Dune (Crónicas de Dune, #1) – Frank Herbert

—Es posible, Señor. ¿Dónde están esos hombres?

—Abajo, en el nivel inferior, en la sala de espera. Sugiero que desciendas y cantes primero una o dos canciones para ablandar sus mentes, y luego ejerzas un poco de presión. Puedes ofrecer puestos de mando a los más cualificados. Ofrece un veinte por ciento más de lo que recibían de los Harkonnen.

—¿Tan sólo eso, Señor? Conozco lo que pagaban los Harkonnen. Y con hombres que tienen la liquidación de sus pagas en el bolsillo y desean irse a otros horizontes… bien, Señor, un veinte por ciento no me parece un atractivo suficiente para inducirles a quedarse aquí.

—Entonces utiliza tu propia discreción en cada caso particular —dijo Leto impacientemente—. Pero recuerda que el tesoro no es un pozo sin fondo. Manténte dentro del veinte por ciento en la medida de lo posible. Necesitamos especialmente conductores de especia, meteorólogos, hombres de las dunas… cualquiera que tenga una probada experiencia con la arena.

—Comprendo, Señor. «Acudirán a la llamada de la violencia: sus rostros se ofrecerán al viento del este, y recogerán la cautividad de la arena.»

—Una notable observación —dijo el Duque—. Confía el mando de tu grupo a un lugarteniente. Cuida de que todos reciban una lección acerca de la disciplina del agua, y haz que los hombres pasen esta noche en los barracones adjuntos al campo. El personal del campo les guiará. Y no olvides los hombres para Hawat.

—Trescientos de los mejores, Señor. —Tomó de nuevo su saco espacial—. ¿Dónde debo reportarme a vos, una vez cumplido mi trabajo?

—He hecho preparar una sala del consejo arriba. Tendremos una reunión allí. Quiero poner a punto un nuevo orden de dispersión planetaria, con las escuadras blindadas en primer término.

Halleck se detuvo bruscamente y se volvió, observando la mirada de Leto.

—¿Habéis anticipado ese tipo de dificultades, Señor? Creía que se había designado un Arbitro del Cambio.

—Un combate abierto y clandestino —dijo el Duque—. Se verterá mucha sangre aquí antes de q ue hayamos terminado.

—«Y el agua que bebáis del río se convertirá en sangre sobre la tierra seca» —recitó Halleck.

—Apresúrate, Gurney —suspiró el Duque.

—De acuerdo, mi Señor —la violácea cicatriz se contrajo bajo su sonrisa—. «He aquí al asno salvaje del desierto precipitándose hacia su trabajo». —Se volvió, alcanzó a largos pasos el centro de la sala, hizo una pausa para transmitir sus órdenes, y se alejó luego apresuradamente entre los hombres.

Leto inclinó la cabeza mientras le contemplaba alejarse. Halleck era una sorpresa continua: una cabeza repleta de canciones, citas y frases floridas… y el corazón de un asesino cuando se trataba de algo referente a los Harkonnen.

Se dirigió sin apresurarse hacia el ascensor, atravesando la sala en diagonal, respondiendo a los saludos con un gesto casual de la mano. Reconoció a uno de los hombres del grupo de propaganda, y se detuvo para comunicarle un mensaje que sabía iba a ser difundido por varios canales: aquellos que habían traído a sus mujeres estarían ansiosos por saber que estas estaban a seguro y dónde podrían hallarlas. Para los demás seria interesante saber que la población local contaba al parecer con más mujeres que hombres.

El Duque palmeó al hombre de propaganda en el brazo, una señal que indicaba que el mensaje tenía absoluta prioridad y que debía ser puesto inmediatamente en circulación, y continuó su camino a través de la sala. Respondió a los saludos de los hombres, intercambió una frase divertida con un subalterno.

El que manda debe parecer siempre confiado, pensó. Esta confianza es un peso sobre mis espaldas, pero debo enfrentarme al peligro sin exteriorizarlo. Suspiró aliviado cuando se metió en el ascensor y se sintió rodeado por las superficies gélidas e impersonales de la cabina y la puerta.

¡Ellos han intentado arrebatar la vida de mi hijo!

CAPÍTULO XII

A la entrada del campo de aterrizaje de Arrakeen, groseramente grabada, como si hubiera sido hecha con un instrumento rudimentario, se hallaba una inscripción que Muad’Dib se repetiría muy a menudo. La descubrió aquella noche en Arrakis, mientras se dirigía al puesto de mando ducal para asistir a la primera reunión del estado mayor. Las palabras de la inscripción eran una súplica a aquellos que abandonaban Arrakis, pero a los ojos de un muchacho que acababa de escapar a la muerte adquirían un significado mucho más tenebroso. Decía: «Oh tú que sabes lo que sufrimos aquí, no nos olvides en tus plegarias.»

Del «Manual de Muad’Dib», por la Princesa Irulan.

—Toda la teoría del arte de la guerra reposa en el riesgo calculado —dijo el Duque—, pero cuando se llega a arriesgar a la propia familia, el elemento de cálculo se ve sumergido en… otra cosa.

Se daba cuenta de que no conseguía retener su furor tan completamente como hubiera deseado y, volviéndose, empezó a caminar a largas zancadas de un lado a otro. El Duque y Paul estaban solos en la sala de conferencias del campo de aterrizaje. Era una sala llena de ecos, decorada únicamente con una larga mesa y varias sillas de tres patas de estilo antiguo, un mapa cartográfico y un proyector en un ángulo. Paul se había sentado a un lado de la mesa. Le había contado a su padre la experiencia con el cazadorbuscador, y le había informado de la presencia de un traidor entre ellos. El Duque se detuvo frente a Paul, golpeando la mesa con el puño.

—¡Hawat me dijo que la casa era segura!

—Yo también me puse furioso… al principio —dijo Paul, vacilante—. Y maldije a Hawat. Pero la amenaza venía del exterior de la casa. Era simple, hábil y directa. Y hubiera tenido éxito de no mediar el entrenamiento que me diste tú y tantos otros… incluyendo a Hawat.

—¿Le defiendes? —preguntó el Duque.

—Sí.

—Se está haciendo viejo. Sí, que eso es. Debería…

—Es sabio y tiene mucha experiencia —dijo Paul—. ¿Cuántos errores de Hawat puedes recordar?

—Soy yo quién debería defenderlo, no tú —dijo el Duque.

Paul sonrió.

Leto se sentó a la cabecera de la mesa y puso su mano sobre el hombro de su hijo.

—Has… madurado últimamente, hijo. —Alzó su mano—. Esto me alegra. —Respondió a la sonrisa de su hijo—. Hawat se castigará así mismo. Se enfurecerá consigo mismo mucho más de lo que nosotros dos juntos podríamos enfurecernos contra él. Paul alzó los ojos hacia las oscuras ventanas, más allá del mapa cartográfico, mirando a la noche. Fuera, las luces de la estancia se reflejaban en la balaustrada. Percibió un movimiento, reconoció la silueta de un guardia con el uniforme de los Atreides. Paul bajó los ojos hacia la pared blanca detrás de su padre, hacia la superficie brillante de la mesa, mirando sus manos cruzadas con los puños apretados.

La puerta opuesta al duque se abrió violentamente. Thufir Hawat apareció en el umbral, con un aspecto mucho más viejo y consumido que nunca. Recorrió la mesa a todo lo largo y se detuvo envaradamente frente a Leto.

—Mi Señor —dijo, mirando a un punto por encima de la cabeza de Leto—, acabo de enterarme de cómo os he fallado. Creo necesario presentaros mi re…

—Oh, siéntate y no hagas el idiota —dijo el Duque. Tendió la mano hacia una silla, al otro lado de Paul—. Si has cometido un error, ha sido sobreestimando a los Harkonnen. Sus mentes simples han concebido una trampa simple. Nosotros no habíamos previsto trampas simples. Y mi hijo ha tenido que hacerme ver que si ha salido de ella sano y salvo ha sido en gran parte gracias a tus lecciones. ¡Así que en eso no has fallado! —Tamborileó sobre la silla—. ¡Siéntate, te he dicho!

Hawat se hundió en la silla.

—Pero…

—No quiero oír hablar más de ello —dijo el Duque—. El incidente ya ha pasado. Tenemos cosas más importantes de que ocuparnos. ¿Dónde están los demás?

—Les he dicho que esperaran fuera mientras yo…

—Llámalos.

Hawat miró a Leto directamente a los ojos.

—Señor, yo…

—Conozco quienes son mis verdaderos amigos, Thufir —dijo el Duque—. Llama a esos hombres.

Hawat deglutió.

—Inmediatamente, mi Señor. —Se volvió en la silla y llamó hacia la puerta abierta—: Gurney, hazlos entrar.

Halleck entró en la estancia, precediendo a los demás: los oficiales de estado mayor, de aspecto tenso, seguidos por sus ayudantes más jóvenes y por los especialistas, con aire impaciente y decidido. El ruido del correr de las sillas llenó la sala por un instante, mientras los hombres ocupaban sus lugares. Un sutil y penetrante aroma de rachag se difundió a lo largo de la mesa.

—Hay café para quienes lo deseen —dijo el Duque.

Paseó la mirada por sus hombres, pensando: Forman un buen equipo. Un hombre suele disponer de muy peores elementos para este tipo de guerra. Esperó, mientras el café era llevado de la habitación contigua y servido, notando el cansancio en algunos de los rostros.

Entonces se colocó su máscara de tranquila eficacia, se levantó, y llamó la atención con un golpe sobre la mesa.

—Bien, señores —dijo—, nuestra civilización parece tan profundamente acostumbrada a las invasiones que no podemos obedecer una simple orden del Imperio sin que surjan de nuevo las antiguas costumbres.

Risas discretas resonaron en torno a la mesa, y Paul se dio cuenta de que su padre había dicho la cosa correcta en el tono correcto para romper el hielo que flotaba en el ambiente. El mismo cansancio que se percibía en su voz tenía la precisa intensidad.

—Pienso que para empezar debemos escuchar a Thufir, que nos dirá si tiene algo que añadir a su informe sobre los Fremen —dijo el Duque— ¿Thufir?

Hawat alzó los ojos.

—Hay algunas cuestiones económicas que habría que examinar como una continuación a mi informe general, Señor, pero puedo decir ya que los Fremen aparecen cada vez más como los aliados que necesitamos. Siguen aguardando aún para ver si pueden confiar en nosotros, pero parecen actuar abiertamente. Nos han enviado un regalo: destiltrajes que han confeccionado por sí mismos… mapas de algunas áreas del desierto que circundan las fortalezas abandonadas por los Harkonnen… —bajó los ojos hacia la mesa—. Sus informaciones se han revelado exactas, y nos han ayudado considerablemente con nuestro Arbitro del Cambio. También nos han enviado otros regalos accidentales: joyas para Dama Jessica, licor de especia, dulces, medicinas. Mis hombres están procesándolo todo, pero no parece que haya ninguna trampa.

—¿Te gusta esa gente, Thufir? —preguntó un hombre en el extremo de la mesa. Hawat se volvió hacia el que le había interrogado.

—Duncan Idaho dice que merecen admiración.

Paul miró a su padre, luego a Hawat, antes de aventurar una pregunta:

—¿Existe alguna nueva información acerca del número de Fremen que hay en el planeta?

Hawat miró a Paul.

—De acuerdo con los alimentos producidos y otras evidencias, Idaho estima que el complejo subterráneo que visitó albergaba como mínimo a diez mil personas. Su jefe le dijo que mandaba un sietch de dos mil hogares. Tenemos razones para creer que las comunidades sietch son muy numerosas. Todas parecen obedecer a alguien llamado Liet.

—Esto es nuevo —dijo Leto.

—Podría ser un error por mi parte, Señor. Hay algunos indicios que hacen suponer que ese Liet sea una divinidad local.

Otro hombre, al extremo de la mesa, carraspeó y preguntó:

—¿Es cierto que tienen tratos con los contrabandistas?

—Una caravana de contrabandistas abandonó el sietch donde se hallaba Idaho con un pesado cargamento de especia. Usaban bestias de carga y parece que iban a emprender un viaje de dieciocho días.

—Parece —dijo el Duque— que los contrabandistas han redoblado sus operaciones durante este período de desórdenes. Y esto lleva a una reflexión. No conviene ocuparse mucho de las fragatas sin licencia que operan a lo largo del planeta… siempre lo han hecho. Pero hay algunas que escapan por completo a nuestra observación… y esto no es bueno.

—¿Tenéis un plan, Señor? —preguntó Hawat.

El Duque miró a Halleck.

—Gurney, deseo que tomes el mando de una delegación, una embajada si prefieres llamarla así, para contactar a esos románticos hombres de negocios. Diles que ignoraré sus operaciones durante tanto tiempo como me entreguen el diezmo ducal. Hawat ha calculado que los mercenarios que han debido contratar para poder seguir sus operaciones les cuestan cuatro veces esa suma.

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