Dune (Crónicas de Dune, #1) – Frank Herbert

El doctor traidor les había llevado directamente hasta las manos de Duncan Idaho. Paul miró afuera, a través de la parte transparente de la destiltienda, observando las rocas iluminadas por la luz de la luna que rodeaban el refugio que Idaho había preparado para ellos.

Escondiéndome como un chiquillo ahora que soy el Duque, pensó Paul. Aquel pensamiento le irritaba, pero no podía negar que esconderse era por el momento lo más seguro.

Algo había ocurrido con su percepción aquella noche; veía con absoluta claridad todas las circunstancias y los acontecimientos en torno suyo. Se sintió incapaz de asimilar el flujo de datos, pero con fría precisión, cada nuevo elemento encajaba en sus conocimientos y los cálculos parecían concentrarse en su consciencia. Tenía el poder de un Mentat, y más aún.

Paul pensó en el momento de impotente rabia cuando aquel extraño tóptero surgió de la noche planeando hacia ellos, deteniéndose como un halcón gigantesco sobre el desierto, con el viento silbando bajo sus alas. Algo había pasado entonces en la mente de Paul. El tóptero se había deslizado sobre la arena, directo hacia las dos figuras que corrían… su madre y él. Paul recordó el olor a azufre de la abrasión de los patines del tóptero rozando sobre la arena hacia ellos.

Su madre, lo sabía, se había vuelto, con la certeza de enfrentarse a un láser en manos de un mercenario Harkonnen, reconociendo en cambio a Duncan Idaho que se inclinaba fuera de la portezuela del tóptero gritando:

—¡Aprisa! ¡Hay señales de un gusano al sur!

Pero Paul había sabido, desde el mismo momento en que se había vuelto, quién pilotaba el tóptero. Una acumulación de detalles en la forma en que volaba, el fulmíneo aterrizaje… indicaciones tan imperceptibles que ni su madre hubiera captado… pero que habían proporcionado a Paul el conocimiento exacto de quién estaba en los controles. Al otro lado de la destiltienda, Jessica se movió y dijo:

—Esa puede ser la única explicación. Los Harkonnen tenían en su poder a la esposa de Yueh. ¡El odiaba a los Harkonnen! No puedo haberme equivocado sobre esto. Has leído su nota. ¿Pero por qué nos ha salvado de la carnicería?

Hasta ahora no empieza a verlo ella, y aún con dificultades, pensó Paul. Este pensamiento fue un shock. El había comprendido los hechos con la máxima claridad tan sólo leyendo la nota que acompañaba al anillo ducal en el paquete.

«No intentéis perdonarme», había escrito Yueh. «No quiero vuestro perdón. Mi carga es ya bastante pesada. He actuado sin maldad y sin esperanzas de ser comprendido. Ha sido mi tahaddi al-burham, mi última prueba. Os dejo el sello ducal de los Atreides como testimonio de que escribo la verdad. Cuando leáis esto, el Duque Leto habrá muerto. Pueda consolaros mi afirmación de que no morirá solo, que aquél al que odiamos todos nosotros más que a nada en el mundo morirá con él.»

No estaba dirigida a nadie ni tenía firma, pero no había ninguna duda acerca de aquella caligrafía familiar… Yueh.

Recordando la misiva, Paul revivió su angustia en aquel momento… algo agudo y extraño que parecía manifestarse en el exterior de su nueva agilidad mental. Había leído que su padre había muerto, reconocido la verdad de aquellas palabras, pero todo ello no era más que otro dato a encasillar en su mente para el momento de ser usado. Quería a mi padre, pensó Paul, y sabía que era cierto. Tendría que llorar por él. Debería sentir algo.

Pero no sentía nada, excepto: Es un hecho importa nte.

Al lado de otros muchos hechos.

Y su mente no dejaba de acumular durante todo el tiempo nuevas impresiones sensoriales, extrapolando y calculando.

Las palabras de Halleck volvieron a Paul: «El humor es algo para el ganado, o para hacer el amor. Uno combate cuando es necesario, no cuando está de humor.»

Quizá sea esto, se dijo Paul. Lloraré a mi padre luego… cuando tenga tiempo. Pero la fría decisión de su ser no mostró ninguna flexión. Intuyó que su nueva percepción era tan sólo un inicio, y que iría en aumento. La impresión de una terrible finalidad, que había experimentado por primera vez durante su confrontación con la Reverenda Madre Gaius Helen Mohiam, le aferró de nuevo. Su mano derecha —la mano que recordaba el dolor— le escocía y pulsaba.

¿Esto es lo que significa ser el Kwisatz Haderach?, se maravilló.

—Por un tiempo he pensado que Hawat había cometido otro error —dijo Jessica—. Pienso que tal vez Yueh no fuera un doctor Suk.

—Era todo lo que pensábamos… y más —dijo Paul. Y pensó:

¿Por qué es tan lenta en ver las cosas? Luego añadió:

—Si Idaho no consigue llegar hasta Kynes, estaremos…

—No es nuestra única esperanza —dijo ella.

—No era esto lo que sugería —dijo él.

Jessica percibió una acerada dureza en su voz, un tono de mando, y le miró en la gris oscuridad de la destiltienda. Paul era una silueta contrastada sobre la blanquecina imagen de las rocas inundadas por la luna a través de la parte transparente de la tienda.

—Otros hombres de tu padre puede que hayan conseguido escapar —dijo ella—. Debemos reagruparlos, hallar…

—Tendremos que depender de nosotros mismos —dijo él—. Nuestra primera preocupación es nuestro arsenal familiar de atómicas. Hemos de alcanzarlo antes de que los Harkonnen lo encuentren.

—Es poco probable que lo encuentren —dijo ella— allá donde lo hemos ocultado.

—No podemos correr ese riesgo.

Y ella pensó: Utilizar las atómicas de la familia para amenazar al planeta y su especia… eso es lo que tiene en mente. Pero entonces todo lo que puede hacer es huir bajo el anonimato de un renegado.

Las palabras de su madre habían provocado un nuevo flujo de pensamientos en la mente de Paul… como Duque, su preocupación era toda la gente que se había perdido en aquella noche. La gente es la verdadera fuerza de una Gran Casa, pensó Paul. Y recordó las palabras de Hawat: «Dejar a los amigos resulta triste. Pero un lugar es sólo un lugar.»

—Están usando a los Sardaukar —dijo Jessica—. Tendremos que esperar a que los Sardaukar se hayan ido.

—Creen habernos atrapado entre el desierto y los Sardaukar —dijo Paul—. Intentan no dejar a un solo Atreides con vida… un exterminio total. No cuentan con que escape ninguno de los nuestros.

—Pero no pueden seguir corriendo indefinidamente el riesgo de demostrar que el Emperador está metido en esto.

—¿Lo crees realmente?

—Algunos de nuestros hombres conseguirán huir.

—¿Estás segura?

Jessica se volvió, estremeciéndose ante la amargura y la dureza de la voz de su hijo, notando su precisa evaluación de las posibilidades. Sintió que la mente del muchacho había rebasado la suya, y que él ahora veía mucho más lejos que ella. Ella misma habría contribuido a adiestrar aquella inteligencia, pero ahora descubrió que le inspiraba miedo. Sus pensamientos giraron, buscando desesperadamente el refugio que para ella había sido siempre el Duque, y las lágrimas inundaron sus ojos.

Tenía que ser así, Leto, pensó. «Un tiempo para el amor y un tiempo para el dolor.»

Apoyó la mano en su vientre, consciente del embrión que llevaba en él. Tengo en mí la hija de los Atreides que me fue ordenado engendrar, pero la Reverenda Madre estaba equivocada: una hija no hubiera salvado a mi Leto. Esta hija es sólo una vida que intenta alcanzar el futuro en un presente de muerte. La he concebido por instinto y no por obediencia.

—Prueba de nuevo el comunicador —dijo Paul.

La mente sigue trabajando hagamos lo que hagamos para detenerla, pensó Jessica. Tomó el pequeño receptor que Idaho les había dejado y lo conectó. Una luz verde se encendió en la parte anterior del instrumento. Del aparato surgieron chasquidos metálicos. Redujo el volumen, variando la frecuencia. Una voz hablando en el lenguaje de batalla de los Atreides resonó en la tienda:

—…retroceder y reagruparse en la cresta. Fedor informa que no hay supervivientes en Carthag y que el Banco de la Cofradía ha sido saqueado.

¡Carthag!, pensó Jessica. Era un feudo Harkonnen.

—Son Sardaukar —dijo la voz—. Cuidado con los Sardaukar vestidos con uniformes Atreides. Son…

Algo restalló en el altoparlante, y luego silencio.

—Prueba las otras frecuencias —dijo Paul.

—¿Comprendes lo que significa esto? —preguntó Jessica.

—Lo esperaba. Quieren que la Cofradía nos considere responsables de la destrucción de su banco. Con la Cofradía contra nosotros, estamos atrapados en Arrakis. Prueba las otras frecuencias.

Ella sopesó las palabras: «Lo esperaba». ¿Qué le había ocurrido a su hijo?

Lentamente, Jessica volvió al instrumento. Exploró las otras frecuencias, captando retazos de violencia en las pocas voces que seguían llamando en el lenguaje de batalla de los Atreides:

—…retirada…

—…reagrupamos en…

—…atrapados en una caverna en…

Y no ofrecía ninguna duda la victoriosa exultación de los gritos de los Harkonnen que surgían de las otras frecuencias. Breves órdenes, informes de batalla. No lo suficiente para que Jessica pudiera registrar y decodificar el lenguaje, pero el tono era obvio. Los Harkonnen habían vencido.

Paul tomó el paquete que había a su lado, notando el gorgoteo de los dos litrojons llenos de agua. Inspiró profundamente y miró al exterior a través del lado transparente de la tienda, hacia las escarpaduras rocosas que se delineaban contra las estrellas. Su mano izquierda se posó en la cerradura a esfínter de entrada de la tienda.

—El alba llegará dentro de poco —dijo—. Podemos esperar durante todo el día a Idaho, pero no otra noche. En el desierto, hay que viajar de noche y descansar a la sombra durante el día.

Las antiguas tradiciones se insinuaron en la mente de Jessica: Sin destiltraje, un hombre sentado a la sombra, en el desierto, necesita cinco litros diarios de agua para mantener el equilibrio corporal. Percibió la superficie lisa y elástica del destiltraje sobre su piel, y pensó que sus vidas dependían por completo de aquella prenda.

—Si nos vamos de aquí, Idaho no nos encontrará nunca —dijo Paul—. Si Idaho no ha vuelto al alba, tendremos que considerar la posibilidad de que haya sido capturado.

¿Cuánto crees que puede resistir?

La pregunta no necesitaba respuesta, y Jessica guardó silencio. Paul abrió el cierre del paquete y sacó un micromanual provisto de su cuadrante luminoso y su lente. Letras verdes y anaranjadas saltaron de las páginas hacia él: «litrojón, destiltienda, cápsulas energéticas, recicladores, snork de arena, binoculares, equipo de destiltraje, pistola marcadora, mapas sink, tampones, paracompás, garfios de coma, martilleadores, Fremochila, columna de fuego…»

Tantas cosas para sobrevivir en el desierto.

Dejó el manual a un lado, en el suelo de la tienda.

—¿A dónde podemos ir? —preguntó Jessica.

—Mi padre hablaba del poder del desierto —dijo Paul—. Los Harkonnen no podrían dominar este planeta sin él. De hecho, nunca han podido dominarlo ni nunca podrán. Ni siquiera con diez mil legiones de Sardaukar.

—Paul, no puedes pensar que…

—Tenemos todas las puertas en nuestras manos —dijo él—. Aquí mismo, en esta tienda… la propia tienda, esta mochila y su contenido, estos destiltrajes. Sabemos que la Cofradía exige un precio prohibitivo por los satélites climáticos. Sabemos que…

—¿Qué tienen que ver los satélites climáticos con todo esto? —preguntó Jessica—. No podrían… —se interrumpió. Paul percibió las hipersensibilidades de su mente, leyendo sus reacciones, calculándolas minuciosamente.

—Ahora puedes darte cuenta de ello —dijo—. Los satélites observan constantemente el suelo. Hay cosas en el desierto profundo que no deben ser observadas.

—¿Sugieres que la Cofradía controla este planeta?

Era tan lenta.

—¡No! —dijo—. ¡Los Fremen! Pagan a la Cofradía su aislamiento, pagan con lo que el poder del desierto pone a su disposición… la especia. No es una respuesta de segunda aproximación, sino la única solución según los cálculos. Piensa en ello.

—Paul —dijo Jessica—, todavía no eres un Mentat; no puedes saber con seguridad…

—Nunca seré un Mentat —dijo él—. Soy algo distinto… un fenómeno.

—¡Paul! ¿Cómo puedes decir…?

—¡Déjame solo!

Se volvió de espaldas a ella, mirando afuera, a la noche. ¿Por qué no puedo llorar?, se maravilló. Sintió cada fibra de su ser anhelando aquel desahogo, pero sabía que le sería negado por siempre.

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