Dune (Crónicas de Dune, #1) – Frank Herbert

—Diles a tus hombres que se retiren —dijo Jessica—. Que salgan hacia el centro de la depresión para que yo pueda verlos… y es mejor que sepas que conozco su número. Y pensó: Este es el momento más delicado, pero si este hombre es tan despierto como pienso, tenemos una oportunidad.

Paul continuó subiendo, centímetro a centímetro, encontró un pequeño saliente donde descansar, y miró hacia abajo, hacia la hondonada. La voz de Stilgar llegó hasta él:

—¿Y si me niego? ¿Cómo puedes…? ¡Aughhh…! ¡Ya basta, mujer! No te haremos ningún daño. ¡Grandes dioses! Si puedes hacerle esto al más fuerte de nosotros, vales diez veces tu peso en agua.

Ahora, la prueba de la razón, pensó Jessica. Dijo:

—Estáis buscando al Lisan al-Gaib.

—Podríais ser los de la leyenda —dijo el hombre—, pero no lo creeré hasta que sea probado. Todo lo que sé es que habéis venido aquí con aquel estúpido Duque que…

¡Aaaay! ¡Mujer! ¡No me importa que me mates! ¡Era honorable y valiente, pero fue un estúpido metiéndose así en manos de los Harkonnen!

Silencio.

—No tenía elección —dijo Jessica al cabo de un momento—, pero no vamos a discutir sobre ello. Ahora dile a ese hombre de los tuyos que está allí tras el matorral que deje de apuntar su arma contra mí, o voy a librar al universo de tu presencia antes de entendérmelas con él.

—¡Tú, el de allí! —rugió Stilgar—. ¡Haz lo que dice!

—Pero Stil…

—¡Haz lo que dice, cara de gusano, reptil, sesos de arena, excremento de lagarto!

¡Hazlo o la ayudaré a desmembrarte! ¿Acaso no ves la valía de esta mujer?

El hombre del matorral se puso en pie tras su parcial refugio y bajó su arma.

—Ha obedecido —dijo Stilgar.

—Ahora —dijo Jessica—, explícale claramente a tu gente lo que esperas de mí. No quiero que ningún joven de cascos calientes cometa una tonta locura.

—Cuando nosotros nos deslizamos en los poblados y en las ciudades, debemos ocultar nuestro origen, mezclándonos con las gentes de los pan y de los graben —dijo Stilgar—. No llevamos armas, porque el crys es sagrado. Pero tú, mujer, tú posees el extraño arte del combate. Sólo hemos oído hablar de él y muchos han dudado de que exista, pero uno no puede dudar de lo que ha visto con sus propios ojos. Has dominado a un Fremen armado. Esta es un arma que ningún registro o inspección puede descubrir. Hubo un confuso agitarse en la depresión a medida que las palabras de Stilgar iban causando su efecto.

—¿Y si yo consintiera en enseñaros este… arte extraño?

—Tendrías mi apoyo al igual que tu hijo.

—¿Cómo podemos estar seguros de la verdad de tu promesa?

La voz de Stilgar perdió algo de su razonabilidad y rozó los umbrales de la amargura.

—Aquí, mujer, no tenemos papeles ni contratos. Nosotros no hacemos promesas al anochecer para olvidarlas con el alba. Cuando un hombre dice algo, es un contrato. Como jefe de mi pueblo, él está ligado a mi palabra. Enséñanos tu extraño arte, y tendrás refugio entre nosotros tanto tiempo como lo desees. Tu agua se mezclará con nuestra agua.

—¿Puedes hablar por todos los Fremen? —preguntó Jessica.

—Con el tiempo, es posible. Pero sólo mi hermano, Liet, habla por todos los Fremen. Aquí, sólo puedo prometerte el secreto. Mi gente no hablará de vosotros a ningún otro sietch. Los Harkonnen han vuelto a Dune por la fuerza, y vuestro Duque está muerto. Se dice que también vosotros habéis muerto en una Madre tormenta. El cazador ya no persigue a su presa muerta.

Hay una protección en eso, pensó Jessica. Pero esta gente tiene buenas comunicaciones, y siempre puede ser enviado un mensaje.

—Imagino que se ha puesto precio a nuestras cabezas —dijo ella. Stilgar permaneció silencioso, y ella casi pudo ver los pensamientos que giraban en su cabeza, sintiendo cómo los músculos tironeaban en sus manos.

—Lo repito de nuevo —dijo al cabo de un momento—: os he dado la palabra de la tribu. Mi gente conoce ahora vuestro valor. ¿Qué podrían ofrecernos los Harkonnen? ¿Nuestra libertad? ¡Ja! No, vosotros sois el taqwa, que puede proporcionarnos más cosas que toda la especia que hay en los cofres de los Harkonnen.

—Entonces os enseñaré mi arte de combatir —dijo Jessica, y captó la inconsciente intensidad ritual de sus palabras.

—Ahora, ¿vas a soltarme?

—Así sea —dijo Jessica. Lo liberó y dio un paso hacia un lado, mostrándose a la vista de todo el grupo reunido en la depresión. Esta es la prueba mashad, pensó. Pero Paul debe saber cómo son esa gente, aunque yo tenga que morir para que lo sepa. En el tenso silencio, Paul se inclinó hacia adelante para ver mejor a su madre. Al moverse, oyó una respiración afanosa, que se cortó bruscamente sobre él, en la vertical de la pared rocosa, y entrevió una sombra que se recortaba contra las estrellas.

—¡Tú, el de ahí arriba! —resonó la voz de Stilgar en la depresión—. Deja de dar caza al muchacho. Va a bajar ahora mismo.

—Pero Stil, no puede estar lejos de… —respondió desde las tinieblas una voz de joven o de muchacha.

—¡He dicho que lo dejes, Chani! ¡Especie de hueva de lagartija!

Hubo una imprecación susurrada sobre Paul, y luego una voz muy baja:

—¡Llamarme a mí hueva de lagartija! —pero la sombra desapareció. Paul volvió su atención hacia la depresión, donde Stilgar era una sombra gris al lado de su madre.

—Venid todos —llamó Stilgar—. Se volvió hacia Jessica—. Y ahora soy yo quien te pregunta a ti: ¿cómo podemos estar nosotros seguros de que cumplirás tu mitad en nuestro trato? Sois vosotros quienes vivís entre papeles y contratos desprovistos de valor que…

—Nosotras las Bene Gesserit no rompemos tampoco nuestras promesas —dijo Jessica.

Hubo un tenso silencio, lleno de murmullo de voces:

—¡Una bruja Bene Gesserit!

Paul empuñó el arma de la que se había apoderado y la apuntó hacia la oscura silueta de Stilgar, pero el hombre y sus compañeros permanecieron inmóviles, mirando a Jessica.

—Es la leyenda —dijo alguien.

—La Shadout Mapes informó esto de ti —dijo Stilgar—. Pero algo tan importante como lo que dices debe de ser probado. Si tú eres la Bene Gesserit de la leyenda, cuyo hijo nos llevará al paraíso… —se alzó de hombros.

Jessica suspiró, pensando: Así pues, nuestra Missionaria Protectiva ha diseminado sus válvulas religiosas de seguridad incluso en este infierno. Bueno… nos servirán, y esta es precisamente su finalidad.

—La vidente que os ha traído la leyenda —dijo— os la concedió bajo el vínculo del karama y del ijaz, el milagro y la inmutabilidad de la profecía… eso lo sé. ¿Queréis un signo?

Las aletas de la nariz del hombre se dilataron bajo el claro de luna.

—No hay tiempo para ritos —murmuró.

Jessica recordó un mapa que le había mostrado Kynes mientras organizaba la vía de escape de emergencia. Cuánto tiempo parecía haber pasado desde entonces. Había un lugar llamado «Sietch Tabr» en el mapa, y al lado una anotación: «Stilgar».

—Tal vez cuando lleguemos al Sietch Tabr —dijo.

La revelación le impresionó, y Jessica pensó: ¡si tan sólo supiera los trucos que usamos! Debía ser hábil esa Bene Gesserit de la Missionaria Protectiva. Estos Fremen están magníficamente preparados para creernos.

—Stilgar se agitó, inquieto.

—Tenemos que irnos ya.

Ella asintió, a fin de que él comprendiera que se ponían en marcha con su permiso. El hombre miró hacia arriba en el macizo, casi directamente hacia la cornisa rocosa donde estaba agazapado Paul.

—Puedes bajar ya, muchacho. —Volvió su ate nción hacia Jessica, hablando con tono de disculpa—: Tu hijo ha hecho un ruido increíble escalando. Tiene mucho que aprender si no quiere ponernos a todos en peligro… pero es joven.

—No hay duda de que tenemos mucho que enseñarnos los unos a los otros —dijo Jessica—. Ahora deberías ocuparte de tu compañero. Mi ruidoso hijo le ha desarmado un tanto brutalmente.

Stilgar se volvió bruscamente, haciendo ondear su capucha.

—¿Dónde?

—Tras esos arbustos —indicó ella.

—Id a ver —Stilgar hizo una seña a dos de sus hombres. Miró a los demás, identificándolos—. Falta Jamis. —Miró a Jessica—. También tu cachorro conoce tu extraño arte.

—Y observarás que tampoco se ha movido de donde está, pese a tus órdenes —dijo Jessica.

Los dos hombres que había enviado Stilgar regresaron llevando a un tercero que se tambaleaba y jadeaba. Stilgar le dirigió una breve mirada y luego volvió su atención a Jessica.

—El hijo sólo obedece tus órdenes, ¿eh? Bueno. Conoce la disciplina.

—Paul, puedes bajar ahora —dijo Jessica.

Paul se irguió, emergiendo al claro de luna y deslizando el arma Fremen en su cintura. Al volverse, otra figura apareció de entre las rocas y le hizo frente. A la luz de la luna y al gris de la piedra, Paul vio una delgada figura con ropas Fremen, un rostro escondido entre las sombras que le miraba bajo su capucha, y la boca de un arma de proyectiles apuntada hacia él asomando entre las ropas.

—Soy Chani, hija de Liet.

La voz era melodiosa, con una chispa de alegría.

—No te hubiera permitido hacer daño a mis compañeros —dijo.

Paul tragó saliva. La figura ante él se volvió al claro de luna y vio un rostro de elfo, unos ojos negros y profundos. Lo familiar de aquel rostro que había aparecido innumerables veces en sus visiones prescientes sorprendió a Paul, inmovilizándole. Recordó la rabiosa bravata con que en una ocasión había descrito aquel rostro soñado por él a la Reverenda Madre Gaius Helen Mohiam, añadiendo:

—La encontraré.

Y ahora estaba allí, ante él, pero este encuentro no lo había soñado.

—Has sido más ruidoso que un shai-hulud enfurecido —dijo ella—. Y has elegido el camino más difícil para subir. Sígueme: te mostraré el camino para bajar. Salió de la hendidura ayudándose con manos y pies, y siguió su ondeante ropa entre el paisaje rocoso. Parecía moverse como una gacela, danzando entre las rocas. Paul sintió que la sangre afluía a su rostro y dio las gracias a la oscuridad de la noche.

¡Esa chica! Era como un toque del destino. Se sintió como cogido por una ola, en armonía con un movimiento que parecía exaltar sus pensamientos. Poco después se encontraba entre los Fremen, al fondo de la depresión. Jessica dirigió a Paul una pálida sonrisa, pero al hablar lo hizo a Stilgar:

—Creo que será un buen intercambio de enseñanzas. Espero que tú y tu gente no estéis irritados por nuestra violencia. Pareció… necesario. Estábais a punto de… cometer un error.

—Salvar a alguien del error es un regalo del paraíso —dijo Stilgar. Tocó sus labios con su mano izquierda, mientras tomaba el arma de la cintura de Paul con la otra mano y la arrojaba a un compañero—. Tendrás tu propia pistola maula cuando la hayas merecido, muchacho.

Paul estuvo a punto de decir algo, dudó, recordó las enseñanzas de su madre. Los inicios son siempre momentos delicados.

—Mi hijo tiene todas las armas que necesita —dijo Jessica. Miró a Stilgar, forzándole a recordar cómo se había apoderado Paul del arma.

Stilgar miró al hombre desarmado por Paul, Jamis. Estaba de pie a un lado, con la cabeza baja, la respiración jadeante.

—Eres una mujer difícil —dijo. Alzó su mano izquierda hacia un compañero, haciendo chasquear los dedos—. Kushti bakka te.

Más chakobsa, pensó Jessica.

El hombre puso dos cuadrados de tela en la mano de Stilgar. Este los enrolló entre sus dedos y anudó el primero alrededor del cuello de Jessica, bajo la capucha, anudando el otro alrededor del cuello de Paul de la misma forma.

—Ahora lleváis el pañuelo del bakka —dijo—. Si tuviéramos que separarnos, seréis reconocidos como pertenecientes al sietch de Stilgar. Hablaremos de armas en otra ocasión.

Avanzó entre sus hombres, inspeccionándolos, y le entregó a uno de ellos la Fremochila de Paul para que se la llevara.

Bakka, pensó Jessica, reconociendo el término religioso: Bakka… el que llora. Captó como el simbolismo de los pañuelos les unía. ¿Pero por qué ha de unirnos el llanto?, se preguntó.

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