Dune (Crónicas de Dune, #1) – Frank Herbert

Kynes inspiró profundamente.

—El deseo del Duque es que el premio sea repartido entre todo el equipo.

¿Comprendido? Cambio.

—Comprendido y gracias —dijo el altoparlante.

—He olvidado mencionaros —dijo el Duque— que Gurney tiene también un gran talento para las relaciones públicas.

Kynes dirigió a Halleck una perpleja mirada.

—Esto servirá para que los hombres sepan que su Duque se preocupa por su seguridad —dijo Halleck—. Correrá la voz. Era una frecuencia usada tan sólo en la zona de trabajo… no es probable que los agentes Harkonnen hayan podido oírnos. —Alzó los ojos hacia su cobertura aérea—. Y formamos una fuerza considerable. Valía la pena arriesgarse.

El Duque inclinó el aparato hacia la nube de arena escupida por el tractor factoría.

—¿Qué es lo que ocurre ahora?

—Hay un ala de acarreo por algún lugar cerca de aquí —dijo Kynes—. Acudirá y se llevará el tractor.

—¿Y si el ala se averiase? —preguntó Halleck.

—Algún equipo se pierde —dijo Kynes—. Acercaos un poco por encima del tractor, mi Señor; encontraréis el espectáculo interesante.

El Duque frunció el ceño, dominando fuertemente los controles mientras entraban en la zona de turbulencia sobre el tractor.

Paul miró hacia abajo, viendo la arena que seguía siendo expulsada por aquel monstruo de metal y plástico a sus pies. Tenía la apariencia de un enorme coleóptero azul y marrón cuyas múltiples patas se agitaban mecánicamente a su alrededor. Vio una gigantesca trompa en la parte anterior, hundiéndose en la oscura arena.

—Un terreno rico en especia, a juzgar por el color —dijo Kynes—. Van a seguir trabajando hasta el último minuto.

El Duque aumentó el movimiento de las alas, tensándolas para hacer dar un giro al aparato y estabilizarlo a baja altura en círculos concéntricos alrededor del tractor. Observó a derecha e izquierda, viendo que la escolta giraba sobre ellos, manteniendo sus posiciones.

Paul estudió la amarillenta nube que era eructada por los orificios del tractor, y miró hacia el desierto, donde se aproximaban las señales del gusano.

—¿No deberíamos oírles llamar al ala? —preguntó Halleck.

—Normalmente, el ala está en otra frecuencia distinta —dijo Kynes.

—¿No debería haber dos alas a disposición de cada tractor? —preguntó el Duque—. Hay veintiséis hombres en esa máquina, sin contar el coste del equipo.

—Vos no tenéis aún suficiente expe… —dijo Kynes. Se interrumpió al oír una voz enfurecida estallando en el altoparlante:

—¿Ninguno de vosotros ve el ala?. No responde.

Hubo un torrente de chasquidos y de descargas, y luego resonó una señal de emergencia, un instante de silencio, y luego la misma voz de antes:

—¡Informen por orden de número! Cambio.

—Aquí Control de Rastreo. La última vez que vi el ala estaba muy alta y volaba hacia el noroeste. Ya no la veo. Cambio.

—Rastreador uno: negativo. Cambio.

—Rastreador dos: negativo. Cambio.

—Rastreador tres: negativo. Cambio.

Silencio.

El Duque miró hacia abajo. La sombra de su aparato pasaba en aquel momento justo por encima del tractor.

—Sólo hay cuatro rastreadores, ¿es correcto?

—Correcto —dijo Kynes.

—Nosotros disponemos en total de cinco aparatos —dijo el Duque—. Son grandes. Podemos cargar tres personas más en cada uno de ellos. Sus rastreadores deberían poder cargar un par mas cada uno.

Paul hizo un cálculo mental. —Quedan todavía tres —dijo.

—¿Por qué no hay dos alas de acarreo por cada tractor? —gruñó el Duque.

—Sabéis que no disponemos de equipo extra —dijo Kynes.

—¡Razón de más para proteger el que tenemos!

—¿Dónde puede haber ido a parar esa ala? —preguntó Halleck.

—Quizá se ha visto obligada a aterrizar en algún lado fuera de nuestro campo de visión —dijo Kynes.

El Duque tomó el micrófono y vaciló, con el pulgar apoyado en el interruptor.

—¿Cómo es posible que los rastreadores hayan podido perder de vista un ala de acarreo?

—Concentran toda su atención en el terreno, buscando señales de gusano —dijo Kynes.

El Duque pulsó el contacto y habló a través del micrófono.

—Aquí vuestro Duque. Estamos descendiendo para tomar con nosotros el grupo de extracción Delta Ajax nueve. Todos los rastreadores tienen orden de hacer otro tanto. Los rastreadores descenderán en el lado este. Nosotros lo haremos en el oeste. Cambio. —Cambió el micrófono a su frecuencia personal, y repitió la orden para su escolta aérea; luego pasó el micrófono a Kynes.

Kynes volvió a la frecuencia del equipo de trabajo, y una voz atronó en el altoparlante:

—¡…una carga casi completa de especia! ¡Tenemos una carga casi completa! ¡No podemos abandonarla por un maldito gusano! Cambio.

—¡Al diablo la especia! —gruñó el Duque. Tomó nuevamente el micrófono—: Siempre podremos encontrar más especia. Nuestros aparatos pueden llevarles a todos ustedes menos tres. Háganlo a suertes o decidan cómo crean mejor quiénes de ustedes van a venir. Pero deben ser evacuados, ¡es una orden! —Tiró violentamente el micrófono a las manos de Kynes y murmuró—: Lo siento —mientras Kynes se llevaba a la boca un dedo contuso.

—¿Cuánto tiempo tenemos? —preguntó Paul.

—Nueve minutos —dijo Kynes.

—Este aparato es más potente que los otros —dijo el Duque—. Si despegamos con los chorros y las alas a tres cuartos, podríamos meter a otro hombre más.

—La arena es blanda —dijo Kynes.

—Con una sobrecarga de cuatro hombres, corremos el riesgo de romper las alas despegando con los chorros, Señor —dijo Halleck.

—No con este aparato —dijo el Duque. Accionó de nuevo los mandos, mientras la máquina planeaba por encima del tractor. Las alas se alzaron, frenando al aparato que, tras un último planeo, fue a posarse a una veintena de metros del tractor. Este permanecía silencioso ahora, y la arena no surgía a chorros por sus orificios. Tan sólo se oía un leve zumbido mecánico, que se hizo más intenso cuando el Duque abrió la portezuela.

Inmediatamente, sus olfatos fueron asaltados por el olor a canela, denso y penetrante. Con un sonoro batir de alas, los rastreadores planearon sobre la arena, al otro lado del tractor. La escolta del Duque descendió a su vez en picado, junto a ellos. Paul miró a la enorme mole del tractor, junto a la cual los tópteros parecían minúsculos mosquitos al lado de un monstruoso escarabajo.

—Gurney, tú y Paul echad fuera los asientos posteriores —dijo el Duque. Plegó manualmente las alas a tres cuartos, les dio el ángulo preciso, y revisó los controles de los chorros—. ¿Por qué diablos no salen aún de esa máquina?

—Aún esperan que llegue el ala de acarreo —dijo Kynes—. Todavía les quedan unos cuantos minutos. —Miró al desierto, hacia el este.

Todos volvieron la vista en la misma dirección, sin ver ninguna señal del gusano, pero el aire estaba cargado de ansiedad.

El Duque tomó el micrófono y pasó a su frecuencia de órdenes.

—Dos de ustedes despréndanse de sus generadores del escudo. Por orden de número. Así podrán cargar a otro hombre. No vamos a dejar ningún hombre a ese monstruo. —Volvió a la frecuencia de trabajo y gritó—: ¡Bien, ustedes, los de Delta Ajax nueve! ¡Afuera! ¡Rápido! ¡Es una orden de su Duque! ¡Muévanse o cortaré ese tractor con un láser!

Una compuerta se abrió de golpe junto a la nariz del tractor, otra en el extremo posterior, y una tercera en la parte alta. Empezaron a salir hombres, tropezando y resbalando con la arena. Un hombre alto envuelto en unas ropas remendadas fue el último en salir. Saltó primero a una de las orugas, y luego a la arena. El Duque colocó el micrófono en el panel y salió al exterior. De pie sobre uno de los peldaños del ala, gritó:

—¡Dos hombres en cada uno de los rastreadores!

El hombre de la ropa remendada dividió al personal en grupos de a dos y los envió a los aparatos que esperaban al otro lado.

—¡Cuatro aquí! —gritó el Duque—. ¡Cuatro en aquella máquina! —apuntó un dedo hacia uno de los tópteros de escolta directamente detrás de él. Los guardias acababan en aquel momento de echar fuera el generador del escudo—. ¡Cuatro en aquel otro aparato!

—apuntó a otro que ya había descargado su generador—. ¡Y tres en los demás! ¡Corred, especie de perros de arena!

El hombre alto terminó de distribuir a los hombres y se acercó arrastrando los pies por la arena, seguido por tres de sus compañeros.

—Oigo el gusano, pero no puedo verlo —dijo Kynes.

Entonces lo oyeron todos. Era como un frotar rasposo, un crepitar distante que crecía en intensidad.

—Maldita manera de trabajar —gruñó el Duque.

Los aparatos comenzaron a batir las alas sobre la arena a su alrededor. El Duque pensó en las junglas de su planeta natal, el alzar el vuelo de los grandes pájaros carroñeros, sorprendidos en un claro sobre el costillaje desnudo de su presa por un toro salvaje.

Los trabajadores de la especia se apresuraron trabajosamente a lo largo del flanco del tóptero, y comenzaron a subir y a instalarse detrás del Duque. Halleck les ayudó, tirando de ellos y empujándoles hacia el fondo del vehículo.

—¡Arriba, chicos! —exclamó—. ¡Aprisa!

Paul, apretado contra un rincón entre aquellos hombres jadeantes, percibió el olor del miedo, y vio que dos de ellos llevaban el destiltraje parcialmente abierto en el cuello. Tomó mentalmente nota de ello para el futuro. Su padre tendría que imponer una disciplina más rigurosa respecto a los destiltrajes. Los hombres tienden a relajarse si uno descuida ciertas cosas.

El último hombre subió a bordo y jadeó:

—¡El gusano! ¡Está casi sobre nosotros! ¡Despeguemos!

El Duque se deslizó a su asiento, frunciendo el ceño.

—Tenemos aún tres minutos, según el cálculo del primer contacto. ¿No es así, Kynes?

—Cerró la portezuela y la comprobó.

—Exactamente, mi Señor —dijo Kynes, y pensó: Ese Duque no pierde nunca los nervios.

—Todo a punto, Señor —dijo Halleck.

El Duque asintió, comprobó que el último de los aparatos de escolta había despegado. Reguló la ascensión, dio una última ojeada a las alas y a los instrumentos, y pulsó el mando de los chorros.

La presión del despegue hundió al Duq ue y a Kynes contra sus asientos, empujando enérgicamente a la gente de atrás. Kynes observó el modo como el Duque manejaba los controles… delicadamente y con seguridad. El tóptero estaba ya en el aire, y el Duque estudiaba sus instrumentos, sin perder de vista las alas, a la derecha y a la izquierda.

—Vamos muy cargados, Señor —dijo Halleck.

—Dentro de los límites de la tolerancia de este aparato —dijo el Duque—. ¿Crees que me atrevería a arriesgar la vida de mis pasajeros, Gurney?

Halleck sonrió.

—Ni por un instante, Señor —dijo.

El Duque maniobró el aparato a lo largo de una amplia curva ascendente, hasta la vertical del tractor.

Paul, aplastado contra un rincón al lado de la ventanilla, miró hacia abajo, hacia la silenciosa máquina sobre la arena. La señal del gusano se había interrumpido a unos cuatrocientos metros del tractor. Y ahora estaba empezando a aparecer una cierta turbulencia en la arena alrededor de la máquina.

—El gusano está ahora bajo el tractor —dijo Kynes—. Vais a asistir a un espectáculo que pocos hombres han visto.

Manchas de polvo sombrearon ahora la arena alrededor del tractor. La enorme máquina comenzó a hundirse, inclinándose hacia la derecha. Un gigantesco vórtice de arena comenzó a formarse en este lado del tractor. Giró más y más rápidamente. La arena y el polvo se elevaron por el aire a centenares de metros a todo su alrededor.

¡Entonces lo vieron!

Un enorme agujero se formó en la arena. La luz del sol brilló en las paredes blancas y lisas. El orificio, estimó Paul, tenía al menos el doble de diámetro que la longitud del tractor. Miró fascinado la máquina girando en aquella abertura, en el corazón de una auténtica tormenta de polvo y arena. El agujero volvió a cerrarse.

—¡Dios, vaya monstruo! —murmuró un hombre al lado de Paul.

—¡Toda nuestra especia! —gruñó otro.

—Alguien pagará por esto —dijo el Duque—. Os lo prometo.

En la voz desprovista de expresión de su padre, Paul percibió una profunda ira. Tuvo consciencia de compartirla. ¡Era un despilfarro criminal!

Autore(a)s: