Dune (Crónicas de Dune, #1) – Frank Herbert

El destiltraje de Paul se adhería perfectamente a su cuerpo, y apenas era consciente de sus tampones nasales y la máscara para la respiración. Las enseñanzas de Stilgar, las laboriosas horas en la arena, le hacían olvidar cualquier otra cosa.

—¿A qué distancia debes mantenerte del radio de acción del hacedor en la arena gruesa? —le había preguntado Stilgar. Y él había respondido correctamente:

—A medio metro por cada metro de diámetro del hacedor.

—¿Por qué?

—Para evitar el vórtice de su paso, pero tener tiempo de correr y saltar a su lomo.

—Tú ya has cabalgado a los más pequeños, los criados para la semilla y el Agua de Vida —había dicho Stilgar—. Pero el que llames para tu prueba será un hacedor salvaje, un viejo del desierto. Debes mostrarle el respeto que se merece. Ahora, el profundo ruido del martilleador se mezclaba con el chirrido de la aproximación del gusano. Paul inspiró profundamente, oliendo la amarga acidez mineral de la arena incluso a través de sus filtros. El hacedor salvaje, el viejo del desierto, estaba casi encima de él. Sus segmentos frontales, encrestados, levantaban una ola de arena capaz de sepultarle.

Ven aquí adorable monstruo, pensó. Aquí. Escucha mi llamada. Ven aquí. Ven aquí. La ola levantó la duna bajo sus pies. Un torbellino de polvo le envolvió. Reafirmó su posición, mientras todo su mundo era dominado por el paso de aquella inmensa pared curva ofuscada por la arena, una roca viviente segmentada.

Paul levantó los garfios, tomó puntería, se inclinó hacia adelante, se lanzó. Los sintió morder y tirar violentamente. Saltó hacia arriba, plantando sus pies en la curvada pared, tirando hacia afuera para que los garfios se clavaran mejor. Aquel era el momento culminante de la prueba: si había plantado correctamente los garfios, en el extremo anterior del segmento anillado, abriendo así el segmento, el gusano no rodaría sobre sí mismo para aplastarle.

El gusano frenó su marcha. Llegó al martilleador, y lo silenció. Lentamente, su cuerpo se curvó hacia arriba… arriba… levantando aquellos irritantes garfios lo más alto posible, lejos de la arena que amenazaba la tierna membrana interior del segmento. Y Paul se encontró cabalgando erecto a lomos del gusano. Se sintió exultante, como un emperador ante sus dominios. Venció su impulso de dar cabriolas, de hacer girar el gusano a uno u otro lado, de demostrar su pericia y su dominio absoluto sobre la criatura. Repentinamente comprendió por qué Stilgar le había puesto en guardia, hablándole de aquellos jóvenes locos que bailaban y jugaban con sus monstruos, arrancando sus dos garfios a la vez para clavarlos de nuevo antes de que el gusano pudiera arrojarlos de su lomo.

Arrancando un garfio de su lugar, Paul tiró del otro y clavó de nuevo el primero un poco más abajo en el flanco. Aseguró su presa, y cuando lo tuvo bien seguro repitió la operación con el otro, descendiendo así un poco en su flanco. El hacedor giró un poco sobre sí mismo y, con este movimiento, se desvió hacia la zona de arena fina donde aguardaban los demás.

Paul los vio acercarse, utilizando sus garfios para montar, pero evitando los sensibles bordes de los anillos hasta que no estuvieron todos arriba. Finalmente cabalgaron en una triple hilera tras él, sólidamente sujetos con sus garfios.

Stilgar avanzó entre las hileras, comprobó la posición de los garfios de Paul, y miró al sonriente rostro del muchacho.

—Lo has logrado, ¿eh? —dijo, alzando su voz por encima del crepitar de la arena—. Al menos eso es lo que crees, ¿no? —Se irguió—. Ahora permíteme que te diga que ha sido un pésimo trabajo. Un chico de doce años lo hubiera hecho mejor. Había un tambor de arena a la izquierda del punto donde aguardabas. Si el gusano llega a precipitarse contra ti, no hubieras encontrado lugar para huir por aquel lado.

La sonrisa desapareció del rostro de Paul.

—Había visto el tambor de arena.

—Entonces, ¿por qué no le pediste a alguno de nosotros que se situara en posición secundaria tras de ti? Es algo permitido incluso en la prueba. Paul tragó saliva, haciendo frente al viento provocado por su marcha.

—Piensas que no está bien que ahora te diga esto —elevó la voz Stilgar—. Pero es mi deber. Pienso en lo valioso que eres para nosotros. Si hubieras caído en el tambor de arena, el hacedor se hubiera precipitado contra ti.

Pese a su repentina rabia, Paul sabía que Stilgar estaba diciendo la verdad. Necesitó un largo minuto y todo el esfuerzo del adiestramiento que había recibido de su madre para recuperar la calma.

—Lo siento —dijo—. No volverá a ocurrir.

—En una posición difícil, hazte siempre ayudar por un secundario, alguien que pueda saltar sobre el hacedor si tú no puedes —dijo Stilgar—. Recuerda que nosotros trabajamos siempre en conjunto. Sólo así estamos seguros. Siempre en conjunto, ¿eh?

Palmeó a Paul en el hombro.

—Siempre en conjunto —aceptó Paul.

—Ahora —dijo Stilgar, y su voz era dura—, muéstrame que sabes cómo maniobrar un hacedor. ¿En qué lado estamos ahora?

Paul miró a la escamosa superficie del anillo, notó la forma y el tamaño de las escamas, el modo como se alargaban a su derecha y se hacían más cortas a su izquierda. Cada gusano, sabía, se movía de una manera característica, ofreciendo casi siempre el mismo lado hacia arriba. Cuando el gusano envejecía, esta forma de moverse se convertía en algo constante. Las escamas inferiores se volvían más densas, largas y lisas. En un gusano grande, bastaba una ojeada a las escamas para identificar el arriba y el abajo.

Desplazando sus garfios, Paul se movió hacia la izquierda. Hizo un gesto a dos hombres a su flanco, que se situaron sobre el segmento abierto para mantener al gusano en línea recta mientras giraba sobre si mismo. Cuando hubo adoptado la posición requerida, invitó a dos timoneros a salir de la línea y situarse delante.

—¡Ach, haiiii-yoh! —exclamó, en el grito tradicional. El timonero de su izquierda abrió allí el borde de un segmento.

En un majestuoso círculo, el hacedor se curvó para proteger su segmento abierto. Dio un amplio giro sobre sí mismo y, cuando estuvo orientado de nuevo al sur, Paul gritó:

—¡Geyrat!

El timonero soltó sus garfios. El hacedor prosiguió avanzando en línea recta.

—Muy bien, Paul-Muad’Dib —dijo Stilgar—. Con la práctica, podrás llegar a ser un caballero de la arena.

Paul frunció el ceño, pensando: ¿Acaso no he sido el primero en montarlo?

Tras él se alzaron risas. El grupo empezó a cantar, lanzando su nombre al cielo:

—¡Muad’Dib! ¡Muad’Dib! ¡Muad’Dib!

Y muy atrás en la superficie del gusano, Paul oyó el golpeteo de los aguijoneadores en los segmentos de cola. El gusano empezó a adquirir velocidad. Sus ropas ondearon al viento. El abrasivo sonido de su paso se incrementó.

Paul miró a sus espaldas a través del grupo, y vio el rostro de Chani muy cerca de él. La miró mientras preguntaba a Stilgar:

—Entonces, ¿soy un caballero de la arena, Stil?

—¡Mal yawm! Eres un caballero de la arena desde hoy.

—Entonces, ¿puedo escoger nuestro destino?

—Esa es la costumbre.

—Y yo soy un Fremen que he nacido aquí, hoy, en el erg Habbanya. Nunca he vivido hasta hoy. Era un niño hasta este día.

—No exactamente un niño —dijo Stilgar. Se apretó una esquina de su capucha que chasqueaba al viento.

—Pero había un corcho bloqueando la salida de mi mundo, y este corcho ha sido quitado.

—Ya no hay ningún corcho.

—Quiero ir al sur, Stilgar… veinte martilleadores. Así veré el país que estamos creando, la tierra que sólo he visto con los ojos de los demás.

Y veré a mi hijo y a mi familia, pensó. Necesito ahora tiempo para examinar este futuro que es un pasado en mi mente. El torbellino se acerca y, sino consigo detenerlo, nos arrastrará con su salvaje violencia.

Stilgar le miró, pensativo. Paul siguió dedicando su atención a Chani, leyendo en su rostro el reflejo de la excitación que sus palabras habían despertado en el grupo.

—Los hombres están impacientes por efectuar una incursión contigo a los sink de los Harkonnen —dijo Stilgar—. Los sink se encuentran tan sólo a un martilleador de aquí.

—Los Fedaykin ya han hecho incursiones conmigo —dijo Paul—. Y seguirán haciéndolas hasta que no queden Harkonnen respirando el aire de Arrakis. Stilgar le miró largamente, y Paul comprendió que estaba pensando en cómo había asumido el mando del Sietch Tabr y del Consejo de Jefes, tras la muerte de Liet-Kynes. Ha oído hablar de la agitación que reina entre los jóvenes Fremen, pensó Paul.

—¿Deseas una Asamblea de los jefes? —preguntó Stilgar. Los ojos de los jóvenes relampaguearon tras él, mientras seguían cabalgando al gusano en su loca carrera. Y Paul vio la inquietud en la mirada de Chani, la forma como sus ojos iban desde Stilgar, que era su tío, hasta Paul-Muad’Dib, que era su compañero.

—No puedo saber lo que quiero —dijo Paul.

Y pensó: No puedo retroceder en mi camino. Debo mantener mi control sobre esta gente.

—Tú eres el mudir de la arena hoy —dijo Stilgar. Su voz era sumamente formal—.

¿Cómo vas a usar este poder?

Necesitamos tiempo para relajarnos, tiempo para reflexionar fríamente, pensó Paul.

—Iremos al sur —dijo.

—¿Incluso si yo digo que tendremos que volver hacia el norte apenas haya terminado esta jornada?

—Iremos al sur —repitió Paul.

Un sentido de inevitable dignidad circundó a Stilgar mientras ajustaba estrechamente sus ropas.

—Tendremos Asamblea —dijo—. Enviaré los mensajes.

Piensa que voy a desafiarle, pensó Paul. Y sabe que no puede vencerme. Hizo frente al sur, sintiendo el viento azotar sus expuestas mejillas, pensando en todas las necesidades que iban a condicionar sus decisiones.

Ignoran cuál es la realidad, pensó.

Sabía que no debía dejarse desviar por ninguna consideración. Debía mantenerse a cualquier precio en el camino de aquel huracán del tiempo que había podido ver en el futuro. En un momento determinado podría dominarlo, pero sólo si podía penetrar hasta el mismo corazón.

No le desafiaré si puedo evitarlo, pensó. Si hay otra manera de impedir el jihad…

—Para la comida de la tarde y la plegaria nos detendremos en la Caverna de los Pájaros, al otro lado de la Cresta Habbanya —dijo Stilgar. Clavó él mismo unos garfios para equilibrar la marcha del hacedor, y señaló una lejana barrera rocosa que surgía en el desierto.

Paul estudió la cordillera, las grandes vetas rocosas que se alzaban como gigantescas olas. Ningún rastro de verdor, ninguna flor ablandaba la rigidez de aquel horizonte. Más allá de las montañas se abría la vía del sur, diez días y diez noches como mínimo, a la máxima velocidad posible de un hacedor.

Veinte martilleadores.

El camino les llevaría mucho más lejos de las patrullas Harkonnen. Sabía cómo era: sus sueños se lo habían mostrado. Un día, mientras seguían avanzando hacia el sur, habría un leve cambio en el color del horizonte… algo casi imperceptible, casi una ilusión debida a la esperanza… y entonces llegarían al nuevo sietch.

—¿Muad’Dib está de acuerdo con mi decisión? —preguntó Stilgar. Había un levísimo toque de sarcasmo en su voz, pero los oídos Fremen a su alrededor, alertas a la menor variación en el grito de un pája ro o al mensaje desgranado por un ciélago, captaron el sarcasmo y miraron a Paul, esperando su reacción.

—Stilgar oyó mi juramento de lealtad cuando consagramos a los Fedaykin —dijo Paul—. Mis comandos de la muerte saben que hablo con honor. ¿Acaso Stilgar duda de ello?

Había un sincero dolor en la voz de Paul. Stilgar lo captó y bajó los ojos.

—Nunca dudaré de Usul, el compañero de mi sietch —dijo—. Pero tú eres PaulMuad’Dib, el Duque Atreides, y tú eres el Lisan al-Gaib, la Voz del Otro Mundo. A esos hombres no los conozco.

Paul volvió la mirada para fijarla en la Cresta Habbanya, surgiendo del desierto frente a ellos. Bajo sus pies, el hacedor estaba aún lleno de fuerza y voluntad. Podría transportarles a una distancia de casi el doble que cualquier otro gusano. Lo sabía. Ninguno, ni siquiera en las fábulas que se contaban a los niños, podía ser parangonado con aquel viejo del desierto. Paul comprendió que aquel sería el inicio de una nueva leyenda.

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