Dune (Crónicas de Dune, #1) – Frank Herbert

Sin ninguna razón que pudiera explicar (y esto la asustó mucho más que la propia sensación), Jessica se estremeció repentinamente. Se volvió para disimular su turbación, y en aquel mismo momento el sol se puso. Un violento estallido de colores llenó el cielo mientras el sol desaparecía tras el horizonte.

—¡Es el momento!

La voz de Stilgar resonó por toda la caverna:

—El arma de Jamis ha sido muerta, Jamis ha sido llamado por El, por Shai-hulud, el cual ha ordenado las fases de las lunas que se desvanecen cada día un poco más, hasta que sean al final tan sólo ramitas desecadas —la voz de Stilgar bajó de tono—. Así ha ocurrido con Jamis.

El silencio cayó como un palpable velo en la caverna.

Jessica vio la sombra gris de los movimientos de Stilgar como la silueta de un fantasma en las tenebrosas vísceras de la caverna. Miró de nuevo a la depresión, sintiendo el frescor de la noche.

—Que los amigos de Jamis se acerquen —dijo Stilgar.

Algunos hombres se movieron tras Jessica, colocando una cortina en la abertura. Un solo globo fue iluminado muy arriba, al fondo de la caverna. Su amarillo resplandor reveló figuras humanas en movimiento. Jessica escuchó el lento roce de ropas. Chani avanzó un paso, como atraída por la luz.

Jessica se acercó al oído de Paul, diciéndole en el código familiar:

—Sígueles, muchacho; haz lo que ellos hagan. Será una simple ceremonia para aplacar el alma de Jamis.

Será mucho más que esto, pensó Paul. Experimentó una sensación lacerante en lo profundo de su conciencia, como si intentara inmovilizar algo que estaba en perenne movimiento.

Chani se deslizó al lado de Jessica y tomó su mano.

—Ven, Sayyadina. Nosotras debemos permanecer a un lado. Paul las observó mientras se apartaban entre las sombras, dejándole solo. Se sintió abandonado. Los hombres que habían colocado la cortina se le acercaron.

—Ven, Usul.

Dejó que le guiaran, que le empujaran hasta el interior de un círculo de gente que se había formado alrededor de Stilgar, el cual permanecía de pie bajo el globo y al lado de un objeto informe y anguloso sobre el suelo de roca, cubierto con unas ropas. Los asistentes se acuclillaron en el suelo a un gesto de Stilgar, con sus ropas siseando por el movimiento. Paul siguió su ejemplo, observando fijamente a Stilgar, notando que bajo el globo sus ojos parecían dos profundos pozos, mientras la tela verde brillaba en torno a su cuello. Después, Paul dirigió su atención hacia lo que tenía Stilgar a sus pies, cubierto por unas ropas, y reconoció el mango de un baliset surgiendo por un lado de la ropa.

—El espíritu deja el agua del cuerpo cuando se levanta la primera luna —entonó Stilgar—. Así está dicho. Cuando se levante la primera luna, esta noche, ¿a quién llamará?

—Jamis —dijeron los demás a coro.

Stilgar giró sobre uno de sus talones, paseando su mirada por el círculo de rostros.

—Yo era amigo de Jamis —dijo—. Cuando el halcón mecánico planeó sobre nosotros en el Agujero-en-la-Roca, fue Jamis quien me puso al abrigo.

Se inclinó, tomó las ropas que cubrían el bulto.—Como amigo de Jamis tomo estas ropas… es el derecho del jefe —se echó las ropas al hombro y se irguió.

Entonces, Paul vio el contenido de lo que tapaban las ropas: el gris relucir de un destiltraje, un litrojón abollado, un pañuelo con un pequeño libro en su centro, el mango sin hoja de un crys, una funda vacía, un fragmento de tejido doblado, un paracompás, un distrans, un martilleador, un montón grande como un puño de garfios metálicos, un surtido de pequeñas rocas envueltas en un trozo de tela, un montón de plumas atadas juntas… y el baliset puesto a un lado.

Así que Jamis tocaba el baliset, pensó Paul. El instrumento le recordó a Gurney Halleck y todo aquello que había perdido. Paul sabía, gracias a su memoria del futuro, que algunas líneas de probabilidad podían conducir a un encuentro con Halleck, pero las intersecciones eran pocas y confusas. Esto le inquietó. El factor de incertidumbre le dejaba perplejo. Esto quiere decir que tal vez yo haré algo… que podré hacerlo, que destruirá a Gurney… o le devolverá a la vida… o…

Paul tragó saliva, agitando su cabeza.

Stilgar se inclinó de nuevo sobre el montón.

—Para la mujer de Jamis y para los guardias —dijo. Las pequeñas rocas y el libro desaparecieron entre los pliegues de las ropas.

—El derecho del jefe —entonaron los demás.

—El marcador del servicio de café de Jamis —dijo Stilgar, y tomó un disco plano de metal verde—. Será ofrecido a Usul en la ceremonia que seguirá a nuestra vuelta al sietch.

—El derecho del jefe —entonaron los demás.

Finalmente, tomó el mango del crys y se irguió con él en la mano.

—Para la llanura funeral —dijo.

—Para la llanura funeral —respondieron los demás..

En su lugar en el círculo, frente a Paul, Jessica asintió con la cabeza, reconociendo las antiguas fuentes del rito, y pensó: El encuentro entre ignorancia y conocimiento, entre brutalidad y cultura… todo comienza con la dignidad con la cual tratamos a nuestros muertos. Miró a Paul, preguntándose: ¿Habrá captado esto? ¿Sabrá lo que debe hacer?

—Nosotros somos los amigos de Jamis —dijo Stilgar—. No lloramos a nuestros muertos como una bandada de garvarg.

Un hombre de barba gris a la izquierda de Paul se puso en pie.

—Yo era un amigo de Jamis —dijo. Avanzó hacia el montón, tomó el distrans—. Cuando me faltó el agua en el asedio de los Dos Pájaros, Jamis compartió conmigo la suya —el hombre regresó a su lugar en el círculo.

¿Se supone que yo también debo decir que era un amigo de Jamis?, se preguntó Paul.

¿Están esperando de mí que tome algo de este montón? Vio los rostros que se volvían furtivamente hacia él, desviando después la mirada. ¡Lo están esperando!

Otro hombre en la parte opuesta a Paul se levantó, se acercó al montón y tomó el paracompás.

—Yo era un amigo de Jamis —dijo—. Cuando la patrulla nos sorprendió en el Recodode-Risco y fui herido, Jamis atrajo su atención sobre él y consiguió que los demás nos salváramos —volvió a su lugar en el círculo.

Paul vio de nuevo rostros vueltos hacia él, y captó la expectación en ellos. Bajó los ojos. Un codo le tocó, y una voz susurro:

—¿Traerás la destrucción sobre nosotros?

¿Cómo puedo decir que era su amigo?, se preguntó Paul.

Otra silueta se separó del circulo frente a Paul y, cuando el encapuchado rostro llegó bajo la luz, reconoció a su madre. Tomó un pañuelo del montón.

—Yo era una amiga de Jamis —dijo—. Cuando el espíritu de los espíritus que estaba en él vio lo necesaria que era la verdad, aquel espíritu le abandonó y perdonó a mi hijo —regresó a su lugar.

Y Paul recordó el desprecio en la voz de su madre cuando, tras el combate, le dijo:

«¿Cómo se siente uno sabiéndose un asesino?»

Una vez más, los rostros se volvieron hacia él, y sintió la rabia y el miedo en el grupo. Un fragmento de un librofilm que su madre le había proyectado una vez sobre «El Culto a los Muertos», vino a la memoria de Paul. Supo lo que tenía que hacer. Lentamente, Paul se puso en pie.

Un suspiro corrió a lo largo del círculo.

Mientras avanzaba hacia el centro del círculo, Paul notó que su yo disminuía progresivamente. Era como si hubiese perdido un fragmento de sí mismo y supiera que iba a encontrarlo allí. Se inclinó sobre el montón de objetos y tomó el baliset. Una cuerda sonó suavemente al tropezar con algo en la pila.

—Yo era un amigo de Jamis —murmuró Paul en voz muy baja. Notó que los ojos le ardían. Se esforzó en hablar más alto—. Jamis me enseñó que… cuando… cuando uno mata… tiene que pagar por ello. Me hubiera gustado poder conocer mejor a Jamis. Sin ver nada, regresó a su lugar en el círculo y se dejó caer en el suelo de roca. Una voz siseó:

—¡Ha derramado lágrimas!

Hubo un murmullo a lo largo del circulo:

—¡Usul ha dado humedad al muerto!

Unos dedos rozaron sus mejillas, oyó exclamaciones ahogadas. Jessica, oyendo las voces, percibió el profundo origen de aquellas reacciones, se dio cuenta de las terribles inhibiciones ligadas a las lágrimas vertidas. Se concentró en las palabras: «Ha dado humedad al muerto». Era un presente al mundo de las sombras… lágrimas. Serían sagradas más allá de toda duda. Nada en aquel planeta le había dado hasta tal punto el sentido del valor supremo del agua. Ni los vendedores de agua, ni las desecadas pieles de los nativos, ni los destiltrajes o las férreas leyes de la disciplina del agua. Allí era una sustancia mucho más preciosa que todas las demás… era la vida misma, entremezclada con simbolismos y ritos.

Agua.

—He tocado su mejilla —susurró alguien—. He sentido el presente. En el primer momento, aquellos dedos explorando su rostro habían alarmado a Paul. Apretó con fuerza el frío mango del baliset, hasta tal punto que las cuerdas se clavaron en sus palmas. Después vio los rostros tras aquellas manos extendidas… ojos muy abiertos y maravillados.

Después, las manos se retiraron. La ceremonia fúnebre prosiguió. Pero ahora había un sutil vacío alrededor de Paul, un retirarse de los demás, honrándole con un respetuoso aislamiento.

La ceremonia terminó con un profundo canto:

«La luna llena te llama…

Verás a Shai-hulud:

Roja la noche, oscuro el cielo,

Sangrienta la muerte que tú has tenido.

Rogamos a la luna: su faz es redonda…

Nos traerá suerte y abundancia,

Y aquello que siempre hemos buscado En el país de la sólida tierra.»

A los pies de Stilgar sólo quedaba un ventrudo saco. Se acuclilló, apoyó sus manos sobre él. Alguien acudió a su lado y se acuclilló junto a él, y Paul reconoció el rostro de Chani bajo las sombras de su capucha.

—Jamis llevaba treinta y tres litros y siete dracmas y un tercio del agua de la tribu —dijo Chani—. Yo la bendigo ahora en presencia de una Sayyadina. ¡Ekkeri-akairi, esta es el agua, fillissin-follasy de Paul-Muad’Dib! Kivi a-kavi, nunca más, nakalas! ¡Nakalas! lo que debe ser metido y contado, ¡ukair-an! por los latidos del corazón jan-jan-jan de nuestro amigo… Jamis.

En un brusco y profundo silencio, Chani se volvió y miró a Paul. L uego dijo:

—Donde yo soy llama, sé tú carbón. Donde yo soy rocío, sé tú agua.

—Bi-lal kaifa —entonaron los demás.

—A Muad’Dib va esta porción —dijo Chani—. Que él pueda conservarla para la tribu y preservarla de cualquier pérdida. Que él sea generoso en los momentos de necesidad. Que él pueda transmitirla, cuando llegue su tiempo, por el bien de la tribu.

—Bi-lal kaifa —entonaron los demás.

Debo aceptar esta agua, pensó Paul. Se alzó lentamente, situándose al lado de Chani. Stilgar se echó un poco hacia atrás para dejarle sitio, y tomó cuidadosamente el baliset de su mano.

—Arrodíllate —dijo Chani.

Paul se arrodilló.

Ella guió sus manos sobre el saco de agua, manteniéndoselas apoyadas en su elástica superficie.

—Por esta agua, la tribu te acepta —dijo—. Jamis la ha dejado. Tómala en paz. —Se levantó, empujando a Paul para que hiciera lo mismo.

Stilgar le devolvió el baliset, extendiendo en su palma un montoncito de anillos metálicos. Paul los miró, observando que eran de diferentes tamaños y que brillaban bajo la luz del globo.

Chani tomó el más grande y lo sostuvo con un dedo.

—Treinta litros —dijo. Uno a uno fue tomando los otros, mostrándolos a Paul y contándolos—. Dos litros; un litro; siete medidas de agua de una dracma cada una; una medida de agua de un tercio de dracma.

Los mantuvo en alto, colocados en su dedo, para que Paul pudiera verlos.

—¿Los aceptas? —dijo Stilgar.

Paul tragó saliva, asintió.

—Sí.

—Después —dijo Chani— te enseñaré cómo sujetarlos con un pañuelo para que no tintineen y traicionen tu presencia cuando necesites silencio —tendió su mano.

—¿Puedes… guardarlos por mí? —preguntó Paul.

Chani miró desconcertada a Stilgar.

El hombre sonrió.

—Paul-Muad’Dib, que es Usul, no conoce aún nuestras costumbres, Chani —dijo—. Guarda sus medidas de agua sin compromiso por tu parte hasta que llegue el momento en que puedas mostrarle la forma de llevarlas él.

Autore(a)s: