Dune (Crónicas de Dune, #1) – Frank Herbert

Jessica estaba de pie ante las ventanas que se abrían al sur. Miraba sin ver las coloreadas nubes vespertinas, más allá del prado y del río. Oía sin escuchar la pregunta de la Reverenda Madre.

Ella también había sufrido la prueba… hacía tantos años de ello. Una jovencita delgada, de cabellos color bronce, con el cuerpo torturado por los vientos de la pubertad, había entrado en el estudio de la Reverenda Madre Gaius Helen Mohiam, Censor Superior de la escuela Bene Gesserit en Wallach IX. Jessica contempló su mano derecha, flexionó los dedos, recordando el dolor, el terror, la rabia.

—Pobre Paul —susurró.

—¡Te he hecho una pregunta, Jessica! —la voz de la vieja mujer era brusca, imperativa.

—¿Qué? Oh… —Jessica extrajo su atención del pasado e hizo frente a la Reverenda Madre, que estaba sentada con la espalda apoyada en la pared de piedra, entre las dos ventanas que miraban al este—. ¿Qué debo deciros?

—¿Qué debes decirme? ¿Qué debes decirme? —la vieja voz tenía un tono de burla cruel.

—¡Sí, he tenido un hijo! —estalló Jessica. Y sabía que la vieja la había llevado deliberadamente hasta la irritación.

—Se te había ordenado que engendrases solamente hijas a los Atreides.

—Significaba tanto para él —se justificó Jessica.

—¡Y, en tu orgullo, pensaste que podías engendrar al Kwisatz Haderach!

Jessica irguió la cabeza.

—Tuve en cuenta la posibilidad.

—Pensaste tan sólo en el deseo de tu Duque de tener un varón —restalló la vieja mujer—. Y sus deseos no tienen nada que ver con esto. Una hija Atreides hubiera podido casarse con un heredero Harkonnen, y la brecha hubiera quedado cerrada. Complicaste las cosas de forma impredecible. Ahora corremos el riesgo de perder ambas líneas genéticas.

—No sois infalible —dijo Jessica. Sostuvo la mirada de aquellos fríos ojos.

—Lo que está hecho, está hecho —dijo finalmente la vieja mujer.

—He formulado votos de que nunca lamentaré mi decisión —dijo Jessica.

—Muy notable por tu parte —se mofó la Reverenda Madre—. Ningún lamento. Ya lo veremos, cuando huyas con tu cabeza puesta a precio y con todas las manos alzadas contra tu vida y la de tu hijo.

Jessica palideció.

—¿No hay otra alternativa?

—¿Alternativa? ¿Cómo puede preguntar esto una Bene Gesserit?

—Sólo quiero saber lo que habéis podido ver en el futuro con vuestros poderes superiores.

—Veo en el futuro lo mismo que he visto en el pasado. Conoces bien nuestros asuntos, Jessica. La raza sabe que es mortal, y teme el estancamiento de su herencia. Es el flujo de la sangre… la urgencia de mezclar las características genéticas sin una planificación. El Imperio, la Compañía CHOAM, todas las Grandes Casas, tan sólo son los restos de naufragios arrastrados por este flujo.

—La CHOAM —murmuró Jessica—. Supongo que ya ha decidido cómo repartirá los despojos de Arrakis.

—¿Qué es la CHOAM sino una veleta moviéndose al soplo de nuestro tiempo? —dijo la vieja mujer—. El Emperador y sus amigos controlan actualmente un cincuenta y nueve coma sesenta y cinco por ciento de los votos del directorio de la CHOAM. Seguramente han visto lo provechoso que es esto, y como otros también verán lo mismo, la potencia de sus votos se verá incrementada. Así se hace la historia, muchacha.

—Eso es exactamente lo que me hace falta ahora —dijo Jessica—. Un repaso de historia.

—¡No seas sarcástica, muchacha! Sabes tan bien como yo cuáles son las fuerzas que nos rodean. Nuestra civilización reposa sobre tres puntos: la Casa Imperial, en equilibrio entre las Grandes Casas Federadas del Landsraad y, entre ellas, la Cofradía y su maldito monopolio de los transportes interestelares. En política, el trípode es la más inestable de todas las estructuras. Y ya sería malo sin las complicaciones de una cultura comercial feudal que da la espalda a cualquier ciencia.

—Restos arrastrados por el flujo… —repitió Jessica amargamente—. Y los restos, aquí, son el Duque Leto, y son también su hijo, y son también…

—Oh, cállate, muchacha. Cuando entraste en este juego sabías muy bien cuál era el avispero que ibas a encontrar en él.

—Soy una Bene Gesserit —citó Jessica—. Existo tan sólo para servir.

—Exacto —dijo la vieja mujer—. Y todo lo que podemos esperar es impedir que todo esto provoque una conflagración general, a fin de preservar todo lo que podamos de las líneas genéticas más importantes.

Jessica cerró los ojos, sintiendo el escozor de sus lágrimas a punto de brotar. Combatió el temblor interno que la sacudía, el temblor externo, la respiración jadeante, el batir desordenado del pulso, el sudor de sus palmas. Entonces dijo:

—Pagaré por mis errores.

—Y tu hijo pagará contigo.

—Le protegeré tanto como pueda.

—¡Protegerle! —chasqueó la vieja mujer—. ¡Sabes bien lo débil que es! Si le proteges demasiado, Jessica, nunca será lo suficientemente fuerte como para alcanzar un destino, cualquier destino.

Jessica se volvió y miró al otro lado de la ventana las sombras cada vez más densas.

—¿Es realmente tan terrible ese planeta, Arrakis?

—Bastante malo, pero no totalmente malo. La Missionaria Protectiva pasó por allá y lo mejoró un poco. —La Reverenda Madre se alzó, alisando un pliegue de su vestido—. Dile al muchacho que venga. Debo irme pronto.

—¿Debéis?

La voz de la vieja mujer se suavizó:

—Jessica, muchacha, me gustaría estar en tu lugar y asumir tus sufrimientos. Pero cada una de nosotras debe seguir su propio camino.

—Lo se.

—Eres para mi tan querida como cualquiera de mis otras hijas, pero no debo dejar que esto interfiera con el deber.

—Comprendo… la necesidad.

—Todo lo que has hecho, Jessica, y el por qué lo has hecho… ambas lo comprendemos. Pero la sinceridad me obliga a decirte que hay pocas esperanzas de que tu hijo sea Totalmente Bene Gesserit. No esperes demasiado.

Jessica se sacudió las lágrimas que se habían formado en el ángulo de sus ojos. Era un gesto de rabia. Dijo:

—Me hacéis sentir de nuevo como una chiquilla recitando mi primera lección. —Obligó a las palabras a que surgieran—: «Los humanos no deben someterse nunca a los animales». —Un brusco sollozo la sacudió. Dijo, en un murmullo—: He estado tan sola.

—Esto forma parte de la prueba —dijo la vieja mujer—. Los humanos están casi siempre solos. Ahora, llama al chico. Ha sido para él un día largo y terrible. Pero ha tenido suficiente tiempo para reflexionar y recordar, y debo hacerle algunas otras preguntas acerca de sus sueños.

Jessica asintió, se dirigió hacia la Sala de Meditación y abrió la puerta.

—Paul, entra, por favor.

Paul obedeció con reluctante lentitud. Miró a su madre como si fuera una extraña. Sus ojos se posaron circunspectos en la Reverenda Madre, pero esta vez sólo inclinó ligeramente la cabeza, Como si se dirigiera a un igual. Oyó a su madre cerrar la puerta detrás de él.

—Joven —dijo la vieja mujer—, volvamos al asunto de tus sueños.

—¿Qué queréis saber? —preguntó él.

—¿Sueñas cada noche?

—No sueños que merezcan la pena de ser recordados. Puedo recordar todos los sueños, pero algunos merecen la pena de ser recordados, y otros no.

—¿Cómo sabes la diferencia?

—Simplemente la sé.

La vieja mujer echó una ojeada a Jessica y luego volvió a Paul.

—¿Qué soñaste esta última noche? ¿Valía la pena que lo recordaras?

—Sí. —Paul cerró sus ojos—. Soñé una caverna… y agua… y había una chica… muy delgada, con grandes ojos. Sus ojos eran totalmente azules, sin blanco. Yo le hablaba de vos, le decía que había visto a la Reverenda Madre en Caladan. —Paul abrió sus ojos.

—¿Y lo que le contabas a esa extraña chica era lo que ha ocurrido hoy?

Paul reflexionó un instante, y luego dijo:

—Sí. Le dije a la chica que vos habíais venido y que me habíais marcado con un sello que me hacía extraño.

—Un sello que te hacía extraño —murmuró la vieja mujer, y lanzó otra ojeada a Jessica antes de volver de nuevo su atención a Paul—. Ahora, dime la verdad, Paul: ¿tienes a menudo esos sueños en los que ocurren cosas que luego se repiten en la realidad exactamente a como las has soñado?

—Si. Y ya había soñado con esa chica antes.

—¿Oh? ¿La conoces?

—La conoceré.

—Háblame de ella.

Paul cerró de nuevo sus ojos.

—Estamos en un pequeño lugar entre rocas, a cubierto. Es casi de noche, pero hace calor y puedo ver manchas de arena fuera, a través de las rocas. Estamos… esperando algo… debo encontrarme con alguien. Y ella está aterrada pero intenta ocultarlo, y yo estoy excitado. Y ella me dice: «Háblame de las aguas de tu mundo natal, Usul». —Paul abrió sus ojos—. ¿No es extraño? Mi mundo natal es Caladan. Nunca he oído hablar de un planeta llamado Usul.

—¿Hay algo más en este sueño? —interrumpió Jessica.

—Sí. Pero pienso que tal vez ella me llamara Usul a mí —dijo Paul—. Acaba de ocurrírseme ahora. —Cerró de nuevo sus ojos—. Me pide que le hable acerca de las aguas. Y yo tomo su mano. Y le digo que voy a recitarle un poema. Y le recito el poema, pero tengo que explicarle algunas de las palabras, como playa y resaca y algas y gaviotas.

—¿Cuál poema? —preguntó la Reverenda Madre.

Paul abrió los ojos.

—Uno de los poemas cantados de Gurney Halleck para tiempos tristes. Detrás de Paul, Jessica empezó a recitar:

«Recuerdo el humo salado de un fuego en la playa Y las sombras bajo los pinos…

Sólidas, definidas… concretas…

Las gaviotas encaramadas en el promontorio,

Blanco sobre verde…

Y el viento corriendo entre los pinos Haciendo ondear las sombras;

Las gaviotas distendiendo las alas,

Volando Y llenando el cielo con sus gritos.

Y oigo el viento Soplando a lo largo de la playa,

Y la resaca,

Y veo cómo nuestra hoguera Ha abrasado las algas.»

—Este es —dijo Paul.

La vieja mujer miró a Paul y dijo:

—Joven, como Censor de la Bene Gesserit, busco el Kwisatz Haderach, el macho que pueda convertirse realmente en una de nosotras. Tu madre ve en ti esta posibilidad, pero la ve con los ojos de una madre. Yo también veo esta posibilidad, pero nada más. Guardó silencio, y Paul comprendió que estaba deseando que él hablara. Esperó.

—Bien, sea como tú quieras —dijo ella al cabo de un momento—. Hay profundos abismos en ti; esto lo admito.

—¿Puedo irme ahora? —preguntó él.

—¿No deseas oír lo que puede decirte la Reverenda Madre acerca del Kwisatz Haderach? —preguntó Jessica.

—Ha dicho que todos los que lo habían intentado habían muerto.

—Pero puedo darte algunos indicios acerca de sus fracasos —dijo la Reverenda Madre.

Habla de indicios, pensó Paul. Pero en realidad no sabe nada. Y dijo:

—Dádmelos.

—¿E iros al diablo? —Esbozó una sonrisa, y las arrugas se entrecruzaron en su rostro—. Muy bien: «Quien se somete, domina.»

Se sintió atónito; ¿le estaba hablando de algo tan elemental como la te nsión dentro de la intencionalidad? ¿Creía que su madre no le había enseñado nada?

—¿Esto es un indicio? —preguntó.

—No estamos aquí para jugar con las palabras o discutir sobre su significado —dijo la vieja mujer—. El sauce se somete al viento y prospera hasta el día en que habrá a su alrededor tantos sauces que formarán una barrera contra el viento. Esta es la finalidad del sauce.

Paul la miró. Ella había dicho finalidad, y sintió como la palabra le golpeaba, infectándolo de nuevo con aquella terrible finalidad. Experimentó una súbita rabia contra ella: fatua vieja bruja con su boca llena de tópicos.

—Creéis que puedo ser ese Kwisatz Haderach —dijo—. Habéis hablado de mi, pero no habéis dicho absolutamente nada acerca de lo que podemos hacer para ayudar a mi padre. Os he oído hablar a mi madre. Habláis como si mi padre estuviera ya muerto.

¡Bien, pues no es así!

—Si fuera posible hacer algo por él, ya lo habríamos hecho —gruñó la vieja mujer—. Quizá consigamos salvarte a ti. Es dudoso, pero posible. En cuanto a tu padre, no. Cuando hayas conseguido aceptar este hecho, habrás aprendido una verdadera lección Bene Gesserit.

Autore(a)s: