Dune (Crónicas de Dune, #1) – Frank Herbert

—¿Las escuelas Bene Gesserit?

Ella asintió.

—Han sobrevivido dos de esas antiguas escuelas: la Bene Gesserit y la Cofradía Espacial. La Cofradía, eso es al menos lo que pensamos, concentra todos sus esfuerzos en las matemáticas puras. La Bene Gesserit desarrolla otra función.

—Política —dijo Paul.

—¡Kull wahad! —dijo la vieja mujer. Dirigió a Jessica una dura mirada.

—No le he dicho nada, Vuestra Reverencia —dijo Jessica.

La Reverenda Madre volvió su atención hacia Paul.

—Has necesitado pocos indicios para deducir esto —dijo—. Se trata de Política. La escuela Bene Gesserit original estaba dirigida por aquellos que intuyeron que se necesitaba una continuidad en las relaciones humanas. Vieron que esta continuidad no podía existir sin separar el linaje humano del linaje animal… por razones de selección. Las palabras de la vieja mujer perdieron bruscamente aquella especial claridad para Paul. Percibía una ofensa hacia aquello que su madre llamaba instinto para la sinceridad. No era que la Reverenda Madre le mintiera. Obviamente, ella creía en lo que le estaba diciendo. Era algo más profundo, algo ligado a aquella terrible finalidad.

—Pero mi madre me ha dicho que muchas Bene Gesserit de las escuelas ignoran su genealogía —dijo.

—Las ascendencias genéticas están todas en nuestros archivos —dijo ella—. Tu madre sabe que es de ascendencia Bene Gesserit, o que fue aceptada como tal.

—Entonces, ¿por qué nunca ha sabido quiénes fueron sus padres?

—Algunas lo saben… otras no. Puede ocurrir, por ejemplo, que deseemos que procree con un consanguíneo a fin de convertir en dominante alguna característica genética. Tenemos multitud de razones.

Paul percibió la ofensa hacia su instinto para la sinceridad. Dijo:

—Decidís muchas cosas por vos misma.

La Reverenda Madre le miró en silencio, pensando: ¿Hay una crítica en su voz?

—Nuestra carga es pesada —dijo.

Paul se dio cuenta de que se estaba recuperando cada vez más del shock de la prueba. La miró tranquilamente y dijo:

—Decís que tal vez yo sea el… Kwisatz Haderach. ¿Qué es esto, un gom jabbar humano?

—¡Paul! —dijo Jessica—. No debes emplear ese tono con…

—No te metas en esto, Jessica —dijo la vieja mujer—. Muchacho, ¿conoces la droga de la Decidora de Verdad?

—La tomáis para incrementar vuestra habilidad de detectar falsedades —dijo él—. Mi madre me lo explicó.

—¿Has asistido alguna vez a un trance de verdad?

Agitó la cabeza.

—No.

—La droga es peligrosa —dijo ella—, pero te confiere la intuición. Cuando una Decidora de Verdad tiene el don de la droga, puede mirar en muchos lugares de su memoria… de la memoria de su cuerpo. Podemos mirar hacia muchas avenidas del pasado… pero únicamente hacia las avenidas femeninas. —Su voz tuvo un asomo de tristeza—. Sin embargo, hay un lugar donde ninguna Decidora de Verdad puede mirar. Nos vemos repelidas por él, aterrorizadas. Pero está dicho que un día vendrá un hombre que, con el don de la droga, podrá ver con su ojo interior. Podrá ver donde ninguna de nosotras podemos… en los dos pasados, masculino y femenino.

—¿Vuestro Kwisatz Haderach?

—Si, aquel que puede estar en muchos lugares a la vez: el Kwisatz Haderach. Muchos hombres han probado la droga… muchos de ellos, y ninguno ha tenido éxito.

—¿Todos ellos lo han intentado y han fallado?

—Oh, no —ella agitó la cabeza—. Lo han intentado y han muerto.

CAPÍTULO II

Intentar comprender a Muad’Dib sin comprender a sus mortales enemigos, los Harkonnen, es intentar ver la Verdad sin conocer la Mentira. Es intentar ver la Luz sin conocer las Tinieblas. Es imposible.

Del «Manual de Muad’Dib», por la Princesa Irulan.

Era la esfera de un mundo, parcialmente en las sombras, girando bajo el impulso de una gruesa mano llena de brillantes anillos. La esfera estaba sujeta a un soporte articulado fijo a una pared de una estancia sin ventanas, cuyas otras paredes presentaban un mosaico multicolor de pergaminos, librofilms, cintas y bobinas. La luz, procedente de globos dorados suspendidos en sus campos móviles, iluminaba vagamente la estancia. Un escritorio elipsoide revestido de madera de elacca petrificada de color rosa jade se hallaba en el centro de la estancia. Algunas sillas a suspensor, monoformes, se hallaban a su alrededor. Dos estaban ocupadas. En una de ellas se sentaba un joven de cabello negro, de unos dieciséis años, de cara redonda y ojos tristes. El otro era un hombre pequeño y delgado de rostro afeminado.

Ambos, el joven y el hombre, contemplaban la esfera que giraba, y al hombre que la hacía girar desde la penumbra.

Una risa ahogada surgió junto a la esfera.

Dejó paso a una voz baja y retumbante:

—Aquí está, Piter. La mayor trampa para hombres de toda la historia. Y el Duque se apresura a colocarse de buen grado entre sus fauces. ¿No es un magnífico plan preparado por mí, el Barón Vladimir Harkonnen?

—Por supuesto, Barón —dijo el hombre. Su voz era de tenor, con una cualidad suave y musical.

La gruesa mano hizo descender la esfera y detuvo su rotación. Ahora, todos los ojos en la estancia podían contemplar la superficie inmóvil y ver que se trataba de una esfera hecha para los más ricos coleccionistas o los gobernadores planetarios del Imperio. Todo en él sugería el sello característico de los artesanos Imperiales. Las líneas de longitud y latitud estaban marcadas con el más fino hilo de platino. Los casquetes polares eran maravillosos diamantes incrustados.

La gruesa mano se movió, recorriendo los detalles de la superficie.

—Os invito a observar —retumbó la voz de bajo—. Observa bien, Piter, y tú también, Feyd-Rautha, querido: desde los sesenta grados norte hasta los sesenta grados sur, esos exquisitos repliegues. Esos colores: ¿no os recuerdan un dulce caramelo? Y en ningún lugar veréis el azul de lagos o ríos o mares. Y esos encantadores casquetes polares… tan pequeños. ¿Puede alguien equivocarse al identificarlo? ¡Arrakis! Realmente único. Un soberbio escenario para una victoria única.

Una sonrisa distendió los labios de Piter.

—Y pensar, Barón, que el Emperador Padishah cree haber ofrecido al Duque vuestro planeta de especia. Qué divertido.

—Esta es una observación absurda —gruñó el Barón—. Lo dices para confundir al joven Feyd -Rautha, pero no es necesario confundir a mi sobrino. El joven de la mirada triste se agitó en su silla, alisándose una arruga de sus medias negras. Después se enderezó, al oír una discreta lla mada en la puerta, a sus espaldas. Piter se arrancó de su silla, se dirigió a la puerta, y la abrió tan sólo lo suficiente como para tomar el cilindro de mensajes que le tendían. Volvió a cerrarla, desenrolló el cilindro y lo leyó. Rió en voz baja para sí mismo. Volvió a reír.

—¿Y bien? —preguntó el Barón.

—¡El idiota nos responde, Barón!

—¿Desde cuándo un Atreides rechaza la oportunidad de demostrar un gesto? —preguntó el Barón—. Bien, ¿qué es lo que dice?

—Se muestra más bien grosero, Barón. Se dirige a vos como «Harkonnen»… sin el «Sire et cher Cousin», sin ningún título, sin nada.

—Es un buen nombre —gruñó el Barón, y su voz traicionaba su impaciencia—. ¿Y qué es lo que dice mi querido Leto?

—Dice: «Tu oferta de una reunión es rehusada. He tenido que enfrentarme muchas veces con tus traiciones, todo el mundo lo sabe».

—¿Y? —preguntó el Barón.

—Dice: «El arte del kanly tiene aún sus admiradores en el seno del Imperio.» Y firma:

«Duque Leto de Arrakis» —Piter se echó a reír—. ¡De Arrakis! ¡Oh, eso sí que es bueno!

—Cállate, Piter —dijo el Barón, y la risa del otro se cortó como si alguien hubiera accionado un conmutador—. ¿Kanly, dice? —preguntó—. Vendetta, ¿eh? Y ha empleado ese antiguo término tan rico en tradiciones para que yo entendiera bien lo que quería decir.

—Habéis hecho el gesto de paz —dijo Piter—. Las formas han sido observadas.

—Para ser un Mentat, Piter, hablas demasiado —dijo el Barón. Y pensó: Voy a tener que desembarazarme de él tan pronto como pueda. Casi ha sobrevivido a su utilidad. Miró a su Mentat asesino, al otro lado de la habitación, observando el detalle que la gente notaba en primer lugar: los ojos, dos hendiduras azules con un azul más intenso en su interior, unos ojos sin el menor blanco.

Una breve sonrisa cruzó el rostro de Piter. Era como la mueca de una máscara bajo aquellos ojos parecidos a dos profundos pozos.

—¡Pero, Barón! Nunca una venganza ha sido más hermosa. El plan constituye la traición más exquisita: hacer que Leto cambie Caladan por Dune… sin la menor alternativa, puesto que se trata de una orden del Emperador. ¡Vaya broma por vuestra parte!

—Hablas demasiado, Piter —dijo el Barón con voz fría.

—Pero es que soy feliz, mi Barón. Mientras que vos… vos habéis sido tocado por la envidia.

—¡Piter!

—¡Ajá, Barón! ¿No es lamentable que vos hayáis sido incapaz de imaginar por vos mismo ese delicado plan?

—Algún día haré que te estrangulen, Piter.

—Por supuesto, Barón. ¡En fin! Pero una buena acción nunca se pierde, ¿eh?

—¿Has masticado verite o semuta, Piter?

—La verdad sin miedo sorprende al Barón —dijo Piter. Su rostro se convirtió en la caricatura de una hilarante máscara—. ¡Ja, ja! Pero ved, Barón, puesto que soy un Mentat, sé el momento en que me mandaréis ejecutar. Evitad hacerlo mientras aún pueda seros útil. Ordenarlo prematuramente sería un despilfarro, puesto que yo aún os soy muy aprovechable. Sé algo que os ha enseñado ese adorable planeta, Dune: no despilfarrar nunca. ¿Es cierto, Barón?

El Barón continuó mirando a Piter.

Feyd-Rautha se estremeció en su silla. ¡Esos locos pendencieros!, pensó. Mi tío no puede hablarle a su Mentat sin discutir. ¿Creen que los demás no tenemos otra cosa que hacer que escuchar sus disputas?

—Feyd —dijo el Barón—. Cuando te invité aquí te dije que escucharas y aprendieras.

¿Estás aprendiendo?

—Sí, tío —la voz era prudente y respetuosa.

—A veces me pregunto acerca de Piter —dijo el Barón—. Yo causo dolor a los demás por necesidad, pero él… Juraría que disfruta positivamente con ello. Por mi parte, siento piedad hacia el pobre Duque Leto. El doctor Yueh actuará contra él muy pronto, y este será el fin de todos los Atreides. Pero seguramente Leto sabrá cuál es la mano que guía a aquel maleable doctor… y saberlo será para él una cosa terrible.

—Entonces, ¿por qué no habéis ordenado al doctor que le clavara un kindjal entre las costillas, serena y eficientemente? —preguntó Piter—. Habláis de piedad, pero…

—El Duque debe saber que soy yo quien le ha condenado —dijo el Barón—. Y las demás Grandes Casas deben saberlo también. Esto las frenará un poco. Así tendré algo más de campo para maniobrar. Es obviamente necesario, pero eso no quiere decir que me guste.

—¡Campo para maniobrar! —se mofó Piter—. Los ojos del Emperador se han posado ya en vos, Barón. Os movéis demasiado audazmente. Un día el Emperador enviará una o dos legiones de sus Sardaukar a desembarcar aquí, en Giedi Prime, y este será el fin del Barón Vladimir Harkonnen.

—Te gustaría verlo, ¿verdad, Piter? —preguntó el Barón—. Cuánto disfrutarías viendo las formaciones Sardaukar arrasando mis ciudades y saqueando este castillo. Estoy seguro de que gozarías enormemente.

—¿Tenéis necesidad de preguntarlo, Barón? —susurró Piter.

—Tendrías que haber sido Bashar de uno de sus Cuerpos —dijo el Barón—. Estás tan interesado en la sangre y el dolor. Quizá me he precipitado demasiado con mi promesa del botín de Arrakis.

Piter se movió a través de la estancia con pasos curiosamente cortos, deteniéndose directamente detrás de Feyd-Rautha. La atmósfera de la habitación era tensa, y el joven alzó los ojos hacia Piter con un fruncimiento de cejas.

—No juguéis con Piter, Barón —dijo Piter—. Me prometísteis a Dama Jessica. Me lo prometísteis.

—¿Para qué, Piter? —preguntó el Barón—. ¿Para el dolor?

Piter le miró, hundiéndose en el silencio.

Feyd-Rautha movió su silla a suspensor hacia un lado.

—Tío, ¿tengo que quedarme? Dijiste que…

—Mi querido Feyd-Rautha se impacienta —dijo el Barón. Se movió entre las sombras tras la esfera—. Paciencia, Feyd —y volvió su atención hacia el Mentat—. ¿Y el Duquecito, querido Piter, el chico Paul?

Autore(a)s: