Dune (Crónicas de Dune, #1) – Frank Herbert

Si no lo consigue será agua malgastada, pensó Jessica. Pero de todos modos no tendrá importancia.

Con ayuda de su cuchillo, Paul abrió la pila de energía, esparciendo sus cristales en el agua. Espumearon ligeramente, y luego se aquietaron.

Los ojos de Jessica captaron un movimiento sobre ellos. Miró hacia arriba y vio una hilera de halcones perchados en lo alto de la fisura. Miraban fijamente al agua.

¡Gran Madre!, pensó. ¡Pueden sentir el agua hasta a esa distancia!

Paul había vuelto a colocar la tapa del paracompás, quitando el botón de reglaje para dejar una pequeña salida al líquido. Aferrando con una mano el instrumento así transformado, y con la otra un puñado de especia, Paul ascendió hasta la fisura, estudiando la pendiente. Su ropa, sin el cinturón, flotaba a su alrededor. Avanzó hundiendo sus pies en la pendiente, provocando pequeños riachuelos de arena. En un determinado momento se detuvo, metió una pizca de especia en el paracompás y sacudió la caja del instrumento.

Una espuma verde rebulló surgiendo por el orificio del botón de reglaje. Paul la hizo caer sobre la pendiente, trazando un pequeño dique que consolidó inmediatamente, añadiéndole arena y derramando después más espuma.

Jessica avanzó desde su posición en la parte baja de la pendiente y preguntó:

—¿Puedo ayudarte?

—Ven aquí y excava —dijo él—. Faltan aún tres metros. No sé si conseguiremos llegar.

—Mientras hablaba, la espuma dejó de surgir del instrumento—. Apresúrate —dijo—. No sé por cuánto tiempo aguantará la arena.

Jessica se reunió con él mientras Paul echaba una nueva cantidad de especia en el aparato, agitando el paracompás. La espuma volvió a surgir.

Mientras Paul seguía consolidando la barrera, Jessica excavó con las manos, echando la arena por la pendiente.

—¿Cuánto falta? —jadeó.

—Alrededor de tres metros —dijo él—. Y sólo puedo calcular aproximadamente la posición. Quizá tendremos que ensanchar el pozo. —Dio un paso hacia un lado, resbalando en la blanda arena—. Excava oblicuamente de través, no hacia abajo. Jessica obedeció.

Lentamente, el pozo se hizo más profundo, alcanzando el nivel de la depresión externa sin que apareciera ningún signo de la mochila.

¿Habré equivocado mis cálculos?, se preguntó Paul. Me he dejado llevar por el pánico y esto ha ocasionado el error. ¿Acaso esto ha disminuido mi habilidad?

Examinó el paracompás. Quedaban sólo unos cincuenta gramos de la infusión ácida. Jessica se irguió en el pozo, pasando por su mejilla una mano manchada de espuma. Sus ojos encontraron los de Paul.

—A la altura de tu cabeza —dijo Paul—. Lentamente ahora.

—Añadió otra pizca de especia al recipiente, echando la bullente espuma alrededor de las manos de Jessica a medida que esta iba cortando una hendidura vertical a lo largo de la pared del pozo. A la segunda tentativa, sus manos tropezaron con algo duro. Lentamente, liberó un trozo de correa y una anilla de plástico.

—No lo muevas más —dijo Paul, y su voz era ahora un susurro—. No tenemos más espuma.

Jessica sujetó la correa con una mano y miró hacia arriba.

Paul tiró el paracompás vacío al fondo de la depresión.

—Dame tu otra mano —dijo—. Ahora escúchame atentamente. Voy a tirar de ti fuertemente hacia abajo, a lo largo de la pendiente. No sueltes la correa, no va a caer mucha arena de arriba. La pendiente ha quedado estabilizada. Intentaré mantener tu cabeza fuera de la arena. Cuando el pozo se haya llenado, podré sacarte junto con la mochila.

—Comprendo —dijo ella.

—¿Preparada?

—Preparada —tensó sus dedos en torno a la correa.

Con un fuerte tirón, Paul la sacó a medias del pozo, manteniendo su cabeza levantada mientras la barrera de espuma caía hacia el fondo del pozo. Cuando se estabilizó, Jessica estaba fuera hasta el busto, aunque con un brazo y un hombro metidos en la arena, pero con su barbilla protegida por un pliegue de la ropa de Paul. El hombro le dolía por la tensión.

—Sigue sujetando la correa —dijo él.

Lentamente, Paul hundió su mano en la arena junto a la de ella, encontrando la correa.

—Los dos a la vez —dijo—. Tensión constante. No debemos romperla. Más arena se precipitó mientras tiraban de la mochila. Cuando la correa apareció, Paul se detuvo y liberó completamente a su madre de la arena. Después, juntos, terminaron de extraer la mochila de su prisión arenosa.

Unos minutos más tarde estaban ambos de pie en el suelo de la fisura, con la mochila entre ellos.

Paul miró a su madre. La espuma manchaba su rostro y su ropa. La arena se había encostrado en los lugares donde la espuma se había secado. Parecía que la hubieran tomado como blanco con pegotes de arena verde.

—Se te ve más bien sucia —dijo él.

—Tu tampoco estás muy limpio —dijo ella. Se echaron a reír, luego se calmaron.

—Todo esto no tenía que haber sucedido —dijo Paul—. No presté bastante atención. Ella se encogió de hombros, y notó cómo la arena caía de sus ropas.

—Plantaré la tienda —dijo Paul—. Es mejor que te quites la ropa y la sacudas. —Se volvió, inclinándose sobre la mochila.

Jessica asintió con la cabeza, repentinamente demasiado cansada para hablar.

—Hay agujeros de anclaje en esta roca —dijo Paul—. Alguien ha plantado su tienda aquí antes.

¿Por qué no?, pensó ella, mientras sacudía sus ropas. Era un lugar muy adecuado: protegido por las paredes rocosas y haciendo frente a otro farallón a cuatro kilómetros de distancia… lo bastante alto sobre el desierto como para evitar los gusanos, y lo bastante cerca como para llegar rápidamente a él e iniciar la travesía. Se volvió viendo que Paul había levantado ya la tienda, cuyas nervaduras de la cúpula se confundían con las paredes rocosas de la fisura. Paul se adelantó, portando los binoculares. Ajustó su presión interna con un gesto rápido, enfocó las lentes de aceite hacia el otro farallón, que se levantaba frente a ellos a través de la arena como una barrena dorada a la luz matutina.

Jessica observó cómo estudiaba aquel apocalíptico paisaje, explorando los cañones y ríos de arena.

—Hay cosas que crecen allá abajo —dijo.

Jessica fue a tomar los otros binoculares de la mochila junto a la tienda y se situó de pie junto a Paul.

—Allí —dijo Paul, sujetando los binoculares con una mano y señalando con la otra. Jessica miró hacia la dirección apuntada.

—Saguaro —dijo—. Hierbas secas.

—Puede que haya alguien en las inmediaciones —dijo Paul.

—Tal vez los restos de una estación experimental botánica —observó ella.

—Estamos muy lejos hacia el sur, en pleno desierto —dijo él. Bajó los binoculares, rascándose bajo su filtro, notando sus labios secos y cortados y sintiendo en su boca el gusto del polvo y de la sed—. Parece un lugar Fremen —dijo.

—¿Estamos seguros de que los Fremen se mostrarán amistosos? —preguntó ella.

—Kynes nos prometió su ayuda.

Pero hay desesperación en la gente de este desierto, pensó ella. Yo la he notado en mi misma hoy. Una gente desesperada podría matarnos por nuestra agua. Cerró los ojos y, sobre aquel vasto desierto, conjuró en su mente una escena de Caladan. Era un viaje de vacaciones en Caladan: ella y el Duque Leto, antes de que naciera Paul. Habían volado sobre las junglas del sur, sobre la tupida hierba salvaje de las sabanas y los arrozales de los deltas. Y en todo aquel verde habían visto largas hileras de hormigas: hombres transportando sus cargas mediante suspensores anclados a las pértigas colocadas sobre sus hombros. Y en el mar, los blancos pétalos de los trimaranes dhows.

Todo aquello había terminado.

Jessica abrió sus ojos al silencio del desierto, al ominoso calor diurno. Los inquietos demonios del calor hacían temblar el aire por encima de las arenas abiertas del desierto. La otra roca frente a ellos parecía envuelta en niebla.

Por un instante, una lluvia de arena formó una impalpable cortina al extremo de la fisura. La arena chirriaba por todas partes, esparcida por la brisa matutina, por los halcones que empezaron a alzar el vuelo en la cima del farallón. Cuando se hubo depositado, le pareció seguir oyendo su silbido. Era cada vez más intenso, un sonido que, una vez oído, ya no se podía olvidar.

—Un gusano —murmuro.

Apareció a su derecha, con una serena majestad que no podía ser ignorada. Un túmulo de arena en movimiento que cortaba la línea de dunas, atravesando su campo de visión. En un momento determinado, frente a ellos, el túmulo se empinó, cortando la arena como la proa de una nave corta el agua. Luego cambió de dirección, desapareciendo a su izquierda.

El sonido disminuyó, murió.

—He visto fragatas espaciales más pequeñas —murmuró Paul.

Jessica asintió, continuando con la mirada fija en el desierto. Allí donde había pasado el gusano quedaba un rastro turbador, un surco sin fin curvándose ante ellos bajo el horizonte, como doblado entre el cielo y la arena.

—Cuando hayamos descansado —dijo Jessica— continuaremos con tus lecciones. Paul dominó una brusca irritación.

—Madre —dijo—, ¿no crees que podríamos pasarnos sin…?

—Hoy te has dejado arrastrar por el pánico —dijo ella—. Quizá conozcas mejor que yo tu mente y tu sistema nervioso bindu, pero aún tienes mucho que aprender de la musculatura prana. A veces el cuerpo actúa por sí mismo, Paul, y puedo enseñarte algo al respecto. Debes aprender a controlar cada músculo, cada fibra de tu cuerpo. Tus manos, por ejemplo. Comenzaremos con los músculos de los dedos, los tendones de la palma y la sensibilidad de las yemas. —Se volvió—. Entremos en la tienda a hora. Paul flexionó los dedos de su mano izquierda, mirando a su madre que se introducía a través de la válvula a esfínter, sabiendo que nada podría apartarla de su determinación… que tendría que doblegarse a ella.

Cualquier cosa que me hayan hecho, yo me he prestado siempre a ello, pensó.

¡Examinar su mano!

La miró de nuevo. Parecía tan inadecuada cuando se la comparaba con criaturas tales como aquel gusano…

CAPÍTULO XXVIII

Vinimos de Caladan… un mundo paradisíaco para nuestra forma de vida. No existía en Caladan la necesidad de construir un paraíso físico o un paraíso mental… podíamos verlos en la realidad que nos rodeaba. Y el precio que pagamos era el precio que los hombres han pagado siempre por obtener un paraíso en sus vidas: nos ablandam os, perdimos nuestro temple.

De «Conversaciones con Muad’Dib», por la Princesa Irulan.

—Así que tú eres el gran Gurney Halleck —dijo el hombre.

Halleck estaba de pie en la redonda caverna despacho, con el contrabandista sentado frente a él tras un escritorio metálico. El hombre llevaba ropas Fremen, y el tono azul demasiado claro de sus ojos indicaba que, al menos en parte, su dieta era de alimentos importados. El despacho era una reproducción del centro de control de una fragata espacial: transmisores y pantallas visoras a lo largo de treinta grados de la curvada pared, controles remotos de instrumentos y armas al otro lado, e incluso el escritorio parecía una proyección de la pared… como formando parte de la misma curva.

—Soy Staban Tuek, hijo de Esmar Tuek —dijo el contrabandista.

—Entonces, es a ti a quien debo darle las gracias por la ayuda recibida —dijo Halleck.

—Ahhh, gratitud —dijo el contrabandista—. Siéntate.

Un sillón de tipo astronáutico en forma de copa emergió de la pared junto a las pantallas, y Halleck se dejó caer en él con un suspiro, consciente de su agotamiento. Podía ver su propio reflejo en la oscura superficie junto al contrabandista, y frunció el ceño al observar las señales de la fatiga en su arrugado rostro. La cicatriz de estigma a lo largo de su mandíbula se contorsionó.

Halleck apartó los ojos de su reflejo y miró a Tuek. Ahora descubrió el parecido familiar en su rostro… las gruesas cejas de su padre, el mismo perfil duro y cortante de las mejillas y nariz.

—Tus hombres me ha n dicho que tu padre había muerto, asesinado por los Harkonnen —dijo Halleck.

—Por los Harkonnen o por el traidor que había entre tu gente —dijo Tuek. La cólera saltó por encima de la fatiga de Halleck. Se irguió.

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