Dune (Crónicas de Dune, #1) – Frank Herbert

Un embarazado silencio flotó sobre Paul.

Una mujer apareció entre las rocas, por encima de ellos, con sus ojos, entre la capuc ha del destiltraje y la máscara, mirando alternativamente a Paul y a su compañero. Se detuvo frente a Paul. Gurney notó su aire posesivo, la forma en que miraba a Paul.

—Chani —dijo Paul—, este es Gurney Halleck. Me has oído hablar de él.

—Te he oído hablar.

—¿Dónde han ido los hombres con el hacedor? —preguntó Paul.

—Lo han cabalgado para distraerlo y darles tiempo a salvar la máquina.

—Bien, entonces… —Paul se interrumpió y husmeó el aire.

—El viento se acerca —dijo Chani.

—¡Hey, aquí…! —llamó una voz en la cresta por encima de ellos—. ¡El viento!

Gurney vio que los Fremen se apresuraban ahora… como dominados por un repentino sentido de urgencia. La llegada del viento creaba en ellos un temor que ni siquiera un gusano provocaba. La factoría alcanzó pesadamente las primeras estribaciones rocosas, le fue abierto un camino entre las rocas… y estas mismas rocas fueron colocadas nuevamente luego hasta que toda huella del paso del tractor quedó borrada a sus ojos.

—¿Tenéis muchos escondrijos de este tipo? —preguntó Gurney.

—Muchísimos —dijo Paul. Se volvió hacia Chani—. Búscame a Korba. Dile que Gurney me ha advertido que entre esos contrabandistas hay algunos elementos que no son de fiar.

Ella miró de nuevo a Gurney, luego a Paul, asintió, y se alejó entre las rocas, con la agilidad de una gacela.

—Es tu mujer —dijo Gurney.

—La madre de mi primogénito —dijo Paul—. Hay otro Leto entre los Atreides. Gurney aceptó aquello con sólo un alzamiento de cejas.

Paul observó con ojo crítico la actividad de sus hombres. Un color ocre dominaba ahora el cielo por el sur, y las primeras ráfagas de viento le embistieron con un torbellino de polvo.

—Ajusta tu traje —dijo Paul. Y se colocó la máscara y la capucha sobre su cabeza. Gurney obedeció, agradeciendo los filtros.

—¿Quiénes son los hombres en los que no confías, Gurney? —habló Paul, con su voz ahogada por el filtro.

—Hay algunos nuevos reclutas —dijo Gurney—. Extranjeros… —vaciló, sorprendido. Extranjeros. La palabra había acudido tan fácilmente a su boca…

—¿Sí? —dijo Paul.

—No son como los acostumbrados cazadores de fortuna que se unen a nosotros —dijo Gurney—. Son más duros.

—¿Espías Harkonnen? —preguntó Paul.

—Creo, mi Señor, que no tienen relación con los Harkonnen. Sospecho que son hombres del servicio Imperial. Hay en ellos la impronta de Salusa Secundus. Paul le dirigió una cortante mirada.

—¿Sardaukar?

Gurney alzó los hombros.

—Es posible, pero en este caso saben ocultarlo muy bien.

Paul asintió, pensando en cuán fácilmente había reasumido Gurney sus hábitos de leal defensor de los Atreides… pero con sutiles reservas… diferencias. Arrakis también le había cambiado a él.

Dos encapuchados Fremen emergieron de una abertura entre las rocas bajo ellos, escalando los riscos. Uno de ellos acarreaba un grueso bulto sobre el hombro.

—¿Dónde están ahora mis hombres? —preguntó Gurney.

—Seguros entre las rocas, debajo de nosotros —dijo Paul—. Tenemos una caverna aquí… la Caverna de los Pájaros. Decidiremos qué hacemos con ellos después de la tormenta.

—¡Muad’Dib! —llamó una voz desde abajo.

Paul se volvió al grito, viendo a un guardia Fremen haciéndole señales desde la embocadura de la caverna. Respondió a su gesto.

Gurney le observó con una nueva expresión.

—¿Tú eres Muad’Dib? —preguntó—. ¿Tú eres el azote de la arena?

—Es mi nombre Fremen —dijo Paul.

Gurney desvió su mirada, invadido por un opresivo presentimiento. La mitad de sus hombres yacían muertos en la arena, los otros estaban cautivos. No le importaban los nuevos reclutas, pero entre los otros había hombres de valía, amigos, gente de la que era responsable. «Decidiremos qué hacemos con ellos después de la tormenta» Esto era lo que había dicho Paul, lo que había dicho Muad’Dib. Y Gurney recordó las historias que se contaban acerca de Muad’Dib, el Lisan al-Gaib… cómo había despellejado a un oficial Harkonnen para hacer el cuero de sus tambores, cómo se había rodeado de los comandos de la muerte, de los Fedaykin que se precipitaban a la lucha con himnos de muerte en sus labios.

El.

Los dos hombres que escalaban los riscos saltaron silenciosamente a un saliente rocoso y se inmovilizaron frente a Paul.

—Todo a resguardo, Muad’Dib —dijo uno de ellos, de rostro oscuro—. Será mejor ir abajo.

—De acuerdo.

Gurney notó el tono de voz del hombre… mitad orden, mitad súplica. Era el hombre llamado Stilgar, otra figura en las nuevas leyendas Fremen.

Paul observó el bulto que llevaba el otro hombre.

—Korba, ¿qué es eso? —preguntó.

—Estaba en el tractor —respondió Stilgar—. Lleva las iniciales de este amigo tuyo y contiene un baliset. Te he oído hablar tantas veces de lo bien que toca Gurney Halleck el baliset…

Gurney estudió al Fremen, viendo la punta de su negra barba surgiendo del borde de la máscara, la mirada de halcón, la afilada nariz.

—Tienes un compañero que piensa, mi Señor —dijo Gurney—. Gracias, Stilgar. Stilgar indicó a su compañero que pasara el bulto a Gurney.

—Da las gracias a tu Señor Duque —dijo—. Su favor te ha ganado la admisión entre nosotros.

Gurney aceptó el bulto, perplejo por el tono duro de aquellas palabras. Había un aire de desafío en el hombre, y Gurney se preguntó sino estaría celoso. El era alguien llamado Gurney Halleck que conocía a Paul desde hacía mucho tiempo, antes de Arrakis, un hombre que compartía una camaradería de la que Stilgar estaría siempre excluido.

—Me gustaría que ambos fuerais amigos —dijo Paul.

—Stilgar el Fremen es un nombre famoso —dijo Gurney—. Me sentiré honrado de contar entre mis amigos a un matador de Harkonnen.

—¿Tocarás las manos con mi amigo Gurney Halleck, Stilgar? —preguntó Paul. Lentamente, Stilgar extendió su mano, tocando la mano callosa a causa de la espada que le tendía Gurney.

—Pocos son los que no han oído el nombre Gurney Halleck —dijo, y abandonó el contacto. Se volvió hacia Paul—. La tormenta avanza rápida.

—Vamos —dijo Paul.

Stilgar se volvió, guiándoles entre las rocas a lo largo de un serpenteante sendero que les condujo a una estrecha y tenebrosa hendidura y a través de ella a la entrada de una caverna. Un grupo de hombres se apresuró a sellarla apenas hubieron entrado. Los globos revelaron una amplia cavidad excavada en la roca, con un techo en forma de cúpula, una plataforma alta a un lado y la entrada de un corredor abriéndose en ella. Paul saltó a la plataforma, con Gurney a sus talones, y le abrió camino por el corredor. Los otros se dirigieron hacia otro pasadizo situado frente a la entrada. Paul condujo a Halleck a través de la antecámara hasta una estancia con oscuros tapices color vino en las paredes.

—Aquí podremos estar tranquilos por un momento —dijo Paul—. Los demás respetarán mi…

El gong de una alarma resonó en la otra caverna, seguido por gritos y el restallar de armas. Paul se volvió bruscamente, precipitándose a través de la antecámara y la plataforma hacia la caverna de entrada. Gurney corrió tras él, desenvainando la espada. Bajo ellos, un grupo tumultuoso de figuras luchaban sobre el suelo de la caverna. Paul analizó brevemente la escena, distinguiendo las ropas y los bourkas Fremen de los atuendos de sus oponentes. Sus sentidos, adiestrados por su madre para captar los más sutiles detalles, detectaron un hecho significativo: los Fremen luchaban contra un grupo de hombres con atuendo de contrabandistas, pero los contrabandistas estaban agrupados de tres en tres, formando un triángulo cuando el enemigo los presionaba. Esta forma de combate cerrado era la marca de los Sardaukar Imperiales. Un Fedaykin en el tumulto vio a Paul, y su grito de batalla creó ecos en toda la caverna.

—¡Muad’Dib! ¡Muad’Dib! ¡Muad’Dib!

Otros ojos habían visto también a Paul. Un cuchillo negro silbó hacia él. Paul lo esquivó, y oyó la hoja chasquear contra la piedra tras él, viendo como Gurney se inclinaba para recogerlo.

Los triángulos de los atacantes estaban siendo rechazados ahora. Gurney alzó el cuchillo frente a los ojos de Paul, señalando la espiral amarilla Imperial, el crestado león dorado de multifacetados ojos en la empuñadura. Sardaukar, sin la menor duda.

Paul avanzó sobre la plataforma. Sólo tres de los Sardaukar seguían en pie. Cuerpos sangrantes yacía n por toda la caverna.

—¡Quietos! —gritó Paul—. ¡El Duque Paul Atreides os ordena que os detengáis!

Los combatientes oscilaron, vacilaron.

—¡Vosotros, Sardaukar! —llamó Paul al grupo que quedaba—. ¿Bajo que órdenes amenazáis la vida de un Duque reinante? —y rápidamente, mientras sus hombres seguían acosando a los Sardaukar—: ¡Quietos he dicho!

Uno de los componentes del acorralado trío se irguió.

—¿Quién dice que somos Sardaukar? —preguntó.

Paul tomó el cuchillo de manos de Gurney y lo levantó.

—Esto dice que sois Sardaukar.

—Entonces, ¿quién dice que tú eres un Duque reinante? —preguntó el hombre. Paul hizo un gesto hacia sus Fedaykin.

—Estos hombres dicen que yo soy un Duque reinante. Vuestro propio Emperador entregó Arrakis a la Casa de los Atreides. Yo soy la Casa de los Atreides. El Sardaukar permaneció en silencio, inquieto.

Paul estudió al hombre: alto, de rasgos poco acusados, con una pálida cicatriz cruzándole su mejilla izquierda. Había rabia y confusión en sus ademanes, pero persistía en él aquel orgullo sin el cual un Sardaukar estaba como desnudo… y con el cual llevaba un muy identificable uniforme.

Paul lanzó una mirada a uno de sus lugartenientes Fedaykin.

—Korba, ¿cómo han conseguido sus armas? —dijo.

—Llevaban cuchillos en fundas astutamente disimuladas en sus destiltrajes —dijo el lugarteniente.

Paul examinó los muertos y los heridos en la caverna, dedicando luego su atención al lugarteniente. No había necesidad de palabras. El lugarteniente inclinó la mirada.

—¿Dónde está Chani? —preguntó Paul, y contuvo el aliento en espera de la respuesta.

—Stilgar la ha sacado de aquí —señaló con la cabeza hacia el otro pasadizo, mirando a los muertos y heridos—. Me considero responsable por este error, Muad’Dib.

—¿Cuántos de esos Sardaukar había aquí, Gurney? —preguntó Paul.

—Diez.

Paul saltó al suelo de la caverna, avanzando hasta detenerse a un metro del Sardaukar que había hablado.

Notó que los Fedaykin se tensaban. No les gustaba verle exponerse a un peligro. Esto era lo primero que debían impedir, ya que ningún Fremen quería perder la sabiduría de Muad’Dib.

—¿A cuánto ascienden nuestras pérdidas? —preguntó Paul al lugarteniente, sin volverse.

—Cuatro heridos y dos muertos, Muad’Dib.

Paul captó un movimiento tras los Sardaukar. Chani y Stilgar aparecieron por el otro corredor. Volvió su atención al Sardaukar, observando el blanco de otro mundo en los ojos del hombre que había hablado.

—¿Cuál es tu nombre? —preguntó.

El hombre se envaró, mirando a derecha e izquierda.

—No lo intentes —dijo Paul—. Es obvio que os han ordenado buscar y destruir a Muad’Dib. Estoy seguro de que habéis sido vosotros quienes habéis sugerido que se buscase la especia en el desierto profundo.

Una sofocada exclamación de Gurney, a sus espaldas, provocó una leve sonrisa en los labios de Paul.

La sangre afluyó al rostro del Sardaukar.

—Ese que ves ante ti es más que Muad’Dib —dijo Paul—. Siete de los vuestros muertos contra dos de los nuestros. Tres por uno.

No está mal contra los Sardaukar, ¿eh?

El hombre se alzó sobre la punta de los pies, dejándose caer de nuevo cuando los Fedaykin avanzaron hacia él.

—He preguntado tu nombre —dijo Paul, utilizando la Voz—. ¡Dime tu nombre!

—¡Capitán Aramsham, Sardaukar Imperial! —restalló el hombre. Los músculos de sus mejillas se relajaron. Miró a Paul, confuso. Hasta aquel momento había considerado aquella caverna como una madriguera de bárbaros, pero sus ideas estaban cambiando.

—Bien, capitán Aramsham —dijo Paul—, los Harkonnen pagarían una buena cantidad para saber lo que tú sabes ahora. Y el Emperador… ¿qué estaría dispuesto a pagar por saber que hay un Atreides que aún sigue vivo pese a su traición?

El capitán miró a derecha e izquierda, hacia los dos hombres que le quedaban. Paul casi podía ver los pensamientos que giraban por la mente del hombre. Los Sardaukar no se rendían nunca, pero el Emperador debía conocer aquella amenaza.

Autore(a)s: