Dune (Crónicas de Dune, #1) – Frank Herbert

Una tos resonó al otro lado de los cortinajes. Jessica se irguió, inspiró profundamente, expulsó el aire con suavidad.

—Entra —dijo.

Los cortinajes se apartaron violentamente, y Gurney Halleck saltó dentro de la estancia. Jessica apenas vio su rostro contorsionado en una extraña mueca; luego el hombre estuvo tras ella y la sujetó brutalmente, pasando un brazo por su cuello y obligándola a ponerse en pie.

—Gurney, especie de loco, ¿qué estás haciendo? —exclamo.

Entonces sintió el toque del cuchillo contra su espalda. Un estremecimiento de clarividencia se propagó desde la punta del cuchillo. Supo en aquel instante que Gurney quería matarla. ¿Por qué? No consiguió imaginar ninguna razón, porque aquel hombre no era capaz de una traición. Pero no había ninguna duda acerca de sus intenciones. Su mente se agitó ante esta certeza. Gurney no era un hombre que se pudiera anular fácilmente. Estaba preparado en la lucha contra la Voz, conocía todas las estratagemas, sus reacciones era instantáneas ante cualquier amenaza de violencia o muerte. Era un magnífico instrumento de muerte, que ella misma había contribuido a adiestrar con sus consejos y sus sutiles sugerencias.

—Creías haber conseguido escapar, ¿eh, bruja? —gruñó Gurney.

Antes de que aquellas palabras fueran captadas por su mente y pudiera formular una respuesta, los cortinajes se apartaron y Paul entró.

—Aquí está mad… —Paul se interrumpió bruscamente, captando la tensión de la escena.

—Quédate donde estás, mi Señor —dijo Gurney.

—Pero… —Paul agitó su cabeza.

Jessica intentó hablar, pero el brazo apretó la presa en torno a su cuello.

—Hablarás cuando yo lo permita, bruja —dijo Gurney—. Sólo quiero que tu hijo sepa una cosa de ti, y estoy preparado para hundirte este cuchillo en el corazón al mínimo gesto o intento contra mí. Tu voz debe ser átona. No te muevas, no tenses los músculos. Actuarás con la máxima prudencia si quieres ganarte estos pocos instantes de vida. Te aseguro que es todo lo que te queda.

Paul dio un paso hacia adelante.

—Gurney, a migo, ¿qué…?

—¡Quédate donde estás! —gritó Gurney—. Un paso más y ella muere. La mano de Paul se deslizó hacia la empuñadura de su cuchillo. Habló con una calma mortal.

—Harás bien en explicarte, Gurney.

—He jurado matar a la mujer que traicionó a tu padre —dijo Gurney—. ¿Crees que puedo olvidar al hombre que me salvó del pozo de esclavos de los Harkonnen, el hombre que me concedió la libertad, la vida, el honor… que me ofreció su amistad, algo que valoro por encima de cualquier otra cosa? Tengo a quien le traicionó bajo mi cuchillo. Nadie podrá impedir que…

—No podrías cometer mayor error, Gurney —dijo Paul.

Y Jessica pensó: ¡Así que es eso! ¡Qué ironía!

—¿Un error? —dijo Gurney—. Escuchemos entonces qué puede decirnos esta mujer. Y recuerda que he corrompido, espiado y engañado para confirmar esta acusación. He ofrecido incluso semuta a un capitán de la guardia de los Harkonnen para escuchar toda la historia.

Jessica sintió que el brazo que apretaba su garganta relajaba ligeramente su presa, pero antes de que pudiera hablar fue Paul quien dijo:

—El traidor fue Yueh. Eso es lo que te digo, Gurney. Las pruebas son completas, irrefutables. Fue Yueh. No me interesa saber cómo llegaste a tus sospechas, pero si le haces algún daño a mi madre… —blandió su crys, apuntando su hoja hacia él— …tendré tu sangre.

—Yueh era un médico condicionado para servir a las casas reales —gruño Gurney—. No podía volverse un traidor.

—Conozco un medio para anular este condicionamiento —dijo Paul.

—Las pruebas —insistió Gurney.

—Las pruebas no están aquí —dijo Paul—. Están en el Sietch Tabr, lejos de aquí, pero si…

—Es un truco —gruñó Gurney, y su brazo se apretó en torno al cuello de Jessica.

—No es ningún truco, Gurney —dijo Paul, y había una profunda nota de tristeza en su voz que llegó hasta lo más hondo del corazón de Jessica.

—Vi el mensaje capturado al agente Harkonnen —dijo Gurney—. La nota señalaba directamente a…

—Yo también lo vi —dijo Paul—. Mi padre me lo mostró aquella misma noche, diciéndome que era un truco de los Harkonnen para hacerle sospechar de la mujer a la que amaba.

—¡Ayah! —dijo Gurney—. Tú no…

—Cállate —dijo Paul, y la tranquila firmeza de sus palabras era más imperativa que todas las órdenes que Jessica había oído en cualquier otra voz. Tiene el Gran Control, pensó.

El brazo de Gurney tembló alrededor de su cuello. La punta del cuchillo se apartó, insegura.

—Lo que tú no has oído —dijo Paul— son los sollozos de mi madre la noche que perdió a su Duque. Lo que tú no has visto es el llamear de sus ojos cuando habla de matar a los Harkonnen.

Así que ha escuchado, pensó ella. Las lágrimas acudieron a sus ojos.

—Lo que has olvidado —prosiguió Paul—, son las lecciones que aprendiste en los pozos de esclavos. ¡Hablas con orgullo de la amistad de mi padre! ¿Y eres incapaz de distinguir entre los Harkonnen y los Atreides hasta el punto de no reconocer un engaño Harkonnen por el hedor que emana? ¿Acaso no sabes que la lealtad a los Atreides se gana con el amor, mientras que la moneda de cambio de los Harkonnen es el odio?

¿Realmente no has reconocido la verdadera naturaleza de esta traición?

—¿Pero, Yueh? —murmuró Gurney.

—La prueba que tenemos es un mensaje de propia mano de Yueh en el que confiesa su traición —dijo Paul—. Te lo juro por el cariño que te profeso, un cariño que conservaré aún después de que te mate en esta misma estancia.

Escuchando a su hijo, Jessica se maravilló de su comprensión, de la penetración de su inteligencia.

—Mi padre tenía un instinto para sus amigos —dijo Paul—. No concedía fácilmente su cariño, pero jamás se equivocó. Su única debilidad fue su incomprensión hacia el odio. Pensaba que cualquiera que odiara a los Harkonnen no podría traicionarle. —Miró a su madre—. Ella lo sabe. Le he transmitido el mensaje de mi padre diciéndole que nunca había dudado de ella.

Jessica sintió que su control se disolvía. Se mordió el labio inferior. Viendo la rígida formalidad de Paul, se dio cuenta de lo que le debían estar costando aquellas palabras. Hubiera querido correr hacia él, estrechar su cabeza contra su pecho como nunca había hecho. Pero el brazo había dejado de temblar contra su garganta, la punta del cuchillo volvía a hacer presión contra su espalda, aguzada e inmóvil.

—Uno de los momentos más terribles en la vida de un muchacho —dijo Paul— es cuando descubre que su padre y su madre son seres humanos que comparten un amor en el cual nunca podrá participar. Es una pérdida, pero también un despertar, la constatación de que el mundo está aquí y allí y que uno ya no está solo. Ese momento lleva consigo su propia verdad, y uno no puede evadirse de ella. He oído a mi padre cuando hablaba de mi madre. Ella no nos traicionó, Gurney.

Jessica encontró finalmente su voz.

—Gurney, suéltame —dijo. No había ningún tono de mando en sus palabras, ningún truco para jugar con su debilidad, pero el brazo de Gurney la soltó y cayó. Avanzó hacia Paul, deteniéndose frente a él, sin tocarle.

—Paul —dijo—, hay otros despertares en este universo. De pronto me he dado cuenta de hasta qué punto te he manipulado, transformado para hacerte seguir el camino que yo había elegido para ti… que yo debía elegir, si esto sirve como justificación, a causa de mi educación. —Tragó saliva, intentando deshacer el nudo que se había formado en su garganta, y miró fijamente a los ojos de su hijo—. Paul… quiero que hagas algo por mí: elige el camino de tu felicidad. Cásate con tu mujer del desierto si este es tu deseo. Desafía a quien sea para ello, no te importe lo que hagas. Pero elige tu propio camino. Yo…

Se interrumpió al oír el débil sonido de un murmullo a sus espaldas.

¡Gurney!

Vio los ojos de Paul mirando directamente tras ella. Se volvió. Gurney permanecía en la misma posición, pero había enfundado su cuchillo y había abierto sus ropas, mostrando su pecho enfundado en el gris destiltraje de reglamento, el tipo que fabricaban los contrabandistas para circular por las madrigueras de sus sietch.

—Clava tu cuchillo aquí en mi pecho —murmuró Gurney—. Mátame, y terminemos así con esto. He mancillado mi nombre. ¡He traicionado a mi propio Duque! El mejor…

—¡Ya basta! —dijo Paul.

Gurney le miró fijamente.

—Cierra esas ropas y deja de actuar como un idiota —dijo Paul—. Ya he oído bastantes estupideces para un solo día.

—¡Mátame te digo! —rugió Gurney.

—Me conoces ya lo suficiente —dijo Paul—. ¿Por qué clase de imbécil me tomas?

¿Deben comportarse así todos los hombres a los que necesito?

Gurney miró a Jessica, y habló con una voz lejana, con un tono de súplica desconocido en él.

—Entonces vos, mi Dama, por favor… matadme vos.

Jessica se le acercó, colocando las manos en sus hombros.

—Gurney, ¿por qué insistes en que los Atreides matemos a aquellos que nos son queridos? —Suavemente, le quitó de las manos los cierres de su ropa y se la cerró sobre su pecho.

—Pero… yo… —Gurney habló sollozante.

—Estabas convencido de que actuabas por Leto —dijo ella—, y te doy las gracias por ello.

—Mi Dama —dijo Gurney. Inclinó la cabeza y cerró sus párpados para retener las lágrimas.

—Consideremos todo esto como un malentendido entre viejos amigos —dijo ella, y Paul oyó los suaves tonos tranquilizadores de su voz—. Ya ha terminado, y demos gracias de que nunca más habrá malentendidos entre nosotros.

Gurney abrió sus ojos, húmedos, y la miró.

—El Gurney Halleck que conocía era un hombre tan hábil al arma blanca como al baliset —dijo Jessica—. Era el hombre cuyo baliset yo admiraba más. ¿Tal vez este Gurney Halleck recuerda aún cómo me gustaba escucharle cuando tocaba para mí?

¿Tienes aún un baliset, Gurney?

—Tengo uno nuevo —dijo Gurney—. Traído de Chusuk, un instrumento muy suave. Suena casi como un Varota genuino aunque no está firmado. Creo que debió ser fabricado por un alumno de Varota que… —se interrumpió—. ¿Pero qué estoy diciendo, mi Dama? Estamos aquí perdiendo el tiempo charlando de…

—No perdemos el tiempo, Gurney —dijo Paul. Avanzó hasta colocarse al lado de su madre, frente a Halleck—. No perdemos el tiempo charlando, sino que estamos hablando de algo que trae la felicidad a un grupo de amigos. Quisiera que tocaras algo para ella, ahora. Los planes de batalla pueden aguardar un poco. En cualquier caso, no vamos a combatir antes de mañana.

—Yo… voy a buscar mi baliset —dijo Gurney—. Está en el corredor —pasó junto a ellos y desapareció tras los cortinajes.

Paul apoyó una mano en el brazo de su madre, y notó que temblaba.

—Ya ha terminado todo, madre —dijo.

Sin volver la cabeza, ella le miró con el rabillo del ojo.

—¿Terminado?

—Por supuesto. Gurney…

—¿Gurney? Oh… sí —bajó los ojos.

Gurney apareció entre un roce de cortinajes con su baliset. Empezó a afinarlo, evitando sus miradas. Los tapices en las paredes y los cortinajes ahogaban los ecos, haciendo que el baliset sonara más suave e íntimo.

Paul condujo a su madre hasta un almohadón, haciéndola sentarse con la espalda vuelta a los tapices de la pared.

Se sintió repentinamente impresionado por la edad que se leía en su rostro, donde el desierto había surcado ya sus primeras resecas arrugas, las primeras líneas en los bordes de los ojos velados de azul.

Está agotada, pensó. Hemos de encontrar algún modo de librarla de parte de sus cargas.

Gurney hizo sonar un acorde.

Paul alzó los ojos hacia él.

—Hay… algunas cosas que reclaman mi atención —dijo—. Espérame aquí. Gurney asintió. Su mente estaba lejos de allí, quizá en Caladan, bajo los cielos abiertos de un horizonte nuboso que anunciaba próximas lluvias.

Paul se obligó a sí mismo a salir, empujándose hacia el corredor a través de los pesados cortinajes. Oyó a Gurney arrancar un nuevo acorde al baliset, y se detuvo un instante fuera de la estancia para escuchar el ahogado eco de la música.

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