Dune (Crónicas de Dune, #1) – Frank Herbert

Estoy de mal humor, pensó Paul, y se preguntó qué hubiera dicho Gurney al respecto. Conocía el origen de aquel malhumor. No hubiera querido participar en aquella recepción, pero su padre había sido firme: «Tienes un rango, una posición que defender. Eres bastante adulto como para hacerlo. Ya casi eres un hombre.»

Paul vio a su padre avanzar, inspeccionar la sala y dirigirse al grupo que rodeaba a Dama Jessica.

Mientras Leto se acercaba al grupo de Jessica, el transportista de agua estaba diciendo:

—¿Es cierto que el Duque quiere instalar un control climático?

—Mis proyectos no llegan hasta tal punto, señor —dijo el Duque detrás del hombre. Este se volvió, mostrando su rostro redondo y bronceado.

—Ah, el Duque —dijo—. Habíamos observado vuestra ausencia.

Leto miró a Jessica.

—Había algo que debía ser hecho —dijo. Volvió de nuevo su atención al transportista de agua y explicó lo que había ordenado con respecto a los cuencos, añadiendo—: En lo que a mi respecta, esa vieja costumbre termina aquí.

—¿Es una orden ducal, mi Señor? —preguntó el hombre.

—Dejo esto a vuestra… conciencia —dijo el Duque. Se volvió, viendo a Kynes avanzar hacia el grupo.

—Creo que es un gesto muy generoso por vuestra parte —dijo una de las mujeres—. Ofrecer el agua a… —alguien la hizo callar.

El Duque observó a Kynes, notando que el planetólogo llevaba el uniforme marrón oscuro de antiguo estilo, con las charreteras del Servicio Imperial y una minúscula gota de oro indicando su rango en el cuello.

—¿Debo entender que las palabras del Duque implican una crítica hacia nuestras costumbres? —preguntó el transportista de agua con voz irritada.

—Esa costumbre ha sido cambiada —dijo Leto. Saludó a Kynes con una inclinación de cabeza y observó un fruncimiento de cejas por parte de Jessica. Fruncir las cejas no es cosa de Jessica, pensó, pero alimentará los rumores de fricción entre nosotros.

—Con el permiso del Duque —dijo el transportista de agua—, me gustaría profundizar algo más acerca de las costumbres.

Leto percibió la repentina untuosidad de la voz del hombre, notó el silencio del grupo, observó que todas las cabezas en la sala se volvían hacia ellos.

—¿No es casi la hora de la cena? —preguntó Jessica.

—Pero nuestro huésped ha hecho una pregunta —dijo Leto. Y miró fijamente al transportista de agua, viendo a un hombre de rostro alunado con grandes ojos y gruesos labios y recordando el informe de Hawat: «…y ese transportista de agua es un hombre que debe ser vigilado. Recordad su nombre: Lingar Bewt. Los Harkonnen lo usaron, aunque sin llegar a controlarlo nunca totalmente.»

—Las costumbres relacionadas con el agua son muy interesantes —dijo Bewt, y su rostro se iluminó con una sonrisa—. Tengo curiosidad por saber qué pensáis hacer con el invernadero anexo a esta casa. ¿Continuaréis haciendo ostentación de él ante el pueblo… mi Señor?

Leto dominó su cólera mientras miraba al hombre. Los pensamientos brotaban de su mente. Estaba desafiándole en su propio castillo, especialmente ahora que la firma de Bewt estaba al pie de un contrato de lealtad. Claro que aquel hombre parecía gozar de un cierto poder personal. El agua significaba poder en aquel mundo. Por ejemplo, si todas las fuentes de agua fueran destruidas a una señal… El hombre se veía capaz de hacerlo. La destrucción del agua facilitaría la destrucción de Arrakis. Esta debía ser la amenaza que había usado Bewt con los Harkonnen.

—Mi Señor el Duque y yo tenemos otros planes para nuestro invernadero —dijo Jessica. Sonrió a Leto—. Pensamos conservarlo, es cierto, pero tan sólo en nombre del pueblo de Arrakis. Nuestro sueño es conseguir que un día el clima de Arrakis pueda ser cambiado lo suficiente como para permitir que plantas como esas crezcan por todas partes, a cielo abierto.

¡Bendita sea!, pensó Leto. Veamos como engulle esto nuestro transportista de agua.

—Vuestro interés por el agua y el control climático es obvio —dijo el Duque—. Os aconsejo diversificar vuestros intereses. Llegará un día en que el agua ya no será un bien tan precioso en Arrakis.

Y pensó: Hawat debe redoblar sus esfuerzos para infiltrarse en esa organización de Bewt. Y debemos redoblar inmediatamente la vigilancia sobre las fuentes de agua. ¡Nadie puede sostener una tal amenaza sobre mi cabeza!

Bewt asintió, sin dejar de sonreír.

—Un hermoso sueño, mi Señor —y dio un paso hacia atrás.

Leto vio entonces la expresión del rostro de Kynes. El hombre estaba contemplando a Jessica. Su semblante estaba transfigurado… como un hombre enamorado… o presa de un trance religioso.

Los pensamientos de Kynes estaban ocupados totalmente en aquel momento por las palabras de la profecía: «Y compartirán con vosotros vuestro sueño más precioso ». Habló directamente a Jessica:

—¿Pensáis tomar el camino más corto?

—¡Ah, doctor Kynes! —dijo el transportista de agua—. Habéis venido, abandonado vuestras miserables hordas Fremen. Muy gentil por vuestra parte. Kynes posó en Bewt una mirada inescrutable.

—En el desierto —replicó— se dice que la posesión de agua en grandes cantidades lleva al hombre a fatales consecuencias.

—Hay muchos dichos extraños en el desierto —dijo Bewt, pero su voz traicionaba su turbación.

Jessica se acercó a Leto, deslizó su mano bajo el brazo del hombre, intentando calmarse por un momento. Kynes había dicho:

«…el camino más corto». En la antigua lengua, estas palabras podían ser traducidas como «Kwisatz Haderach». La extraña pregunta del planetólogo había pasado inadvertida para los demás, y ahora Kynes se inclinaba hacia una de las mujeres del grupo, prestando oídos a alguna coquetería murmurada en voz baja.

Kwisatz Haderach, pensó Jessica. ¿Acaso la Missionaria Protectiva había implantado también aquí la leyenda? Ante este pensamiento sintió avivarse las secretas esperanzas que alimentaba con respecto a Paul. Podría ser el Kwisatz Haderach. Podría serlo. El representante del Banco de la Cofradía hablaba con el transportista de agua, y la voz de Bewt resonó por un instante sobre el murmullo de las conversaciones:

—Mucha gente ha intentado modificar Arrakis.

El Duque observó hasta qué punto aquellas palabras alteraron a Kynes, que se irguió y abandonó bruscamente a la dama y su frívola conversación.

En el repentino silencio, un soldado de la casa con uniforme de lacayo carraspeó y dijo, mirando a Leto:

—La cena está servida, mi Señor.

El Duque miró interrogativamente a Jessica.

—La costumbre aquí es que los anfitriones sigan a sus invitados hacia la mesa —dijo ella con una sonrisa—. ¿Cambiamos también eso, mi Señor?

—Me parece una buena costumbre —respondió él fríamente—. La dejaremos por el momento.

La ilusión de que sospecho de ella por traición debe ser mantenida, pensó. Observó como los invitados desfilaban ante él. ¿Quién entre vosotros cree en tal mentira?

Jessica advirtió su distanciamiento y, una vez más, se preguntó la razón, como había hecho tantas veces aquella última semana. Actúa como un hombre en lucha consigo mismo, pensó. ¿Es acaso porque he organizado esta velada demasiado pronto? Sin embargo, sabe muy bien la importancia que tiene el que comencemos a mezclar nuestros oficiales y nuestros hombres con los notables del planeta. Somos en cierto modo el padre y la madre de todos ellos. Nada impresiona más que estas formas de reunión social. Leto, observando a los huéspedes que pasaban por su lado, recordó las palabras que había pronunciado Thufir Hawat cuando se enteró del asunto: «¡Señor! ¡Lo prohíbo!»

Una amarga sonrisa apareció en el rostro del Duque. Vaya escena había sido. Y cuando el Duque se mostró inamovible con respecto a la celebración de aquella cena, Hawat había agitado largamente la cabeza.

—Tengo un mal presentimiento al respecto, mi Señor —había dicho—. Las cosas se mueven demasiado aprisa en Arrakis. Este no es el modo de actuar de los Harkonnen. No lo es en absoluto.

Paul pasó junto a su padre, escoltando a una joven media cabeza más alta que él. Lanzó una gélida mirada a su padre, asintiendo a algo que la muchacha le había dicho.

—Su padre fabrica destiltrajes —dijo Jessica—. He oído decir que sólo un loco aceptaría aventurarse en el desierto con uno de sus trajes.

—¿Quién es el hombre de la cicatriz en el rostro que está delante de Paul? —preguntó el Duque—. No consigo identificarle.

—Un invitado de última hora —susurró ella—. Gurney arregló la invitación. Es un contrabandista.

—¿Gurney lo arregló?

—A petición mía. Ha sido garantizado por Hawat, aunque creo que Hawat no se siente muy entusiasta a su respecto. Es un contrabandista llamado Tuek, Esmar Tuek. Tiene poder en su ambiente. Todos le conocen. Ha sido huésped en la mayor parte de casas.

—¿Por qué está aquí?

—Todos se harán la misma pregunta —dijo Jessica—. Tuek diseminará con su presencia la duda y la sospecha. Hará creer además que estás decidido a hacer respetar tus órdenes contra la corrupción… con el apoyo de los contrabandistas si es necesario. Esto último le ha gustado a Hawat.

—No estoy seguro de que a mi me guste. —Hizo una inclinación de cabeza a una pareja que pasaba, y observó que ya quedaban muy pocos invitados en la sala—. ¿Por qué no has invitado a algunos Fremen?

—Está Kynes —dijo ella.

—Sí, está Kynes —aceptó él—. ¿Habéis preparado alguna otra pequeña sorpresa para mí? —La condujo hacia el comedor, al final de la procesión.

—Todo lo demás es enteramente convencional —dijo ella.

Y pensó: Querido, ¿No comprendes que estos contrabandistas disponen de naves rápidas y pueden ser sobornados? ¿Que debemos tener abierta una vía de escape, una puerta para huir de Arrakis si todo lo demás nos falla?

Entraron en el comedor, y ella se soltó de su brazo, y Leto la ayudó a sentarse. Después se dirigió hacia su extremo de la mesa. Un lacayo estaba de pie detrás de su silla. Los demás invitados se sentaron con un ruido de roce de tejidos y rumor de seda arrugándose, pero el Duque permaneció de pie. Hizo un gesto con la mano, y los soldados de la casa con uniforme de lacayos alrededor de la mesa dieron un paso atrás y se cuadraron.

La estancia se sumergió en un inquieto silencio.

Jessica, observando desde el otro extremo de la mesa, percibió un ligero temblor de las comisuras de la boca de Leto, y notó la ira que ensombrecía sus mejillas. ¿Qué es lo que le enfurece?, se preguntó. Ciertamente no el que haya invitado al contrabandista.

—Algunos de ustedes han visto con malos ojos el hecho de que haya cambiado la costumbre de los cuencos de agua —dijo Leto—. Es mi forma de decirles que muchas cosas van a cambiar aquí.

Un silencio embarazado reinó alrededor de la mesa.

Creen que ha bebido, pensó Jessica.

Leto tomó su jarra de agua y la levantó, de modo que se reflejara a la luz de las lámparas a suspensor.

—Como Caballero del Imperio —dijo—, quiero proponer un brindis. Los demás tomaron sus jarras, con sus ojos fijos en el Duque. En la repentina inmovilidad, una lámpara derivó levemente, empujada por una corriente de aire proveniente de las cocinas. Las sombras jugaron con los rasgos de halcón del Duque.

—¡Aquí estoy, y aquí permaneceré! —exclamó Leto.

Hubo un movimiento abortado de llevar las jarras a las bocas… que se interrumpió porque el Duque mantenía aún su brazo en alto.

—Mi brindis será una de las máximas más queridas a vuestros corazo nes: «¡Los negocios son los que hacen el progreso! ¡La fortuna pasa por todas partes!»

Bebió de su agua.

—¡Gurney! —llamó el Duque.

La voz de Halleck le llegó desde algún hueco a sus espaldas.

—Aquí estoy, mi Señor.

—Cántanos alguna canción, Gurney.

Un acorde en tono menor del baliset flotó surgiendo de alguna parte. A un gesto del Duque, los servidores comenzaron a depositar sobre la mesa las fuentes con la comida: liebre del desierto asada con salsa cepeda, aplomage siriano, chukka helado, café con melange (el intenso olor a canela de la especia invadió la mesa), un auténtico pato a la marmita servido con vino espumoso de Caladan.

Sin embargo, el Duque permaneció de pie.

Autore(a)s: