Dune (Crónicas de Dune, #1) – Frank Herbert

Jessica nunca había notado una angustia tan profunda en la voz de su hijo. Hubiera querido poder comprenderle, estrecharle entre sus brazos, confortarle, ayudarle… pero sintió que no había nada que pudiera hacer. Tendría que resolver sus problemas por sí mismo.

El brillo del manual de la Fremochila que Paul había dejado en el suelo llamó su atención. Lo tomó y le echó una ojeada, leyendo: «Manual de «El Desierto Amigo», el lugar lleno de vida. Este es el ayat y el burhan de la Vida. Cree, y al-Lat nunca te consumirá.»

Se parece al Libro de Azhar, pensó, recordando sus estudios de los Grandes Secretos.

¿Habrá pasado algún manipulador de Religiones por Arrakis?

Paul tomó el paracompás del paquete, volvió a dejarlo y dijo:

—Piensa en todos estos aparatos Fremen de aplicaciones bien precisas. Muestran una sofisticación incomparable. Admítelo. La cultura que ha creado estos objetos evidencia una profundidad insospechable.

Vacilando, preocupada aún por la dureza de la voz de su hijo, Jessica volvió al libro y estudió la ilustración de una constelación del cielo de Arrakis: «Muad’Dib: El Ratón», y notó que la cola apuntaba al norte.

Paul se volvió de nuevo hacia la oscuridad de la tienda y discernió débilmente los movimientos de su madre revelados por el brillo del manual. Ahora es el momento de cumplir el deseo de mi padre, pensó. Debo transmitirle su mensaje mientras aún hay tiempo para el dolor. El dolor puede ser inoportuno más tarde. Y se sintió impresionado por su propia exacta lógica.

—Madre —dijo.

—¿Sí?

Había captado el cambio en su voz, y un soplo helado se aferró a sus vísceras ante aquel sonido. Nunca antes había captado un control tan férreo.

—Mi padre ha muerto —dijo Paul.

Ella buscó en su interior para acoplar los hechos con los hechos y con los hechos —la manera Bene Gesserit de evaluar datos— y extrajo la respuesta: la sensación de una terrible pérdida. Jessica asintió, incapaz de hablar.

—Mi padre —dijo Paul— me encargó transmitirte un mensaje si le ocurría algo. Temía que pudieras pensar que no tenía confianza en ti.

Qué inútil sospecha, pensó Jessica.

—Quería que supieras que nunca dudó de ti —dijo Paul, y le explicó el engaño, añadiendo—: Quería que supieras que siempre tuviste su absoluta confianza, que siempre te amó y te adoró. Dijo que antes hubiera sospechado de sí mismo que de ti, y que sólo tenía algo de qué lamentarse: no haberte hecho su Duquesa. Ella se secó las lágrimas que corrían por sus mejillas, pensando: ¡Qué estúpido derroche de agua! Pero sabía lo que significaba aquel pensamiento… una tentativa de anular el dolor con cólera. Leto, mi Leto, pensó. ¡Qué horribles cosas podemos hacer a los que amamos! Con un gesto violento apagó el cuadrante luminoso del manual. Sollozó.

Paul percibió el dolor de su madre y lo comparó con su propia vaciedad. Yo no siento dolor, pensó. ¿Porqué? ¿Porqué? Aquella incapacidad de experimentar dolor le pareció una horrible tara.

Un tiempo para ganar y un tiempo para perder, pensó Jessica, recitándose a si misma una frase de la Biblia Católica Naranja. Un tiempo para guardar y un tiempo para tirar; un tiempo para amar y un tiempo para odiar; un tiempo de guerra y un tiempo de paz. La mente de Paul siguió funcionando con gélida precisión. Descubrió nuevas avenidas abiertas para ellos en aquel planeta hostil. Sin ni siquiera la válvula de seguridad de un sueño, enfocó su presciente consciencia, viéndolas como el cálculo de sus más probables futuros, pero con algo más, una franja de misterio… como si su mente se sumergiera en algún estrato intemporal donde soplaban los vientos del futuro. Bruscamente, como si acabara de encontrar la llave necesaria, la mente de Paul ascendió otro peldaño en su consciencia. Sintió que estaba acercándose a otro nivel, sosteniéndose en aquel precario asidero y mirando a su alrededor. Era como el centro de una esfera a partir del cual las avenidas irradiaban en todas direcciones… pero esto era tan sólo una aproximación a sus sensaciones.

Recordó haber visto, en una ocasión, un pañuelito de gasa flotando al viento, y ahora percibió así el futuro, retorciéndose como aquella ondulante y variable superficie del pañuelo.

Vio gente.

Experimentó el calor y el frío de incontables probabilidades. Reconocía nombres y lugares, experimentaba emociones sin número, recibía datos de innumerables e inexploradas fuentes. Tenía todo el tiempo para sondear y probar y examinar, pero no tiempo para modelar.

El todo era un espectro de posibilidades desde el más remoto pasado hasta el más remoto futuro… desde lo más probable a lo más improbable. Vio su propia muerte en innumerables versiones. Vio nuevos planetas, nuevas culturas. Gente.

Gente.

Multitudes innumerables que no podía contar, pero cuya mente podía catalogar. Y los hombres de la Cofradía.

Pensó: La Cofradía… este podría ser un camino para nosotros; allí mi rareza sería aceptada como algo familiar de gran valor, siempre que pudiera asegurarla suplementariamente con la ahora necesaria especia.

Pero la idea de vivir toda su vida con la mente tanteando aquel amasijo de futuros posibles que guiaba las naves espaciales le aterrorizó. De todos modos, era un camino. Y afrontando aquel futuro posible con los hombres de la Cofradía reconoció su propia rareza.

Tengo otra visión. Veo otro paisaje: todos los senderos abiertos. Este pensamiento despertó su seguridad y su alarma… demasiados lugares, en aquel otro modo suyo de ver las cosas, desaparecían o giraban fuera de su vista. Así, tan rápida como había venido, la sensación le abandonó, y comprendió que toda la experiencia había durado tan sólo el tiempo de un latido.

Pero su consciencia había sido sacudida, cegada por una terrible luz. Miró a su alrededor.

La noche envolvía aún la destiltienda rodeada por las rocas. El agudo dolor de su madre llegó de nuevo hasta él.

Y su propia ausencia de dolor… Su mente era como una cavidad profunda separada del resto, continuando implacable su tarea de recibir datos, evaluarlos, calcularlos, rítmicamente, planteándose las preguntas y planteando las respuestas del mismo modo que un Mentat.

Y supo que eran pocas las mentes que habían acumulado nunca una tal abundancia de datos. Pero no por ello la profunda cavidad que era su mente resultaba más soportable. Sintió que algo tenía que romperse. Era como si el mecanismo de relojería de una bomba hubiera empezado a tictaquear dentro de él, más allá de sus propios deseos. Percibió las minúsculas variaciones en torno suyo… un ligero aumento de la humedad, una fracción de descenso de temperatura, el lento avanzar de un insecto sobre el techo de la destiltienda, la solemne progresión del alba en el ángulo de cielo constelado de estrellas visible a través de la parte transparente de la tienda.

El vacío era insoportable. El saber cómo había sido puesto en marcha el mecanismo de relojería no marcaba ninguna diferencia. Podía mirar hacia su propio pasado y ver su inicio: el adiestramiento, la afinación de sus talentos, las refinadas presiones de sofisticadas disciplinas, el descubrimiento de la Biblia Católica Naranja en un momento crítico… y, finalmente, la inclusión de la especia. Y podía mirar también hacia adelante —en las más terribles direcciones— y ver adonde conducía todo esto.

¡Soy un monstruo!, pensó. ¡Un fenómeno!

—¡No! —dijo. Y luego—: ¡No, No! ¡No!

Descubrió que estaba dando puñetazos contra el suelo de la tienda. (La implacable parte de él registró esto como un interesante dato emotivo y lo integró a los otros factores).

—¡Paul!

Su madre estaba a su lado, sujetando sus manos, su rostro una mancha gris escrutándole.

—Paul, ¿qué ocurre?

—¡Tú! —dijo él.

—Estoy aquí, Paul —dijo ella—. Todo está bien.

—¿Qué has hecho conmigo? —exigió.

En un destello de claridad, ella captó alguna de las raíces de la pregunta.

—Te he traído al mundo —dijo.

Sabía, por su instinto y por sus más sutiles conocimientos, que esta era la respuesta correcta para calmarle. El sintió las manos de su madre sujetándole, e intentó ver los rasgos de su rostro. (Algunos rasgos genéticos en la estructura de su rostro fueron examinados bajo el nuevo ángulo de su mente en continua actividad, las informaciones añadidas a los otros datos, y al final del cálculo surgió la respuesta.)

—Déjame —dijo.

Ella notó la acerada dureza de su voz y obedeció.

—¿Quieres decirme qué es lo que te ocurre, Paul?

—¿Sabías lo que hacías cuando me adiestraste? —preguntó él.

No hay ningún rastro de niño en su voz, pensó ella. Y dijo:

—Esperaba lo que esperan todos los padres: que fueras… superior, distinto.

—¿Distinto?

Ella percibió la amargura en su tono.

—Paul, yo… —dijo.

—¡Tú no buscabas un hijo! —dijo él—. ¡Tú buscabas un Kwisatz Haderach! ¡Tú buscabas un macho Bene Gesserit!

Ella retrocedió ante tanta amargura.

—Pero, Paul…

—¿Consultaste alguna vez a mi padre para esto?

Ella respondió en voz muy baja, a causa de su reciente dolor.

—Seas lo que seas, Paul, la herencia te viene compartida de tu padre y mía.

—Pero no mi adiestramiento —dijo él—. No las cosas que… han despertado… al durmiente.

—¿Durmiente?

—Está aquí. —Puso una mano en su cabeza y luego en su pecho—. En mí. Y sigue adelante y adelante y adelante y adelante y…

—¡Paul!

Sentía la histeria surgiendo en su voz.

—Escúchame —dijo él—. ¿No querías que la Reverenda Madre supiese de mis sueños? Ahora escúchame en su lugar. Acabo de tener un sueño despierto. ¿Sabes por qué?

—Tienes que calmarte —dijo ella—. Si hay…

—La especia —dijo él—. Está por todos lados aquí… el aire, el suelo, la comida. La especia geriátrica. Es como la droga de la Decidora de Verdad. ¡Es un veneno!

Ella se envaró.

La voz de Paul descendió hasta un murmullo y repitió:

—Un veneno… tan sutil, tan insidioso… tan irreversible. No mata, a menos que uno deje de tomarlo. Nunca podremos abandonar Arrakis sin llevar una parte de Arrakis con nosotros.

La terrible presencia de su voz no admitía ninguna réplica.

—Tú y la especia —dijo Paul—. La especia transforma a cualquiera que la tome aunque sea a pequeñas dosis, pero gracias a ti, yo he vivido esta transformación en plena consciencia. No puedo relegarla al inconsciente, donde su intromisión podría ser sofocada. Yo puedo verla.

—Paul, tú…

—¡La veo! —repitió él.

Ella percibió la locura en su voz, sin saber qué hacer.

Pero él habló de nuevo, y observó que el férreo control volvía a dominarle:

—Estamos atrapados aquí.

Estamos atrapados aquí, convino ella.

Y aceptó la verdad de sus palabras. Ninguna presión Bene Gesserit, ninguna astucia o artificio podrían liberarlos completamente de Arrakis: la especia era adictiva. Su cuerpo lo había sabido mucho antes de que su mente lo admitiera.

Así que aquí viviremos todo el resto de nuestras vidas, pensó, en este planeta infernal. El lugar está preparado para nosotros, si conseguimos evadirnos de los Harkonnen. Y no hay ninguna duda sobre mi destino: una yegua de cría destinada a preservar una importante línea genética para el Plan Bene Gesserit.

—Debo hablarte de mi sueño despierto —dijo Paul. (Ahora no había furia en su voz)—. Para estar seguro de que aceptaras lo que diga, te diré en primer lugar que darás a luz una hija, mi hermana, aquí en Arrakis.

Jessica apoyó sus manos en el suelo de la tienda y se apretó contra la curvada pared para rechazar la oleada de temor. Sabía que su estado no era aún visible. Sólo su propio adiestramiento Bene Gesserit le había permitido leer los primeros débiles signos en su cuerpo, advertir la presencia de un embrión de apenas unas semanas.

—Sólo para servir —susurró Jessica, ciñéndose a la divisa Bene Gesserit—. Existimos sólo para servir.

—Encontraremos un hogar entre los Fremen —dijo Paul—, donde nuestra Missionaria Protectiva nos ha preparado un refugio.

Han preparado un camino para nosotros en el desierto, se dijo Jessica. ¿Pero cómo puede saber él algo de la Missionaria Protectiva? Cada vez le era más difícil dominar su terror ante la cosa extraña en que se estaba convirtiendo Paul. Este estudió la confusa sombra que era ella, viendo su miedo en cada reacción, con su nueva consciencia, como si se destacara contra una deslumbrante luz. Experimentó hacia ella un inicio de compasión.

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