, rancio, de una bolsa de preespecia en algún punto bajo la arena. Conocía el peligro que aquello representaba, lo conocía mejor que cualquier otro Fremen. Si el olor de la bolsa llegaba hasta él, esto significaba que los gases, en las profundidades de la arena, habían alcanzado una presión muy próxima a la explosión. Debía alejarse rápidamente.

Sus manos se engarfiaron en la arena, intentando arrastrarse a lo largo de la superficie de la duna.

Un pensamiento se formó en su mente… claro, preciso: La riqueza real de un planeta está en sus paisajes, en el papel que jugamos nosotros en esta fuente primordial de civilización… la agricultura.

Y pensó en lo extraño que resultaba que la mente, fijada largo tiempo en una única dirección, fuera incapaz de cambiar ésta. Los Harkonnen le habían abandonado allí sin agua ni destiltraje, pensando que un gusano se encargaría de él, sino lo hacía el desierto. Habían encontrado divertido dejarle vivo allí, para que muriera lentamente en las impersonales manos de su planeta.

Los Harkonnen siempre han encontrado difícil matar a los Fremen, pensó. No morimos fácilmente. En este momento yo debería estar muerto… lo estaré muy pronto… pero no puedo impedir ser aún un ecólogo…

—La más alta función de la ecología es la comprensión de las consecuencias. La voz le hizo estremecer, porque pertenecía a alguien que estaba muerto. Era la voz de su padre, que había sido planetólogo allí antes que él… su padre, muerto hacía mucho, en el hundimiento de la depresión de Yeso.

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