Dune (Crónicas de Dune, #1) – Frank Herbert

Le había hecho notar un proverbio Bene Gesserit: «Cuando religión y política viajan en el mismo carro, los viajeros piensan que nada podrá detenerles en su camino. Su movimiento es acelerado… rápido y más rápido y más rápido. Dejan a un lado todos los obstáculos, y no piensan que un precipicio se descubre siempre demasiado tarde.»

Paul recordó haber estado sentado en los apartamentos de su madre, en la estancia más interior, tapizada con pesadas telas recamadas con dibujos inspirados en la mitología Fremen. Había estado sentado allí, escuchándola, observando como ella le miraba sin cesar, incluso cuando bajaba los ojos. Su rostro ovalado tenía nuevos pliegues en las comisuras de la boca, pero sus cabellos resplandecían aún como el bronce pulido. Sus grandes ojos verdes, sin embargo, estaban velados por la bruma azul de la especia.

—Los Fremen tienen una religión simple y práctica —había dicho él.

—Ninguna religión es simple —había replicado ella.

Pero Paul, viendo el futuro repleto de tempestuosas nubes sobre sus cabezas, se había sentido presa de la ira. Sólo había acertado a decir:

—La religión unifica nuestras fuerzas. Es nuestra mística.

—Tú cultivas deliberadamente esta atmósfera, esta osadía —había cargado ella—. No dejas de indoctrinarlos.

—Esto es lo que me han enseñado —había dicho él.

Pero aquel día ella estaba llena de reproches y de argumentos. Era el día de la ceremonia de la circuncisión para el pequeño Leto. Paul había comprendido algunas de las razones por las que ella estaba alterada. Nunca había aceptado su unión —aquel «matrimonio de juventud»— con Chani. Pero Chani había engendrado un hijo Atreides, y Jessica había podido renegar del hijo y de la madre. Bajo su mirada, Jessica había finalmente reaccionado.

—Piensas que soy una madre desnaturalizada —había dicho.

—Por supuesto que no.

—Veo cómo me miras cuando estoy con tu hermana. No comprendes nada acerca de tu hermana.

—Sé por que Alia es distinta —había dicho él—. Aún no había nacido, pero formaba parte de ti cuando cambiaste el Agua de Vida. Ella…

—¡Tú no sabes nada de todo esto!

Y Paul, repentinamente incapaz de expresar el conocimiento que había extraído del tiempo, no había podido decir más que:

—No eres una madre desnaturalizada.

Jessica había captado entonces su angustia.

—Tengo que decirte algo, hijo —había murmurado.

—¿Sí?

—Quiero a tu Chani. La acepto.

Aquello había sido real, se dijo Paul. No era una visión imperfecta que pudiera cambiar en los dolores de su parto del tiempo.

Aquella seguridad le dio una sólida base para agarrarse a su mundo. Fragmentos de realidad aparecieron en su sueño. Supo bruscamente que se encontraba en un hiereg, un campamento en el desierto. Chani había plantado su destiltienda en la harinosa arena a causa de su blandura. Esto tan sólo podía significar que Chani estaba cerca de allí… Chani su alma, Chani su sihaya, dulce como la primavera del desierto. Chani entre los palmerales del profundo sur.

Ahora recordó una canción de la arena que había elegido para la hora del sueño.

«Oh, mi alma,

No quieras el Paraíso esta noche,

Y te juro por Shai-hulud Que allí irás igualmente,

Obediente a mi amor.»

Y después había entonado el canto de marcha que, en la arena, unía a los enamorados, un ritmo parecido al chirriar de las dunas bajo sus pies:

«Háblame de tus ojos,

Y te hablaré de tu corazón.

Háblame de tus pies,

Y te hablaré de tus manos.

Háblame de tu sueño,

Y te hablaré de tu despertar.

Háblame de tus deseos,

Y te hablaré de tu sed.»

En otra tienda, alguien, había pulsado un baliset. Y entonces había pensado en Gurney Halleck. Recordando aquel instrumento familiar, había pensado en Gurney, cuyo rostro había entrevisto una vez en un grupo de contrabandistas, pero sin que el rostro le hubiera visto a él, o no hubiera querido verle, temeroso de que se iniciara nuevamente la caza por parte de los Harkonnen del hijo del Duque al que habían matado. Pero el estilo del que tocaba en mitad de la noche, el delicado pulsar de aquellos dedos en las cuerdas del baliset, despertaron el nombre del músico en la memoria de Paul. Era Chatt el Saltador, capitán de los Fedaykin, jefe de los comandos suicidas que velaban por Muad’Dib.

Estamos en el desierto, recordó Paul. Estamos en el erg central, más allá de las patrullas Harkonnen. Estoy aquí para caminar por la arena, atraer al hacedor y cabalgarlo gracias a mi astucia, probando así que soy enteramente un Fremen. Sintió la pistola maula y el crys en su cintura. Percibió el silencio a su alrededor. Era aquel silencio particular que precede a la mañana, cuando los pájaros nocturnos ya se han retirado y las criaturas diurnas no han anunciado aún su despertar a su enemigo, el sol.

—Debes cabalgar por la arena a la luz del día, para que Shai-hulud vea y sepa que no tienes miedo —le había dicho Stilgar—. Así que daremos la vuelta a nuestro tiempo y dormiremos esta noche.

Lentamente, Paul se sentó, notando su destiltraje lacio alrededor de su cuerpo, la tienda como una sombra. Se movió silenciosamente, pero Chani le oyó. Habló desde la oscuridad de la tienda, otra sombra entre las sombras.

—Aún no es totalmente de día, amor mío.

—Sihaya —dijo él, hablando con una sonrisa en su voz.

—Me llamas tu primavera del desierto —dijo ella—, pero hoy seré tu aguijón. Soy la sayyadina, que vela porque los ritos sean cumplidos.

Paul comenzó a ajustarse su destiltraje.

—Una vez me dijiste las palabras del Kitab al-Ibar —dijo—. Me dijiste: «La mujer es tu campo, así que ve a tu campo y cultívalo.»

—Soy la madre de tu primogénito —dijo ella.

La vio en la penumbra gris, imitando sus movimientos, ajustando su destiltraje para el desierto.

—Tendrías que descansar todo lo que pudieras —dijo ella.

Sintió el amor en sus palabras y la regañó bromeando:

—La Sayyadina que Vela no tendría que poner en guardia al candidato. Ella se acercó hasta su lado y apoyó su palma en la mejilla de él.

—Hoy soy la que vela, pero también soy tu mujer.

—Tendrías que haber dejado esta tarea a otra —dijo Paul.

—La espera es demasiado terrible —dijo ella—. Prefiero estar a tu lado. Paul besó su palma antes de ajustarse la máscara facial de su traje, y luego se volvió y soltó el sello de la tienda. El aire que penetró era frío y ligeramente húmedo, con rastros del rocío precipitado por el alba en el desierto. Tenía el perfume de la masa de preespecia, la masa que habían descubierto un poco más lejos, hacia el nordeste, y que había revelado la presencia de un hacedor cerca de allí.

Paul salió por la abertura a esfínter, se detuvo ante la tienda y arrojó los últimos restos de sueño de sus músculos. Una leve luminiscencia verde pálida se diseñaba en el horizonte, hacia el este. En la penumbra, las tiendas de su gente eran como otras tantas pequeñas falsas dunas a su alrededor. Percibió un movimiento a su izquierda, el centinela, y supo que le habían visto.

Sabían el peligro que iba a afrontar aquel día. Cada Fremen lo había afrontado. Le concedían aún unos pocos instantes de soledad para que pudiera prepararse mejor. Debe ser hecho hoy, se dijo.

Pensó en el poder que blandía frente al pogrom… los viejos que ahora le enviaban a sus propios hijos para que les adiestrara en su extraño arte de combatir, los viejos que le escuchaban en consejo y seguían sus planes, los hombres que luego volvían para presentarle el máximo elogio que se podía hacer a un Fremen:

—Tu plan ha resultado, Muad’Dib.

Sin embargo, el más pequeño y mediocre guerrero Fremen era capaz de hacer algo que él nunca había hecho. Y Paul sabía que su autoridad se resentía por el omnipresente conocimiento de aquella distinción entre ellos.

Nunca había cabalgado un hacedor.

Oh, era cierto, había montado en su grupa con los demás en viajes de adiestramiento e incursiones… pero nunca había viajado solo. Hasta que no lo hubiera hecho, su universo se vería limitado por la habilidad de los demás. Esto era algo que ningún verdadero Fremen soportaría. Hasta que lo hiciera, los vastos territorios del sur —un área a unos veinte martilleadores más allá del erg— le estarían vedados a menos que ordenara un palanquín, aceptando viajar como una Reverenda Madre o como un enfermo. El recuerdo de la larga lucha sostenida con su consciencia interior durante la noche volvió a él. Vio allí un extraño paralelismo: si dominaba al hacedor, poseería un medio de control sobre sí mismo. Pero más allá de aquello había una zona neblinosa, la gran turbulencia que parecía adueñarse de todo el universo.

Las diferentes formas en que percibía el universo le obsesionaban… confuso y nítido al mismo tiempo. Lo vio in situ. Y sin embargo, cuando había nacido, cuando las presiones de la realidad comenzaban a actuar sobre el tiempo, el ahora tenía una vida propia y crecía con sus sutiles diferencias. La terrible finalidad permanecía. La consciencia de la raza permanecía. Y por encima de todo ella el jihad, sangriento y salvaje. Chani se le unió fuera de la tienda, con los brazos cruzados sobre su pecho, mirándole de reojo como hacía siempre para adivinar su estado de ánimo.

—Háblame de nuevo de las aguas de tu mundo natal, Usul —le dijo. Paul comprendió que intentaba distraerle, liberar su mente de toda tensión antes de la prueba mortal. El cielo era cada vez más claro, y algunos de sus Fedaykin estaban recogiendo ya sus tiendas.

—Preferiría que tú me hablaras del sietch y de nuestro hijo —dijo Paul—. ¿Nuestro Leto sigue tiranizando a mi madre?

—Y también a Alia —dijo ella—. Y crece muy aprisa. Pronto será un hombrecito.

—¿Cómo es el sur? —preguntó él.

—Cuando hayas cabalgado al hacedor lo verás por ti mismo —dijo ella.

—Pero antes quisiera verlo a través de tus ojos.

—Es terriblemente solitario —dijo ella.

Paul tocó el pañuelo nezhoni que ella llevaba en la frente, bajo el capuchón del destiltraje.

—¿Por qué no quieres hablarme del sietch?

—Ya te he hablado de él. El sietch es un lugar terriblemente solitario sin nuestros hombres. Es un lugar de trabajo. Nos pasamos las horas en las factorías y en los talleres. Hay que fabricar armas, empalar la arena para la previsión del tiempo, recolectar la especia para los tributos. Debemos sembrar las dunas para que la vegetación crezca en ellas y las ancle. Debemos fabricar tejidos y tapices, cargar las células de combustible. Y luego hay que adiestrar a los niños, para que la fuerza de la tribu no decrezca.

—¿No hay nada agradable allí en el sietch? —preguntó él.

—Los niños son agradables. Observamos los ritos. Tenemos suficiente comida. A veces, una de nosotras regresa al norte a dormir con su hombre. La vida debe continuar.

—Mi hermana, Alia… ¿ha sido aceptada por la gente?

Chani se volvió a mirarle a la creciente luz del alba. Sus ojos parecieron taladrarle.

—Discutiremos esto en otra ocasión, amor mío.

—Discutámoslo ahora.

—Tienes que conservar tus energías para la prueba.

Paul se dio cuenta de que había tocado un punto sensible. Había algo ausente, lejano, en su voz.

—Lo desconocido trae sus propios conocimientos —dijo.

Ella asintió con la cabeza. Tras una pausa, dijo:

—Subsiste aún… una cierta incomprensión a causa de lo extraño que hay en Alia. Las mujeres le tienen miedo porque una niña, casi un bebé, habla… de cosas que sólo un adulto tendría que conocer. No comprenden el… cambio en el seno que ha hecho a Alia… diferente.

—¿Hay problemas? —preguntó él. Y pensó: He tenido visiones de problemas cerniéndose sobre Alia.

Chani miró a la resplandeciente línea del amanecer.

—Algunas de las mujeres se han reunido para apelar a la Reverenda Madre. Le piden que exorcice al demonio que hay en su hija. Han citado la escritura: «No se tolerará una bruja entre nosotros.»

Autore(a)s: