Dune (Crónicas de Dune, #1) – Frank Herbert

—No puedo decirte aún las cosas que ocurrirán —dijo—. No puedo decírmelo ni a mi mismo, aunque las he visto. Este sentido del futuro… parece como si no tuviera ningún control sobre él. Simplemente se manifiesta. El futuro inmediato, digamos un año, puedo verlo en parte… un camino amplio como nuestra Avenida Central en Caladan. Pero hay cosas que no puedo ver… lugares oscuros… como situados al otro lado de una colina —(y pensó de nuevo en la agitada superficie de un pañuelo)—… y hay ramificaciones. Permaneció silencioso, como si el recuerdo de aquella visión le perturbara. Ningún sueño presciente, ninguna experiencia de su vida pasada le habían preparado para esto: todos los velos habían caído, el tiempo se le presentaba en su desnudez. En el revivir de su experiencia reconoció su terrible finalidad: La irresistible presión de su vida dilatándose como un burbuja siempre en expansión… el tiempo retrayéndose ante aquello…

Jessica buscó el control de la luz y lo activó.

Una débil luz verdosa empujó las sombras, calmando su miedo. Observó el rostro de Paul, sus ojos… su mirada interior. Y supo dónde había visto antes una mirada parecida: las fotos en los informes de desastres… en los rostros de los niños que habían conocido el hambreo las más terribles heridas. Los ojos eran pozos sin fondo, la boca una línea dura, las mejillas profundamente hundidas.

Es la expresión de una terrible consciencia, pensó, de alguien obligado al conocimiento de su propia mortalidad.

No era más que un niño.

El significado oculto de las palabras de Paul empezó a definirse en su mente, barriéndolo todo. Paul había mirado hacia adelante, había visto una vía de escape para ellos.

—Hay un modo de eludir a los Harkonnen —dijo.

—¡Los Harkonnen! —se burló él—. Arroja de tu mente esas caricaturas de seres humanos. —Miraba fijamente a su madre, estudiando las arrugas de su rostro a la luz de la tienda. Las arrugas la traicionaban.

—No deberías hablar de la gente refiriéndote a seres humanos sin… —dijo.

—No estés tan segura acerca de los límites —dijo él—. Arrastramos nuestro pasado con nosotros. Y, madre, hay una cosa que no sabes y que deberías saber… nosotros somos Harkonnen.

La mente de Jessica hizo entonces una cosa terrible: se vació totalmente, como si quisiera arrojar de ella toda sensación. Pero la voz de Paul siguió llegándole implacablemente, arrastrándola consigo:

—La próxima vez que estés ante un espejo, estudia tu rostro… estudia ahora el mío. Mira mis manos, la forma de mis huesos. Y si nada de esto te convence, entonces cree en mi palabra. He recorrido el futuro. He visto un informe, en un lugar, tengo todos los datos. Nosotros somos Harkonnen.

—Una… rama renegada de la familia —dijo ella—. Es esto, ¿verdad? Algún primo Harkonnen que…

—Tú eres la propia hija del Barón —dijo él, viendo como llevaba sus manos contra su boca y apretaba fuertemente—. El Barón se dedicó a gozar de muchos placeres en su juventud, y se permitió incluso ser seducido. Pero fue por las necesidades genéticas de la Bene Gesserit, por una de vosotras.

La forma en que dijo vosotras fue como una bofetada. Pero la mente de ella empezó de nuevo a trabajar, y no pudo negar sus palabras. Detalles dispersos de su pasado se unían ahora formando un todo coherente. La hija que buscaba la Bene Gesserit… no era para poner fin a la vieja enemistad entre los Atreides y los Harkonnen, sino únicamente para fijar un factor genético en sus descendencias. ¿Cuál? Buscó confusamente una respuesta.

Como si leyera en su mente, Paul dijo:

—Creyeron que sería yo. Pero no soy lo que esperaban, y he llegado antes de mi tiempo. Y ellas no lo saben.

Jessica apretaba las manos contra su boca.

¡Gran Madre! ¡Es el Kwisatz Haderach!

Le pareció estar desnuda ante él, porque comprendió que nada, o casi nada, quedaba oculto a sus ojos. Y esto, supo, era el origen de su miedo.

—Estás pensando que soy el Kwisatz Haderach —dijo él—. Aparta eso de tu mente. Soy algo inesperado.

Debo advertir a una de las escuelas, pensó ella. El índice de apareamientos revelará lo que ha ocurrido.

—Cuando sepan de mi existencia será demasiado tarde —dijo él. Ella intentó desviar su atención, bajó sus manos y dijo:

—¿Encontraremos refugio entre los Fremen?

—Los Fremen tienen un dicho que atribuyen al Shai-hulud, el Viejo Padre Eternidad, según la tradición. Dice: «Tienes que estar preparado para apreciar lo que encuentres.»

Y pensó: Sí, madre… entre los Fremen. Adquirirás ojos azules y una callosidad en tu adorable nariz, donde estará fijado el tubo de tu destiltraje… y darás a luz a mi hermana: Santa Alia del Cuchillo.

—Si tú no eres el Kwisatz Haderach —dijo Jessica—, ¿quién…?

—No puedes comprenderlo —dijo él—. Lo creerás tan sólo cuando lo veas. Y pensó: Soy una semilla.

De pronto, vio lo fértil que era el terreno en el cual había caído, y dándose cuenta de ello, la terrible finalidad volvió a él, inundándole de aquel espacio vacío en algún lugar de su interior, sofocándole con el dolor.

Había visto una bifurcación en el camino frente a ellos… en una se hallaba un diabólico viejo Barón, y él le decía:

—Hola, abuelo.

Detestó aquella bifurcación, sintiendo que le invadía la náusea. La otra bifurcación estaba llena de manchas de un confuso grisor interrumpidas por cimas de violencia. Tuvo allí una visión de una religión guerrera, un fuego que se extendía por todo el universo con el estandarte verde y negro de los Atreides tremola ndo a la cabeza de oleadas de fanáticas legiones ebrias de licor de especia. Gurney Halleck y algunos pocos más de los hombres de su padre —muy pocos— estaban entre ellos, enarbolando el símbolo del halcón del santuario del cráneo de su padre.

—No puedo tomar este camino —murmuró—. Este es el que querrían realmente las viejas brujas de tu escuela.

—No te comprendo, Paul —dijo su madre.

Permaneció silencioso, pensando que él era tan sólo una semilla, pensando en aquella consciencia racial que al principio había experimentado bajo la forma de una terrible finalidad. Descubrió que ya no podía odiar a la Bene Gesserit, ni al Emperador, ni siquiera a los propios Harkonnen. Todos ellos estaban ligados a la ineluctable necesidad de la raza de renovar su propia herencia dispersa, cruzando y mezclando y refundiendo sus líneas en un gigantesco rebullir genético. Y la raza conocía tan sólo un camino para esto… el antiguo camino que superaba cualquier obstáculo:

El Jihad.

No puedo escoger en absoluto este camino, pensó.

Pero de nuevo, en las profundidades de su mente, vio el santuario del cráneo de su padre, y la violencia con el estandarte verde y negro ondeando en su centro. Jessica carraspeó, preocupada por su silencio.

—Entonces… ¿los Fremen nos darán refugio?

Paul alzó los ojos y, a través de la verdosa luminosidad de la tienda, fijó su mirada en los rasgos delicados, patricios, de su rostro.

—Sí —dijo—. Es uno de los caminos. —Asintió—. Sí. Me llamarán… Muad’Dib, «El que señala el camino». Sí… así me llamarán.

Y cerró los ojos, pensando: No, padre mío, no puedo llorarte. Y sintió las lágrimas resbalar por sus mejillas.

LIBRO SEGUNDO
MUAD’DIB

CAPÍTULO XXIII

Cuando mi padre, el Emperador Padishah, supo de la muerte del Duque Leto y de sus circunstancias, se enfureció como nunca lo habíamos visto. Culpó a mi madre y al complot que le había obligado a poner a una Bene Gesserit en el trono. Culpó a todos los que estábamos allí en aquel momento, incluyéndome a mí, porque dijo que yo era una bruja como todas las demás. Y cuando intenté apaciguarlo, diciéndole que todo aquello había ocurrido en base a una vieja ley de autoconservación a la cual obedecían incluso los más antiguos gobernantes, me escarneció preguntándome si yo le juzgaba a él como un débil. Comprendí entonces que su cólera no había sido debida a la muerte del Duque, sino a lo que dicha muerte implicaba para toda la nobleza. Cuando pienso de nuevo en ello, creo que incluso mi padre debía de tener una cierta presciencia, porque está seguro de que su estirpe y la de Muad’Dib tenían antepasados comunes.

«En la casa de mi padre», por la Princesa Irulan.

—Ahora, los Harkonnen van a matar a los Harkonnen —susurró Paul. Se había despertado al caer la noche, y se había alzado en la oscuridad de la destiltienda. Al hablar, oyó el débil agitarse de su madre en el lado opuesto de la tienda, donde se había tumbado para dormir.

Paul echó una ojeada al detector de proximidad en el suelo, estudiando los diales iluminados en la oscuridad por los tubos fosforescentes.

—Pronto será totalmente de noche —dijo su madre—. ¿Por qué no levantas los enmascaradores de la tienda?

Paul se dio cuenta de que desde hacía algunos minutos la respiración de su madre había variado, mientras ella permanecía tendida en la oscuridad, guardando silencio hasta que estuvo convencida de que él también estaba despierto.

—Levantar los enmascaradores no nos ayudará —dijo él—. Ha habido una tormenta. La tienda está cubierta de arena. Tendré que quitarla.

—¿Ninguna señal de Duncan?

—No.

Paul tocó con un gesto ausente el anillo ducal en su pulgar, y se estremeció ante un súbito acceso de rabia contra la esencia misma de aquel planeta que había contribuido a matar a su padre.

—He oído llegar la tormenta —dijo Jessica.

La inútil vaciedad de aquellas palabras le ayudaron a calmarse un poco. Su mente se concentró en la tormenta y en cómo la había visto precipitarse contra ellos a través de la parte transparente de la destiltienda: frías nubes de arena cruzando la hondonada, luego trombas y cataratas atravesando el cielo. Había mirado a un picacho rocoso, viendo cómo cambiaba de forma bajo los remolinos hasta convertirse en una simple excrescencia color naranja sucio. La arena torbellineaba en la hondonada cubriendo el cielo, que se oscureció como cubierto por una pantalla hasta que la tienda quedó totalmente sepultada. Los tensores de la tienda habían chasqueado cuando aceptaron la presión suplementaria, y luego el silencio había invadido por completo el interior del refugio, roto solamente por el zumbido del snork de arena que bombeaba el aire hacia la superficie.

—Intenta de nuevo el receptor —dijo Jessica.

—No funciona —dijo él.

Buscó el tubo de agua de su destiltraje, fijado a su cuello, aspiró una bocanada tibia, y pensó que así iniciaba realmente su existencia arrakena… viviendo de la humedad de su cuerpo y de su propia respiración. Era un agua insípida y dulzona, pero calmó la sequedad de su garganta.

Jessica oyó a Paul beber, rozó con sus manos la elástica superficie del destiltraje adherida a su cuerpo, pero se negó a admitir su sed. Admitirla hubiera significado para ella la consciencia plena de las terribles necesidades de Arrakis, donde el más infinitesimal rastro de humedad debía ser recuperado, acumulando cada gota en los bolsillos de recuperación de la tienda, donde era un desperdicio cualquier inspiración hecha al aire libre.

Era mucho mejor intentar dormir de nuevo.

Pero aquel día, mientras dormía, había tenido un sueño cuyo solo recuerdo la hizo estremecer. En el sueño, había escrito un nombre: Duque Leto Atreides. La arena borraba el nombre, y ella intentaba volver a escribirlo, conservarlo, pero la primera letra estaba borrada ya cuando aún no había terminado de escribir la última. La arena no dejaba de acumularse en ningún momento.

Su sueño se convirtió en un gemido: alto, cada vez más alto. Un gemido ridículo… parte de su mente había comprendido que el sonido era el de su voz cuando aún era niña, casi un bebé. La imagen de una mujer se iba alejando lentamente, sin que su memoria consiguiera aferrarla.

Mi desconocida madre, pensó Jessica. La Bene Gesserit que me engendró y me entregó a las Hermanas porque estas eran las órdenes que había recibido. ¿Sintió alivio al desembarazarse así de una hija Harkonnen?

—Hay que golpearlas a través de la especia —dijo Paul.

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