Dune (Crónicas de Dune, #1) – Frank Herbert

—La pintura del Viejo Duque, ésta, debe ser colocada en una de las paredes del comedor. La cabeza del toro en la pared opuesta.

Mapes se acercó a la cabeza del toro.

—Debía ser un animal enorme para tener una cabeza tan grande —dijo. Se inclinó sobre ella—. ¿Debo limpiarla primero, mi Dama?

—No.

—Pero la suciedad se ha incrustado en los cuernos.

—No es suciedad, Mapes. Es la sangre del padre de nuestro Duque. Esos cuernos fueron tratados con un fijador transparente pocas horas después de que este animal matara al Viejo Duque.

Mapes se irguió.

—¿Eh? —dijo.

—Es tan sólo sangre —dijo Jessica—. Sangre muy antigua. Busca a alguien que te ayude a colgar esto. Esas malditas cosas son pesadas.

—¿Creéis que un poco de sangre me impresiona? —preguntó Mapes—. Vengo del desierto, y he visto sangre en abundancia.

—Sí… estoy convencida de ello —dijo Jessica.

—Y, a veces, esa sangre era la mía —dijo Mapes—. Mucha más sangre de la que me ha producido vuestra rozadura.

—¿Hubieras preferido que cortara más profundamente?

—¡Oh, no! El agua del cuerpo es ya escasa, y no hay necesidad de malgastarla esparciéndola por el aire. Habéis actuado correctamente.

Y Jessica, a través de las palabras y el modo de decirlas, captó las profundas implicaciones de aquella frase, «el agua del cuerpo». Sintió de nuevo la sensación opresiva de la importancia del agua en Arrakis.

—¿En qué lado del comedor debo colgar estas hermosas cosas, mi Dama? —preguntó Mapes.

Siempre práctica, esta Mapes, pensó Jessica. Dijo:

—Usa tu buen juicio, Mapes. Realmente, no tiene importancia.

—Como deseéis, mi Dama. —Mapes se inclinó y comenzó a liberar la cabeza de los restos del embalaje—. ¿Así que mató a un viejo duque, decís? —murmuró suavemente.

—¿Llamo a alguien para ayudarte? —preguntó Jessica.

—Me las arreglaré yo sola, mi Dama.

Sí, se las arreglará, pensó Jessica. Eso es algo que realmente posee esa Fremen: la voluntad de acabar lo que emprende.

Jessica sintió el frío contacto del crys en su corpiño, y pensó en la larga cadena de intrigas Bene Gesserit, y en el nuevo eslabón que acababa de forjarse allí. Gracias a aquella cadena, había conseguido sobrevivir a una crisis mortal. «No se puede apresurar nada», había dicho Mapes. Y sin embargo, la prisa dominaba aquel lugar, llenando a Jessica de aprensión. Y ni siquiera todos los preparativos de la Missionaria Protectiva, ni siquiera las minuciosas inspecciones hechas por Hawat en aquel enorme cúmulo de piedras que era el castillo, habían conseguido disipar sus oscuros presagios.

—Cuando hayas terminado con esto, empieza a desempaquetar los bultos —dijo Jessica—. Uno de los descargadores está en la entrada principal con todas las llaves, y te dirá dónde hay que meter cada cosa. Haz que te dé las llaves y la lista. Si tienes que hacerme alguna consulta, estaré en el ala sur.

—Como vos deseéis, mi Dama.

Jessica se alejó, pensando: Hawat habrá juzgado esta residencia como segura, pero hay algo amenazador en este lugar. Lo presiento.

Una urgente necesidad de ver a su hijo invadió a Jessica. Se dirigió hacia la gran entrada abovedada que se abría al pasillo que conducía al comedor y a las habitaciones familiares. Andaba más y más aprisa, hasta que finalmente casi corría. Detrás de ella, Mapes hizo una breve pausa en su tarea de terminar de desembalar la cabeza del toro, y miró la silueta que se alejaba.

—Es Ella, no hay duda —murmuró—. Pobrecilla.

CAPÍTULO VIII

«¡Yueh!¡Yueh!¡Yueh!», dice el refrán. «¡Un millón de muertes no serían bastantes para Yueh!»

De «Historia de Muad’Dib para niños», por la Princesa Irulan.

La puerta estaba entrecerrada, y Jessica la abrió, penetrando en una estancia de paredes amarillas. A su izquierda había un diván bajo de piel negra y dos librerías vacías; una calabaza para agua pendía, vacía y con sus abombados lados llenos de polvo. A su derecha, flanqueando otra puerta, otras dos librerías vacías, un escritorio traído de Caladan y tres sillas. Junto a la ventana, directamente frente a ella, el doctor Yueh, dándole la espalda, parecía concentrar su atención en el mundo exterior. Jessica dio otro silencioso paso dentro de la habitación.

Observó que la chaqueta del doctor estaba arrugada, y que tenía marcas blancas a la altura de su codo izquierdo, como si se hubiera apoyado contra tiza. Visto así, de espaldas, parecía un esqueleto desprovisto de carne, envuelto en ropas negras demasiado amplias, una marioneta esperando moverse bajo las órdenes de un invisible marionetista. Sólo la cabeza parecía viva, con los largos cabellos color ébano, sujetos por el anillo de plata de la Escuela Suk, cayéndole sobre los hombros y agitándose ligeramente cuando se inclinaba para seguir mejor algún movimiento del exterior. Jessica miró nuevamente la estancia sin ver ninguna señal de su hijo, pero sabía que la puerta cerrada de la derecha conducía a otra estancia más pequeña por la cual Paul había mostrado su preferencia.

—Buenas tardes, doctor Yueh —dijo—. ¿Dónde está Paul?

El hombre inclinó la cabeza como respondiendo a alguien allá afuera, y contestó con voz ausente, sin volverse:

—Vuestro hijo estaba cansado, Jessica. Le he enviado a la otra estancia, a descansar. Se irguió bruscamente y se volvió, con el bigote cayendo sobre sus empurpurados labios.

—¡Perdonadme, mi Dama! Mis pensamientos estaban lejos de aquí… yo… no pretendía hablaros de modo tan familiar.

Ella sonrió, levantando su mano derecha. Por un instante temió que el hombre se arrodillase.

—Wellington, por favor.

—Usar vuestro nombre así… yo…

—Hace seis años que nos conocemos —dijo Jessica—. Tendríamos que haber roto las formalidades hace ya mucho… al menos en privado.

Yueh aventuró una débil sonrisa, pensando: Creo que ha resultado. Ahora pensará que lo poco usual de mi modo de comportarme es debido al azaramiento. No buscará razones más profundas, puesto que ya tiene la respuesta.

—Temo que me hayáis encontrado con la cabeza entre las nubes —dijo—. Cuando… cuando me siento inquieto por vos, temo que pienso en vos como… bien, como en Jessica.

—¿Inquieto por mí? ¿Por qué?

Yueh se alzó de hombros. Desde hacía tiempo se había dado cuenta de que Jessica no tenía el don completo de Decidora de Verdad como había tenido su Wanna. Sin embargo, le decía a Jessica la verdad cada vez que le era posible. Era más seguro.

—Habéis visto este lugar, mi… Jessica —vaciló en el nombre, y siguió rápidamente—: Es todo tan desnudo, después de Caladan. ¡Y la gente! Todas aquellas mujeres, a lo largo de vuestro camino, gimiendo tras sus velos… ¡Y el modo como os miraban!

Jessica apretó el brazo contra su pecho, sintiendo el contacto del crys, de la hoja obtenida del diente de un gusano de arena, si lo que se decía era cierto.

—También nosotros les parecemos extraños a ellos… gente distinta con distintas costumbres. Hasta ahora sólo habían conocido a los Harkonnen —miró a su vez a través de la ventana—. ¿Qué era lo que mirábais fuera?

El hombre miró también por la ventana.

—La gente.

Jessica avanzó hasta situarse a su lado, y siguió la dirección de su mirada, frente a la casa, hacia la izquierda, allá donde estaba centrada la atención de Yueh. Había una hilera de veinte palmeras, y la tierra debajo de ellas estaba limpia y cuidada. Una barrerapantalla las separaba de la gente que pasaba, envuelta en sus ropas, por la calle. Jessica notó el ligero temblor del aire entre ella y la gente -el escudo que rodeaba la casa-, y estudió a la gente que pasaba, preguntándose qué era lo que absorbía tanto a Yue h. La comprensión emergió bruscamente, y se llevó una mano al rostro. ¡La gente que pasaba contemplaba las palmeras! Y en sus rostros se leía la envidia, en algunos el odio… y también algo de esperanza. Cada persona que pasaba miraba los árboles con hipnótica fijeza en su expresión.

—¿Sabéis lo que están pensando? —preguntó Yueh.

—¿Pretendéis poder leer los pensamientos? —se sorprendió ella.

—Sus pensamientos —dijo él—. Miran esos árboles y piensan: «Aquí hay un centenar de nosotros». Eso es lo que piensan.

Ella le miró, perpleja y cejijunta.

—¿Por qué?

—Son palmeras datileras —dijo el hombre—. Cada palmera datilera absorbe cuarenta litros de agua al día. Un hombre necesita solamente ocho litros. Una palmera, pues, equivale a cinco hombres. Aquí hay veinte palmeras… o sea cien hombres.

—Pero algunos entre esa gente miran a los árboles con esperanza.

—Esperan que caiga algún dátil, pero no es la estación.

—Miramos este lugar con ojos demasiado críticos —dijo ella—. Hay aquí tanta esperanza como peligro. La especia puede hacernos ricos. Con un tesoro tan grande, podríamos transformar completamente este mundo.

Y se rió silenciosamente para sí misma: ¿A quién intento convencer?

Su risa resonó entre todas sus compulsiones, emergiendo secamente, sin alegría.

—Pero uno no puede comprar la seguridad —dijo.

Yueh giró su rostro para ocultarlo de ella. ¡Si al menos fuera posible odiar a esa gente en vez de amarla! En sus ademanes, en muchos de sus detalles, Jessica se parecía a su Wanna. Pero aquellos pensamientos afirmaron aún más su decisión. La crueldad de los Harkonnen era tortuosa. Quizá Wanna estuviera aún viva. Tenía que estar seguro de ello.

—No os preocupéis por nosotros, Wellington —dijo Jessica—. El problema es nuestro, no vuestro.

¿Cree que me preocupo por ella! Parpadeó para ocultar sus lágrimas. Y es cierto, por supuesto. Pero debo afrontar a ese negro Barón una vez cumplida su voluntad, y aprovechar entonces el momento oportuno para golpearle cuando esté más débil… ¡en el momento de su triunfo!

Suspiró.

—¿Molestaré a Paul si voy a echarle una ojeada? —preguntó Jessica.

—En absoluto. Le he dado un sedante.

—¿Soporta bien el cambio?

—Tan sólo está un poco más cansado que de costumbre. Está excitado, pero, ¿qué muchacho de quince años no lo estaría en tales circunstancias? —Se dirigió hacia la puerta y la abrió—. Aquí está.

Jessica le siguió, aguzando la mirada en la penumbra.

Paul dormía en una estrecha cama, con un brazo metido bajo un ligero cubrecama y el otro sobre su cabeza. La claridad que atravesaba las persianas ponía una trama de luz y sombras en el rostro y el cubrecama.

Jessica miró a su hijo, observando aquel rostro ovalado tan parecido al suyo. Pero los cabellos eran los del Duque… negros como el carbón y enmarañados. Las largas pestañas ocultaban unos ojos verdes. Jessica sonrió, sintiendo que sus temores se desvanecían. De pronto se dio cuenta de cómo iban apareciendo las ascendencias genéticas en los rasgos de su hijo: los ojos eran los suyos, y también las líneas faciales, pero los aguzados rasgos del padre iban mostrándose cada vez más acusados, como la madurez emergiendo de la adolescencia.

Concibió los rasgos del muchacho como la refinada destilación de un proceso casual, una interminable hilera de coincidencias que convergían en un nexo. Sintió deseos de arrodillarse junto a la cama y apretarlo entre sus brazos, pero la presencia de Yueh se lo impidió. Retrocedió, y cerró suavemente la puerta.

Yueh había vuelto a la ventana, incapaz de permanecer junto a Jessica contemplando a su hijo. ¿Por qué Wanna no me dio hijos?, se dijo así mismo. Soy doctor, sé que no había ningún impedimento físico. ¿Acaso existe alguna explicación Bene Gesserit? ¿Es posible que estuviera destinada a algún otro fin? ¿Pero cuál? Ella me amaba, estoy seguro.

Por primera vez se sintió presa del pensamiento de que tal vez él formaba parte de un plan mucho más vasto y complejo de lo que su mente fuera nunca capaz de concebir. Jessica se detuvo a su lado, y dijo:

—Qué delicioso abandono hay en el sueño de un niño.

—Si los adultos pudieran relajarse también así… —dijo el hombre maquinalmente.

—Sí.

—¿Dónde perdimos eso? —murmuró él.

Ella le miró, captando algo extraño en su tono, pero su mente estaba dirigida a Paul, pensando en los nuevos rigores de su adiestramiento, pensando en lo distinta que sería su vida ahora… tan distinta a la vida que habían planeado para él.

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