Dune (Crónicas de Dune, #1) – Frank Herbert

—¿Es este el tóptero que se supone debemos utilizar? —preguntó, volviéndose para observar los labios de sus compañeros.

—El traidor ha dicho que era uno de los que estaban preparados para el desierto —dijo Otro.

Caracortada asintió.

—Pero es uno de los utilizados para distancias cortas. No hay espacio más que para dos ahí dentro.

—Dos son suficientes —dijo el que llevaba la litera, acercándose al sordo y poniéndose frente a él para que pudiera leer sus labios—. Nosotros podemos encargarnos de ellos a partir de ahora, Kinet.

—El Barón me dijo que me asegurara de lo que les ocurría a esos dos —dijo Caracortada.

—Ella es una bruja Bene Gesserit —dijo el sordo—. Tiene poderes.

—Ahhh… —el hombre hizo una seña a su compañero, señalándose la oreja—. Una de esas, ¿eh? Ya veo lo que quieres decir.

El otro soldado, tras él, gruñó.

—Muy pronto servirá de comida a los gusanos. No creo que una bruja Bene Gesserit tenga poderes sobre uno de esos gordos gusanos, ¿eh, Czigo? —dio un codazo a su compañero.

—Ajá —dijo éste. Volvió a la litera y cogió a Jessica por los hombros—. Adelante, Kinet. Puedes venir si lo que deseas es ver cómo termina esto.

—Muy gentil por tu parte el invitarme, Czigo —dijo Caracortada. Jessica se sintió levantar, la sombra del ala giró a un lado, dejando ver las estrellas. Fue izada a la parte trasera del tóptero, sus ligaduras de krimskell fueron examinadas, y luego fijaron su cinturón. Paul fue colocado a su lado, asegurado cuidadosamente, y entonces observó que sus ligaduras eran de cuerda normal.

Caracortada, el sordo que había sido llamado Kinet, ocupó su lugar delante. El que había conducido la litera, que había sido llamado Czigo, dio la vuelta al aparato y ocupó el otro asiento delantero.

Kinet cerró la portezuela y se inclinó sobre los controles. El tóptero levantó el vuelo con las alas replegadas, dirigiéndose al sur por encima de la Muralla Escudo. Czigo palmeó el hombro de su compañero y le dijo:

—¿Por qué no te vuelves y echas una mirada a esos dos?

—¿Sabes hacia dónde tenemos que ir? —Kinet no dejó de mirar los labios de Czigo.

—He oído decírselo al traidor, como tú.

Kinet hizo girar su asiento. Jessica vio las luces de las estrellas reflejarse en el láser que empuñaba. Sus ojos iban acostumbrándose a la pálida luminosidad del interior del ornitóptero, pero el rostro lleno de cicatrices del guardia permanecía en las sombras. Jessica comprobó el cinturón de su asiento, y descubrió que estaba flojo. Notó que estaba deshilachado a la altura de su brazo izquierdo, y se dio cuenta de que había sido casi seccionado allí, y que cedería al primer movimiento brusco.

¿Alguien ha venido antes a este tóptero y lo ha preparado para nosotros?, se preguntó.

¿Quién? Lentamente, apartó sus atados pies de los de Paul.

—Es realmente una lástima desperdiciar a una mujer tan hermosa como ésta —dijo Caracortada—. ¿Nunca has poseído a una de la nobleza? —Se volvió a mirar al piloto.

—Las Bene Gesserit no son siempre nobles —dijo el piloto.

—Pero todas tienen ese aspecto.

Puede verme bien, pensó Jessica. Levantó las atadas piernas y las apoyó en la silla, encogiéndolas y mirando a Caracortada.

—Realmente hermosa, sí, señor —dijo Kinet. Se humedeció los labios con la lengua—. Es realmente una lástima. —Miró a Czigo.

—¿Piensas lo que yo pienso que estás pensando? —preguntó el piloto.

—¿Quién lo sabrá nunca? —preguntó el guardia—. Luego… —se alzó de hombros—. Nunca he poseído a ninguna noble. Quizá nunca más en mi vida tenga una oportunidad como ésta.

—Si te atreves a poner una mano sobre mi madre… —gruñó Paul. Miró furiosamente a Caracortada.

—¡Hey! —el piloto se echó a reír—. El cachorro ladra. Pero de todos modos no puede morder.

Y Jessica pensó: Paul da un tono demasiado agudo a su voz. Pero de todos modos podría funcionar.

Siguieron volando en silencio.

Esos pobres idiotas, pensó Jessica, estudiando a sus guardias y evocando las palabras del Barón. Serán asesinados apenas terminen de informar del éxito de su misión. El Barón no quiere testigos.

El tóptero sobrevoló las crestas de la Muralla Escudo, y Jessica distinguió debajo de ellos una extensión de arena dibujada por las sombras de la luna.

—Debemos estar ya bastante lejos —dijo el piloto—. El traidor dijo que los depositáramos en la arena en cualquier lugar cerca de la Muralla Escudo. —inclinó el aparato en su largo descenso hacia las dunas, y después lo detuvo en su vertical. Jessica vio que Paul iniciaba sus ejercicios respiratorios para recuperar el dominio de sí mismo. Cerró sus ojos, los volvió a abrir. Jessica le miró, impotente para ayudarle. Todavía no tiene el pleno dominio de la Voz, pensó. Si fracasa… El tóptero tocó la arena con una blanda vibración, y Jessica, mirando hacia el norte, hacia la Muralla Escudo, vio una sombra alada que se posaba más allá, fuera de su vista.

¡Alguien nos sigue!, pensó. ¿Quién? Y luego: Los que ha enviado el Barón para vigilar a estos dos. Y a su vez habrá otros para vigilar a los que vigilan. Czigo paró los rotores de las alas. El silencio flotó sobre ellos. Jessica volvió la cabeza. En el exterior, más allá de Caracortada, la débil luz de la luna bañada una cresta rocosa color de hielo clavada en las arenosas dunas.

Paul carraspeó.

—¿Y ahora, Kinet? —preguntó el piloto.

—No sé, Czigo.

—¡Ahhh, mira! —dijo Czigo, volviéndose. Avanzó su mano hacia la falda de Jessica.

—Suéltale la mordaza —ordenó Paul.

Jessica sintió las palabras rodar por el aire. El tono, el excelente timbre… imperativo, cortante. Un poco menos agudo hubiera sido aún mejor, pero de todos modos había alcanzado el espectro auditivo del hombre.

Czigo dirigió su mano hacia la banda alrededor de la boca de Jessica y comenzó a soltarla.

—¡Deja esto! —ordenó Kinet.

—¡Oh, cierra el pico! —dijo Czigo—. Tiene las manos atadas.

—Deshizo el nudo, y la banda cayó al suelo. Sus ojos relucían mientras examinaba a Jessica.

Kinet puso una mano en el brazo del piloto.

—Mira, Czigo, no necesitamos…

Jessica volvió la cabeza y escupió la mordaza. Habló en voz muy baja, en un tono íntimo.

—¡Caballeros! No necesitan pelear por mí —se movió al mismo tiempo, contoneándose sensualmente en beneficio de Kinet.

Vio que la tensión entre ambos aumentaba, y supo que en aquel instante estaban convencidos de la necesidad de pelear para obtenerla. Su desacuerdo no necesitaba otras razones. En sus mentes ya peleaban por obtenerla.

Levantó su cabeza a la luz de los instrumentos para estar segura de que Kinet podría leer sus labios.

—No deben estar en desacuerdo —se apartaron el uno del otro, mirándose suspicazmente—. ¿Vale la pena pelearse por una mujer?

Por el sólo hecho de hablar, de estar allí, era ya la causa viviente de su pelea. Paul apretó los labios, obligándose a permanecer en silencio. Había utilizado su única oportunidad de servirse de la Voz. Ahora… todo dependía de su madre, cuya experiencia era mucho mayor que la suya.

—Sí —dijo Caracortada—. No hay necesidad de pelear por… Su mano salió disparada al cuello del piloto. El golpe fue detenido por un chasquido metálico que interceptó el brazo y prosiguió su movimiento hasta golpear violentamente el pecho de Kinet. Caracortada gruñó sofocadamente y se derrumbó contra la portezuela.

—¿Me creías tan estúpido como para no conocer este truco? —dijo Czigo. Levantó la mano, y la hoja de un puñal destelló reflejada por la luna.

—Ahora el cachorro —dijo, y se volvió hacia Paul.

—No es necesario —murmuró Jessica.

Czigo vaciló.

—¿No preferirías verme cooperar? —preguntó Jessica—. Dale una oportunidad al muchacho. —Sus labios se curvaron en una sonrisa—. No tendrá muchas ahí afuera, en la arena. Dale sólo esto y… —sonrió de nuevo—. Descubrirás algo que valdrá la pena. Czigo miró a izquierda, a derecha, luego volvió su atención a Jessica.

—He oído lo que puede ocurrirle a un hombre en el desierto —dijo—. El chico tal vez prefiera el puñal.

—¿Acaso es demasiado lo que pido? —imploró Jessica.

—¿Estás intentando engañarme? —murmuró Czigo.

—No quiero ver morir a mi hijo —dijo Jessica—. ¿Es eso un engaño?

Czigo se levantó y soltó el seguro de la portezuela. Luego aferró a Paul, lo arrastró hasta su asiento, lo empujó a medias por el hueco de la portezuela y le apuntó con el cuchillo.

—¿Qué harás, cachorro, si corto tus cuerdas?

—Se alejará inmediatamente hacia aquellas rocas —dijo Jessica.

—¿Lo harás, cachorro? —preguntó Czigo.

La voz de Paul era convenientemente hosca.

—Sí.

El cuchillo descendió y cortó las ligaduras de sus piernas. Paul sintió la mano en su espalda que le empujaba afuera hacia la arena, fingió perder el equilibrio y se agarró al montante para recuperarlo, se volvió como para sostenerse, y lanzó su pie derecho bruscamente hacia adelante.

La puntera estaba apuntada con una precisión fruto de largos años de adiestramiento, como si todo aquel entrenamiento se concentrara en aquel preciso instante. Casi cada músculo de su cuerpo cooperó en emplazar el golpe en el lugar exacto. La puntera golpeó la parte blanda del abdomen de Czigo exactamente bajo el esternón, percutió con una terrible fuerza contra el hígado y a través del diafragma, y terminó en el ventrículo derecho del corazón del hombre.

Con un gemido estrangulado, el guardia fue proyectado hacia atrás contra los asientos. Paul, imposibilitado de usar sus manos, siguió su caída hacia la arena, dando una pirueta y volviendo a alzarse al mismo instante. Saltó de nuevo a la cabina, encontró el cuchillo y lo apretó entre sus dientes mientras su madre cortaba sus propias ligaduras. Después Jessica lo cogió a su vez y liberó las manos de su hijo.

—Hubiera podido arreglármelas con él —dijo—. El mismo hubiera soltado mis ligaduras. Ha sido un riesgo estúpido.

—He visto una oportunidad y la he aprovechado —dijo él.

Ella notó el firme control de su voz y dijo:

—Hay el signo de la casa de Yueh grabado en el techo de esta cabina. El levantó los ojos y miró el ensortijado símbolo.

—Salgamos y examinemos este aparato —dijo Jessica—. Hay un paquete bajo la silla del piloto. Lo he notado cuando hemos entrado.

—¿Una bomba?

—Lo dudo. Hay algo extraño aquí.

Paul saltó a la arena y Jessica le siguió. Se volvió, metió la mano bajo el asiento buscando el extraño bulto. Rozó con su rostro los pies de Czigo, y notó al sacarlo que el paquete estaba húmedo. Se dio cuenta que era sangre del piloto. Lástima de humedad, pensó, y se dijo que aquel era un pensamiento arrakeno. Paul miraba a su alrededor, viendo la escarpada roca que despuntaba en el desierto como una playa invadida por el mar, y más adelante las empalizadas esculpidas por el viento. Se volvió, mientras su madre extraía el paquete del tóptero, y siguió su mirada a través de las dunas hacia la Muralla Escudo. Entonces vio lo que había atraído la atención de su madre: vio otro tóptero descendiendo hacia ellos, y comprendió que no tenían tiempo de sacar los dos cuerpos del aparato y huir con él.

—¡Corre, Paul! —gritó Jessica—. ¡Son Harkonnen!

CAPÍTULO XX

Arrakis enseña la actitud del cuchillo… cortar lo que es incompleto y decir:
«Ahora ya está completo porque acaba aquí.»

De «Frases escogidas de Muad’Dib», por la Princesa Irulan.

El hombre con uniforme Harkonnen se detuvo al final del corredor y observó a Yueh, abarcando en una sola mirada el cuerpo de Mapes, la forma inmóvil del Duque, y a Yueh de pie a su lado. Había un aire casual de brutalidad en él, una sensación de dureza y arrogancia que hicieron estremecer a Yueh.

Sardaukar, pensó Yueh. Un Bashar, a juzgar por su aspecto. Probablemente uno de los enviados por el Emperador para controlar como van las cosas aquí. No importa el uniforme que lleven, nada puede disimularlos.

—Tú eres Yueh —dijo el hombre. Miró especulativamente el anillo de la Escuela Suk que recogía el cabello del doctor, echó una ojeada al tatuaje diamantino de su frente y luego clavó sus ojos en los de Yueh.

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