Dune (Crónicas de Dune, #1) – Frank Herbert

—¡Quieto dónde estáis! —restalló Hawat. Luchó contra la dolorosa fatiga que se apoderaba de todos sus músculos—. Esa gente respeta a nuestros muertos. Sus costumbres son distintas de las nuestras, pero tienen el mismo significado.

—Van a extraerle a Arkie toda su agua —gruñó el hombre del láser.

—¿Tal vez tus hombres desean asistir a la ceremonia? —preguntó el Fremen. No comprende el problema, pensó Hawat. La ingenuidad del Fremen era estremecedora.

—Están alterados por la muerte de un respetado camarada —dijo Hawat.

—Trataremos a vuestro camarada con el mismo respeto que si fuera uno de los nuestros —dijo el Fremen—. Este es el vinculo del agua. Conocemos los ritos. La carne de un hombre le pertenece; el agua pertenece a la tribu.

Hawat habló rápidamente, mientras el hombre de la pistola láser avanzaba otro paso:

—¿Ahora ayudaréis a nuestros heridos?

—No se discute el vínculo —dijo el Fremen—. Haremos por vosotros lo que una tribu hace por sus propios miembros. Ante todo os vestiremos y proveeremos a vuestras necesidades.

El hombre de la pistola láser vaciló.

—¿Estamos comprando vuestra ayuda con… el agua de Arkie? —dijo el ayudante de Hawat.

—No compramos nada —dijo Hawat—. Nos aliamos a esa gente.

—Son otras costumbres —dijo uno de sus hombres.

Hawat empezó a relajarse.

—¿Y nos ayudarán a llegar hasta Arrakeen?

—Mataremos a los Harkonnen —dijo el Fremen. Sonrió—. Y a los Sardaukar —dio un paso atrás, puso sus manos en copa detrás de su oído, volvió la cabeza y escuchó. Después bajó las manos y dijo—: Se acerca una máquina volante. Ocultáos bajo la roca y permaneced inmóviles.

Hawat hizo un gesto imperativo, y sus hombres obedecieron.

El Fremen sujetó a Hawat por el brazo y le empujó con los demás.

—Combatiremos cuando llegue el tiempo de combatir —dijo. Metió su mano bajo sus ropas y extrajo una pequeña jaula, sacando una pequeña criatura de ella. Hawat reconoció un minúsculo murciélago. El animalillo volvió la cabeza, y Hawat vio que tenía los ojos enteramente azules.

El Fremen acarició al murciélago, calmándolo, susurrándole cosas. Se inclinó hacia la cabeza del animal, dejando que una gota de saliva cayera en la boca abierta del murciélago. El murciélago desplegó sus alas, pero permaneció en la mano abierta del Fremen. El hombre tomó un pequeño tubo, lo apoyó en la cabeza del animal, y habló algo en su otro extremo; luego, elevó la mano y lanzó al aire la criatura. El murciélago aleteó y desapareció tras las rocas.

El Fremen cerró la caja y la metió bajo sus ropas. Inclinó de nuevo la cabeza hacia atrás, escuchando.

—Están rastreando las tierras altas —dijo—. Habría que preguntarse lo que están buscando allí.

—Saben que nos hemos retirado en esa dirección —dijo Hawat.

—Uno no tiene por qué presumir que es el único objetivo de una caza —dijo el Fremen—. Mira al otro lado de la depresión. Verás algo.

Pasó un tiempo.

Algunos de los hombres de Hawat comenzaron a agitarse, murmurando.

—Permaneced silenciosos como animales asustados —susurró e l Fremen. Hawat discernió un movimiento en las rocas al otro lado… manchas confusas del mismo color que la arena.

—Mi pequeño amigo ha llevado el mensaje —dijo el Fremen—. Es un buen mensajero… tanto de día como de noche. Me dolería perderlo. El movimiento al otro lado del sink cesó. A lo largo de los cuatro o cinco kilómetros de arena no hubo nada, excepto el calor del día cada vez más sofocante… y el estremecimiento del tórrido aire.

—Permaneced silenciosos ahora —susurró el Fremen.

Una hilera de indistintas figuras emergió de una hendidura en las rocas del lado opuesto, avanzando trabajosamente a través del sink. A Hawat le parecieron Fremen, pero andaban de una forma curiosamente torpe. Contó seis hombres moviéndose con paso incierto entre las dunas.

El batir de las alas de un ornitóptero sonó alto, a la izquierda tras el grupo de Hawat. El aparato surgió de la escarpadura encima de ellos… un tóptero Atreides con los colores de batalla. El tóptero entró en picado en dirección a los hombres que estaban atravesando el sink.

El grupo se detuvo en lo alto de una colina, agitando los brazos. El tóptero describió un círculo por encima de ellos en una cerrada curva, posándose después bruscamente ante los Fremen, envuelto en una nube de polvo. Cinco hombres surgieron del tóptero, y Hawat vio el relucir de los escudos rechazando la arena y, en sus movimientos, la despiadada eficiencia de los Sardaukar.

—¡Aiiihh! Están usando sus estúpidos escudos —silbó el Fremen al lado de Hawat. Miró a través de la abertura hacia el sur del sink.

—Son Sardaukar —murmuró Hawat.

—Bien.

Los Sardaukar se aproximaban al pequeño grupo inmóvil de los Fremen, rodeándoles en un semicírculo. El sol destellaba en las hojas de sus armas. Los Fremen aguardaron en un grupo compacto, aparentemente indiferentes.

Bruscamente, la arena alrededor de los dos grupos vomitó Fremen. Rodearon el ornitóptero, penetraron en su interior. Donde los dos grupos se juntaron, en la cima de la duna, una espesa nube de polvo ocultó lo que estaba ocurriendo. Poco después, la nube se desvaneció. Sólo los Fremen permanecían en pie.

—Había tan sólo tres hombres en su tóptero —dijo el Fremen detrás de Hawat—. Ha sido una suerte. Lo hemos capturado sin dañarlo.

Detrás de Hawat, uno de sus hombres jadeó:

—¡Eran Sardaukar!

—¿Has observado cómo se batían? —preguntó el Fremen.

Hawat inspiró profundamente. Sintió polvo ardiente a su alrededor, el intenso calor, la sequedad. También había sequedad en su voz cuando dijo:

—Sí, se batían bien, por supuesto.

El tóptero capturado se elevó con un gran batir de alas, giró hacia el sur, tomando altura y velocidad, y replegó sus alas.

Así que esos Fremen también saben conducirlos tópteros, pensó Hawat. En la distante duna, un Fremen agitó un cuadrado de tela verde: una… dos veces.

—¡Llegan más! —exclamó el Fremen junto a Hawat—. Estad preparados. Esperaba que podríamos irnos sin más inconvenientes.

¡Inconvenientes!, pensó Hawat.

Vio a otros dos tópteros aparecer por el oeste, a gran altura, precipitándose hacia la extensión de arena de donde había desaparecido repentinamente toda huella de los Fremen. Sólo ocho manchas azules —los cuerpos de los Sardaukar con uniformes Harkonnen— permanecían en el lugar del combate.

Otro tóptero sobrevoló la cresta por encima de Hawat, que se sobresaltó al verlo: era un gran transporte de tropas. Se desplazaba lentamente, con las alas desplegadas, revelando lo pesado de la carga que acarreaba… como un gigantesco pájaro que volviera a su nido.

En la distancia, el dedo púrpura de un láser surgió de uno de los ornitópteros en picado. Rastreó el suelo, levantando surtidores de arena.

—¡Los cobardes! —gruñó el Fremen al lado de Hawat.

El transporte de tropas sobrevoló la arena junto a los cuerpos vestidos de azul. Sus alas batieron enérgicamente el aire, frenándolo con brusquedad. La atención de Hawat fue atraída por un reflejo del sol en una superficie metálica, un tóptero picando con toda la potencia de sus motores, con las alas replegadas a sus costados, sus chorros una dorada llama contra el gris plateado del cielo. Picó como una flecha contra el transporte de tropas, cuyo escudo estaba inactivo a causa de los lásers que operaban a su alrededor. Lo embistió de lleno.

Un llameante trueno sacudió toda la depresión. Bloques de roca cayeron de las paredes a su alrededor. Un geiser rojo anaranjado surgió hacia el cielo del lugar donde estaban aterrizando el transporte y los otros tópteros… todo desapareció en aquel horno. Los Fremen que estaban a bordo del tóptero capturado, pensó Hawat. Se han sacrificado deliberadamente para destruir ese transporte. ¡Gran Madre! ¿Qué son esos Fremen?

—Un intercambio razonable —dijo el Fremen junto a Hawat—. Debía haber trescientos hombres en ese transporte. Ahora debemos ocuparnos de su agua y hacer planes para procurarnos otro aparato. —Salió del abrigo de entre las rocas. Una lluvia de uniformes azules cayó sobre ellos desde lo alto de la cornisa, flotando con la lentitud de los suspensores graduados al mínimo. Hawat tuvo tiempo de darse cuenta de que eran Sardaukar, rostros despiadados en el frenesí de la batalla, que no llevaban escudos, y que cada uno de ellos empuñaba un cuchillo en una mano y un aturdidor en la otra.

Uno de ellos lanzó un cuchillo que se enterró en la garganta del Fremen compañero de Hawat, arrojándolo hacia atrás, el rostro distorsionado por una mueca. Hawat tuvo apenas tiempo de sacar su cuchillo antes de que el proyectil de un aturdidor lo sumergiera en las más profundas tinieblas.

CAPÍTULO XXV

Muad’Dib podía realmente ver el Futuro, pero hay que comprender que su poder era limitado. Pensad en la vista. Uno tiene los ojos, pero no puede ver sin luz. Si uno está en el fondo de un valle, no puede ver más allá de este valle. Igualmente, Muad’Dib no podía mirar siempre en el misterioso terreno del futuro. Nos dice que cualquier oscura decisión profética, tal vez la elección de una palabra en lugar de otra, puede cambiar totalmente el aspecto del futuro. Nos dice: «La visión del tiempo se convierte en una puerta muy estrecha.» Y él siempre huía de la tentación de escoger un camino claro y seguro, advirtiendo: «Este sendero conduce inevitablemente al estancamiento».

De «El despertar de Arrakis», por la Princesa Irulan.

Cuando los ornitópteros surgieron en el cielo nocturno sobre ellos, Paul aferró a Jessica por un brazo.

—¡No te muevas! —advirtió.

Cuando pudo ver claramente el aparato que iba en cabeza a la luz de la luna, la forma en que agitaba las alas para tomar tierra le reveló que temerarias manos movían los controles.

—Es Idaho —susurró.

El aparato y sus compañeros se posaron en la hondonada como una bandada de pájaros regresando al nido. Idaho saltó fuera de su tóptero y corrió hacia ellos antes incluso de que la nube de polvo se posara de nuevo. Dos figuras vestidas con ropas Fremen le siguieron. Paul reconoció una: el alto e inconfundible Kynes.

—¡Por aquí! —dijo Kynes, desviándose hacia la izquierda.

Detrás de Kynes, otros Fremen desplegaban lonas por encima de sus ornitópteros. Los aparatos se convirtieron en una hilera de dunas.

Idaho se detuvo ante Paul y saludó:

—Mi señor, los Fremen tienen un refugio temporal cerca de donde nosotros…

—¿Qué está ocurriendo allá?

Paul señaló hacia el combate en la distante barrera rocosa… las llamaradas de los chorros, los rayos púrpura de los láser entrecruzándose en el desierto. Una extraña sonrisa rozó la redonda y plácida faz de Idaho.

—Mi Señor… les he preparado una pequeña sor…

Un resplandor blanco, cegador, inundó el desierto, tan intenso como el sol, proyectando sus sombras sobre las rocas. En un solo movimiento, Idaho aferró el brazo de Paul con una mano y el hombro de Jessica con la otra, empujándoles hacia el fondo de la hondonada. Rodaron por la arena al tiempo que el trueno de la explosión resonaba encima de sus cabezas. La onda expansiva arrancó los fragmentos de roca de la escarpadura que habían abandonado hacía un momento.

Idaho se sentó, sacudiéndose la arena de encima.

—¡No, las atómicas familiares! —dijo Jessica—. Creía…

—Dejaste un escudo allá —dijo Paul.

—Uno grande, conectado a toda su potencia —dijo Idaho—. El rayo de un láser lo ha tocado… —se alzó de hombros.

—Fusión subatómica —dijo Jessica—. Es un arma peligrosa.

—No es un arma, mi Dama, tan sólo una defensa. Esos canallas se lo pensarán dos veces, a partir de ahora, antes de usar de nuevo un láser.

Los Fremen de los ornitópteros se detuvieron a su alrededor. Uno de ellos dijo en voz baja:

—Debemos ponernos a cubierto, amigos.

Paul se levantó, mientras Idaho ayudaba a Jessica a hacer lo mismo.

—Esta explosión va a atraer considerable atención. Señor —dijo Idaho. Señor, pensó Paul. La palabra tenía un sonido extraño dirigida a él. Señor había sido siempre su padre.

Se sintió tocado por un breve instante por sus prescientes poderes. Y se vio presa de aquella salvaje consciencia racial que estaba conduciendo al universo humano hacia el caos. La visión le sacudió, y dejó que Idaho le condujera a lo largo del borde de la hondonada hacia una proyección rocosa. Los Fremen estaban abriendo allí un camino en la arena con sus compresores estáticos.

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