Dune (Crónicas de Dune, #1) – Frank Herbert

—Mi Señor, si hay algo que yo… —dijo Nefud.

—Haz lo que tu dueño te ha ordenado —dijo Feyd-Rautha. Y pensó: Todo lo que puedo esperar ahora es salvar mi piel.

¡Bien!, pensó el Barón. Ahora sabe al menos cómo limitar sus pérdidas. Sonrió para sí mismo. También sabe cómo complacerme y evitar que mi ira caiga sobre él. Sabe que debo preservarlo. ¿A qué otro podría pasar las riendas que un día tendré que abandonar?

Ningún otro es tan capaz. ¡Pero tiene aún tanto que aprender! Y debo preservarme a mí mismo mientras él aprende.

Nefud designó a los hombres que debían acompañarle y salió de la estancia.

—¿Quieres acompañarme a mis habitaciones, Feyd? —preguntó el Barón.

—Estoy a tu disposición —dijo Feyd -Rautha. Se inclinó, pensando: Me ha cogido.

—Después de ti —dijo el Barón, y señaló la puerta.

Feyd-Rautha traicionó su miedo con un instante de vacilación. ¿He fracasado totalmente?, se dijo. ¿Va a clavarme una hoja envenenada en la espalda… lentamente, a través del escudo? ¿Ha encontrado acaso algún otro sucesor?

Dejémosle saborear este momento de terror, pensó el Barón, avanzando tras su sobrino. Será mi sucesor, pero yo escogeré el momento. ¡No le permitiré destruir todo lo que yo he edificado!

Feyd-Rautha intentaba no avanzar demasiado aprisa. Sintió la piel de su espalda erizarse, como si su propio cuerpo se preguntase cuándo llegaría el golpe. Sus músculos se tensaban y se relajaban alternativamente.

—¿Has oído las últimas noticias de Arrakis? —preguntó el Barón.

—No, tío.

Feyd-Rautha se obligó a no volverse. Penetró en otro corredor, fuera del área de servicio.

—Hay un nuevo profeta o jefe religioso de algún tipo entre los Fremen —dijo el Barón—. Le llaman Muad’Dib. Realmente divertido. Quiere decir «el Ratón». He dicho a Rabban que les deje que tengan su propia religión. Eso les mantendrá ocupados.

—Muy interesante, tío —dijo Feyd -Rautha. Penetró en el corredor privado de las habitaciones de su tío, pensando: ¿Porqué me habla de la religión? ¿Hay en ello alguna sutil alusión que me concierne?

—Sí, ¿verdad? —dijo el Barón.

Entraron en los apartamentos del Barón, atravesando el salón de recepciones hacia el dormitorio. Había allí sutiles signos de lucha: una lámpara a suspensor desplazada, un almohadón en el suelo, una bobina hipnótica completamente abierta en el cabezal.

—Era un plan muy hábil —dijo el Barón. Mantuvo su escudo corporal al máximo, se detuvo e hizo frente a su sobrino—. Pero no lo suficiente. Dime, Feyd, ¿por qué nunca me has golpeado tú mismo? Has tenido suficientes ocasiones.

Feyd-Rautha tomó una silla a suspensor, hizo un esfuerzo mental y se sentó, sin haber sido invitado a ello.

Ahora debo ser audaz, pensó.

—Eres tú quien me ha enseñado a mantener mis manos limpias —dijo.

—Ah, sí —dijo el Barón—. Cuando te halles ante el Emperador, debes poder decirle con toda sinceridad que no has sido tú quien ha cometido el delito. La bruja que vela tras el Emperador escuchará tus palabras y sabrá inmediatamente si son verdaderas o falsas. Sí. Te he advertido acerca de esto.

—¿Por qué tú nunca has comprado una Bene Gesserit, tío? —preguntó Feyd-Rautha—. Con una Decidora de Verdad a tu lado…

—¡Conoces mis gustos! —cortó secamente el Barón.

Feyd-Rautha estudió a su tío.

—Sin embargo —dijo—, una de ellas te permitiría…

—¡No me fío de ellas! —gruñó el Barón—. ¡Y deja de intentar cambiar de tema!

—Como quieras, tío —dijo Feyd-Rautha en tono humilde.

—Recuerdo una ocasión, en la arena, hace algunos años —dijo el Barón—. Aquel día pareció que un esclavo había sido preparado para matarte. ¿Era cierto eso?

—Hace ya mucho tiempo, tío. Después de todo, yo…

—No eludas la pregunta, por favor —dijo el Barón, y su tensa voz dejaba ver que estaba dominando su ira.

Feyd-Rautha miró a su tío, pensando: Lo sabe, de otro modo, no me lo hubiera preguntado.

—Fue una estratagema, tío. Lo preparé para desacreditar a tu maestro de esclavos.

—Muy astuto —dijo el Barón—. Y también valiente. Aquel esclavo gladiador estuvo a punto de matarte, ¿eh?

—Sí.

—Si además de este valor tuvieras algo más de finura y sutileza, serías realmente formidable —el Barón agitó su cabeza de uno a otro lado. Y, como había hecho muchas veces desde aquel terrible día en Arrakis, lamentó la pérdida de Piter, el Mentat. Había sido un hombre de una delicada y diabólica astucia. Aunque esto no había bastado para salvarle. El Barón agitó su cabeza una vez más. El destino, a veces, era inescrutable. Feyd-Rautha paseó su mirada por el dormitorio, estudiando las señales de la lucha, preguntándose cómo su tío había conseguido vencer a aquel esclavo que tan cuidadosamente habían preparado.

—¿Cómo he conseguido vencerlo? —dijo el Barón—. Ahhh, Feyd… déjame al menos algunas armas para defender mi vejez. Es mejor que aprovechemos esta ocasión para concluir un pacto.

Feyd-Rautha le miró. ¡Un pacto! Entonces sigue pensando en mi como su heredero. De otro modo, ¿por qué un pacto? ¡Sólo se concluye un pacto con iguales o casi iguales!

—¿Qué pacto, tío? —y Feyd -Rautha experimentó un cierto orgullo al oír su propia voz, tranquila y razonable, que no traicionaba su exultación interna. También el Barón notó su control. Asintió.

—Tú eres una buena materia prima, Feyd. Yo nunca malgasto buena materia prima. Sin embargo, insistes en no querer reconocer el verdadero valor que represento para ti. Eres obstinado. No quieres comprender por qué conviene preservar a alguien de tanto valor para ti. Esto… —hizo un gesto hacia las evidencias de lucha en el dormitorio—. Esto fue una estupidez. Yo no recompenso las estupideces.

¡Ve al grano, viejo idiota!, pensó Feyd-Rautha.

—Tú piensas que soy un viejo idiota —dijo el Barón—. Tengo que disuadirte de eso.

—Has hablado de un pacto.

—Ah, la impaciencia de la juventud —dijo el Barón—. Bien, en sustancia es éste: Tú cesarás en esos estúpidos atentados contra mi vida, y yo, cuando estés preparado, abdicaré a tu favor. Me retiraré a una posición de simple consejero, y te dejaré el poder.

—¿Retirarte, tío?

—Siempre piensas en mí como en un idiota —dijo el Barón—, y esto te lo confirma,

¿eh? ¡Crees que te estoy implorando! Pisa cautelosamente, Feyd. Este viejo idiota ha visto la aguja protegida por un escudo que habías implantado en el muslo del muchacho esclavo. Exactamente en el lugar donde yo pondría mi mano, ¿eh? La menor presión y…

¡clac! ¡Una aguja envenenada en la palma del viejo idiota! Ahhh, Feyd… El Barón agitó su cabeza, pensando: Y hubiera funcionado, si Hawat no me hubiera advertido. Bien, dejemos al muchacho que crea que he descubierto el complot por mis propios medios. En cierto sentido, es verdad. Fui yo quien salvó a Hawat de las ruinas de Arrakis. Y este muchacho tiene que tener un poco más de respeto hacia mi. Feyd-Rautha permaneció silencioso, luchando consigo mismo. ¿Ha dicho la verdad?

¿Piensa realmente retirarse? ¿Por qué no? Estoy seguro de poder sucederle un día si me muevo con cautela. No puede vivir siempre. Quizá ha sido una estupidez por mi parte intentar acelerar el proceso.

—Has hablado de un pacto —dijo Feyd-Rautha—. ¿Con qué garantías?

—Cómo podemos confiar el uno en el otro, ¿eh? —dijo el Barón—. Bien, Feyd, en lo que a ti respecta: encargaré a Thufir Hawat que te vigile. Tengo plena confianza en los poderes de Mentat de Hawat para eso, ¿comprendes? En cuanto a mi, tendrás que aceptar mi palabra. Yo no puedo vivir eternamente, ¿no crees, Feyd? Y quizá tú empieces a sospechar ahora que hay cosas que yo conozco y que tú también deberías conocer.

—Si yo te doy mi palabra, ¿qué me ofreces a cambio? —preguntó Feyd-Rautha.

—Te ofrezco continuar viviendo —dijo el Barón.

Feyd-Rautha estudió nuevamente a su tío. ¡Me hará vigilar por Hawat! ¿Qué diría si le revelara que fue Hawat en persona quien ideó el truco con el gladiador que le costó su maestro de esclavos? Probablemente diría que es una mentira para desacreditar a Hawat. No, el buen Thufir es un Mentat, y ha previsto este momento.

—Bien, ¿qué dices al respecto? —preguntó el Barón.

—¿Qué quieres que diga? Acepto, por supuesto.

Y Feyd -Rautha pensó: ¡Hawat! Juega con los dos extremos desde el centro… ¿es realmente así? ¿Se ha pasado al campo de mi tío porque yo no le he pedido su consejo acerca del joven esclavo?

—No has dicho nada respecto a mi encargo de que Hawat te vigile —dijo el Barón. Feyd-Rautha traicionó su ira a través de la dilatación de las aletas de su nariz. El nombre de Hawat había sido durante muchos años una señal de peligro para la familia de los Harkonnen… y ahora tenía otro significado, pero siempre mortal.

—Hawat es un juguete peligroso —dijo Feyd-Rautha.

—¡Juguete! No seas estúpido. Sé lo que hay en Hawat y cómo controlarlo. Hawat está sujeto a profundas emociones, Feyd. Es al hombre sin emociones al que debemos temer. Pero las emociones… ah, aquél que tiene emociones estará siempre doblado bajo nuestros deseos.

—Tío, no te comprendo.

—Sí, esto es evidente.

Sólo un parpadeo traicionó la oleada de resentimiento que pasó a través de FeydRautha.

—Y tú no comprendes a Hawat —dijo el Barón.

¡Y tú tampoco!, pensó Feyd-Rautha.

—¿Contra quién dirige Hawat su odio por sus presentes circunstancias? —preguntó el Barón—. ¿Contra mí? Por supuesto. Pero era un instrumento de los Atreides y me ha tenido frente a él durante muchos años, hasta que el Imperio se ha puesto a mi lado. Es así como él ve las cosas. Su odio por mí es ahora algo casual. Cree poder vencerme en cualquier momento. Y creyendo esto, el vencido es él. Porque ahora dirige su atención hacia donde yo quiero… hacia el Imperio.

La repentina comprensión formó finas arrugas en la frente de Feyd-Rautha. Frunció los labios.

—¿Contra el Emperador?

Dejemos que mi querido sobrino saboree esto, pensó el Barón. Dejemos que se diga a sí mismo: «¡El Emperador Feyd-Rautha Harkonnen!». Dejemos que se pregunte cuánto puede valer todo esto… ¡Seguramente pensará que la vida de un viejo tío capaz de realizar un tal sueño!

Lentamente, Feyd-Rautha se pasó la lengua por los labios.

¿Era posible que aquel viejo idiota dijera la verdad? Había allí mucho más de lo que parecía a simple vista.

—¿Y cuál es la parte de Hawat en todo esto? —preguntó Feyd-Rautha.

—Cree utilizarnos como instrumentos de su venganza contra el Emperador.

—¿Y cuándo la llevará a cabo?

—Su pensamiento no llega hasta allí. Hawat es uno de esos hombres que deben servir a los otros, aunque él mismo no lo sepa.

—Yo he aprendido mucho de Hawat —admitió Feyd-Rautha, y sintió que sus palabras decían verdad—. Pero cuanto más aprendo de él, más convencido estoy de que deberíamos eliminarle… y pronto.

—¿No te gusta la idea de que te vigile?

—Hawat vigila a todo el mundo.

—Y podría ponerte en el trono. Hawat es astuto. También es peligroso, tortuoso. Pero aún no voy a privarle del antídoto. Una espada es siempre peligrosa, Feyd, de acuerdo. Pero tenemos una funda especial para esta espada en particular. El veneno que hay en él. Bastará suprimirle el antídoto y la muerte le engullirá.

—En cierto sentido, es como en la arena —dijo Feyd -Rautha—. Fintas en las fintas de las fintas. Uno tiene que observar hacia qué lado se inclina el gladiador, en qué dirección mira, cómo empuña su cuchillo.

Asintió para sí mismo, viendo que aquellas palabras complacían a su tío pero pensando: ¡Sí! ¡Como en la arena! ¡Pero aquí es la mente la que hiere!

—Ahora puedes ver cómo me necesitas —dijo el Barón—. Todavía soy útil, Feyd. Como una espada que se empuña hasta que está completamente mellada, pensó Feyd-Rautha.

—Sí, tío —dijo.

—Y ahora —dijo el Barón—, vamos a ir a las dependencias de los esclavos, los dos. Y yo te observaré mientras tú, con tus propias manos, matas a todas las mujeres en el ala del placer.

—¡Tío!

—Traeremos otras mujeres, Feyd. Pero ya te he dicho que no quiero que cometas ningún error conmigo sin tener que pagarlo.

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