Dune (Crónicas de Dune, #1) – Frank Herbert

Paul se dio cuenta de cómo las palabras habían herido a su madre. Miró irritado a la vieja mujer. ¿Cómo podía decir aquello de su padre? ¿Cómo podía estar tan segura? Su mente ardía con el resentimiento.

La Reverenda Madre miró a Jessica.

—Lo has entrenado bien a la Manera… he observado los signos. Yo hubiera hecho lo mismo en tu lugar, y al diablo las Reglas.

Jessica asintió.

—Ahora quiero advertirte —dijo la vieja mujer—. No olvides el orden regular de su adiestramiento. Su propia seguridad requiere la Voz. Ya tiene alguna idea de ello, pero ambas sabemos que necesita mucho más… y desesperadamente. —Se acercó a Paul, mirándole con fijeza—. Adiós, joven humano. Espero que tengas éxito. Pero, ocurra lo que ocurra… bien, nosotras llegaremos igualmente.

Miró de nuevo a Jessica. Un imperceptible signo de comprensión pasó entre las dos. Entonces la vieja mujer salió de la estancia con suave roce de sus ropas, sin mirar hacia atrás. La estancia y sus ocupantes habían quedado excluidos de sus pensamientos. Pero Jessica había podido sorprender por un instante el rostro de la Reverenda Madre en el momento en que se volvía. Había lágrimas en aquellas arrugadas mejillas. Lágrimas más intranquilizadoras que cualquier otra palabra o signo que se hubiera intercambiado entre ellos aquel día.

CAPÍTULO IV

Habéis leído que Muad’Dib no tenía compañeros de juego de su misma edad en Caladan. Los peligros eran demasiado grandes. Pero Muad’Dib tuvo maravillosos compañeros-preceptores. Estaba Gurney Halleck, el trovador-guerrero. Podréis cantar algunas de las canciones de Gurney a medida que vayáis leyendo este libro. Estaba Thufir Hawat, el viejo Mentat Maestro de Asesinos, al que temía el propio Emperador Padishah. Estaba Duncan Idaho, El Maestro de Armas de los Ginaz; el doctor Wellington Yueh, un nombre negro en traición pero brillante en conocimiento; Dama Jessica, que guió a su hijo en la Manera Bene Gesserit, y -por supuesto-el Duque Leto, cuyas cualidades como padre fueron durante mucho tiempo pasadas por alto.

De «Historia de Muad’Dib para niños» por la Princesa Irulan.

Thufir Hawat se deslizó dentro de la sala de ejercicios de Castel Caladan y cerró suavemente la puerta. Permaneció inmóvil por un momento, sintiéndose viejo y cansado y zarandeado por la tormenta. La pierna izquierda, herida hacía tiempo al servicio del Viejo Duque, le dolía.

Tres generaciones de ellos ya, pensó.

Se detuvo en la gran sala iluminada por la intensa luz del mediodía que penetraba a raudales a través de las cristaleras del techo, y vio al muchacho sentado con la espalda vuelta hacia la puerta, concentrado sobre papeles y mapas esparcidos sobre una mesa en forma de L.

¿Cuántas veces tendré que decirle que nunca debe dar la espalda a una puerta?

Hawat carraspeó.

Paul permaneció sumergido en sus estudios.

La sombra de una nube pasó por delante de las cristaleras. Hawat carraspeó de nuevo. Paul se enderezó y dijo, sin volverse:

—Ya sé. Estoy sentado dando la espalda a la puerta.

Reprimiendo una sonrisa, Hawat avanzó a través de la estancia. Paul alzó los ojos hacia aquel hombre canoso que se había detenido en el ángulo de la mesa. Los ojos de Hawat eran dos polos de atracción en un rostro oscuro y arrugado.

—Te he oído atravesar el vestíbulo —dijo Paul—. Y también te he oído abrir la puerta.

—Los sonidos que produzco pueden ser imitados.

—Notaría la diferencia.

Es capaz de ello, pensó Hawat. Esa bruja de su madre lo ha adiestrado ciertamente bien. Me pregunto qué debe pensar de eso su preciosa escuela. Quizá ha sido por eso por lo que me han enviado a la vieja Censor aquí… para volver al buen camino a nuestra querida Dama Jessica.

Hawat tomó una silla al otro lado de Paul, y se sentó frente a la puerta. Lo hizo intencionadamente, echándose hacia atrás y estudiando la estancia. Y repentinamente aquel lugar familiar le pareció extraño, un lugar distinto, con la mayor parte de los objetos pesados enviados ya hacia Arrakis. Quedaba tan sólo una mesa de ejercicios, así como un espejo de esgrima, con sus cristales prismáticos inertes, cuyo muñeco de ejercicios tenía el aspecto de un viejo soldado de infantería lacerado y consumido por las guerras. Exactamente como yo, pensó Hawat.

—¿En qué estás pensando, Thufir? —preguntó Paul.

Hawat miró al muchacho.

—Estaba pensando en que muy pronto estaremos todos muy lejos de aquí, y que probablemente no volveremos nunca más.

—¿Y esto te pone triste?

—¿Triste? ¡Tonterías! Dejar a los amigos resulta triste. Pero un lugar es sólo un lugar —contempló los mapas sobre la mesa—. Y Arrakis es simplemente otro lugar.

—¿Te ha enviado mi padre para sondearme?

Hawat frunció el ceño: el muchacho sabía observarle con tanta perspicacia. Asintió.

—Estás pensando en que hubiera sido mejor que viniera él mismo, pero ya sabes lo ocupado que está. Vendrá más tarde.

—Estaba estudiando las tormentas en Arrakis.

—Las tormentas. Ya veo.

—Parecen más bien malas.

—Es una palabra muy cauta: malas. Esas tormentas se desencadena n a lo largo de seis o siete mil kilómetros de terreno llano, y se alimentan de todo lo que pueda proporcionarles un mayor empuje: la fuerza de coriolis, otras tormentas, cualquier cosa que tenga en ella un gramo de energía. Soplan a setecientos kilómetros por hora, arrastrando consigo cualquier cosa móvil que encuentren en su camino: arena, polvo, cualquier cosa. Arrancan la carne de tus huesos y reducen éstos a astillas.

—¿No hay allí control climático?

—Arrakis plantea problemas especiales, los costes son muy altos, la manutención enorme y todo lo demás. La Cofradía exige un precio prohibitivo por un satélite de control, y la Casa de tu padre no está entre las más ricas, muchacho. Tú lo sabes bien.

—¿Has visto a los Fremen?

Hoy su mente se fija en todo, pensó Hawat.

—No puede decirse que los haya visto, pero los he visto —dijo—. No hay mucho que los distinga de la gente de los graben y sink. Todos llevan ropas flotantes. Y apestan como demonios en cualquier lugar cerrado. Esto es debido a las ropas que lle van (las llaman «destiltrajes»)… cuya misión es recuperar el agua de sus cuerpos. Paul deglutió, consciente de pronto de la humedad en su boca, recordando un sueño en el que había estado sediento. El hecho de que aquel pueblo necesitase el agua hasta tal punto que tuviera que reciclar la humedad de su propio cuerpo le llenó de un sentimiento de desolación.

—El agua es preciosa allí —dijo.

Hawat asintió, pensando: Quizá haya conseguido hacerle comprender cuán hostil es aquel planeta, y lo importante que es para nosotros considerarlo como un enemigo. Sería enloquecedor ir hasta allá sin tener esta idea bien inculcada en nuestras mentes. Paul miró a las cristaleras del techo, consciente de que había comenzado a llover. Vio las gotas estrellarse contra la gris superficie de metaglass.

—Agua —dijo.

—Aprenderás a conocer su importancia —dijo Hawat—. Como hijo del Duque nunca te faltará, pero podrás ver la obsesión de la sed a tu alrededor. Paul humedeció sus labios con la lengua, pensando en aquel día de la semana pasada y la prueba con la Reverenda Madre. Ella también le había dicho algo acerca de la privación del agua.

—Aprenderás a conocer las llanuras funerales —había dicho—, los desiertos absolutamente vacíos, las vastas extensiones donde no vive nada excepto la especia y los gusanos de arena. Ensuciarás de negro tus párpados para atenuar el brillo del sol. Cualquier agujero al abrigo del viento y de la vista será un refugio para ti. Cabalgarás únicamente sobre tus pies, sin tóptero ni vehículo ni montura. Y Paul se había sentido más impresionado por su tono -ondulante y con una a modo de cantinela-que por sus palabras.

—Cuando vivas en Arrakis —le había dicho ella—, khala, la tierra, estará vacía. Las lunas serán tus amigas, el sol tu enemigo.

Paul había oído a su madre acercarse a él desde la puerta donde estaba de guardia. Había mirado a la Reverenda Madre y preguntado:

—¿No veis ninguna esperanza, Vuestra Reverencia?

—No para el padre —y la vieja mujer había hecho callar a Jessica, mientras miraba a Paul—. Graba esto en tu memoria: un mundo se sostiene por cuatro cosas… —alzó cuatro nudosos dedos—… la erudición de los sabios, la justicia del grande, las plegarias de los justos y el coraje del valeroso. Pero todo esto no es nada… —cerró sus dedos en un puño—… sin un gobernante que conozca el arte de gobernar. ¡Haz de esto tu ciencia!

Había pasado una semana desde aquel día con la Reverenda Madre. Sólo ahora sus palabras adquirían pleno significado. Ahora, sentado en la sala de ejercicios con Thufir Hawat, Paul experimentó la profunda mordedura del miedo. Miró hacia el Mentat, que tenía el ceño fruncido.

—¿En qué estabas pensando en este momento? —preguntó Hawat.

—¿Tú también viste a la Reverenda Madre?

—¿Esa bruja Decidora de Verdad del Imperio? —Hawat parpadeó varias veces con interés—. Sí, la encontré.

—Ella… —Paul vaciló, descubriendo que no podía describir a Hawat la prueba. Las inhibiciones eran demasiado profundas.

—¿Si? ¿Qué hizo?

Paul aspiró profundamente por dos veces.

—Dijo una cosa. —Cerró sus ojos, llamando a las palabras, y cuando habló su voz adquirió inconscientemente algo del tono de la vieja mujer—: «Tú, Paul Atreides, descendiente de reyes, hijo de un duque, debes aprender a gobernar. Esto es algo que no hizo ninguno de tus antecesores.» —Paul abrió sus ojos y dijo—: Esto me irritó y dije que mi padre gobierna un planeta entero. Y ella dijo: «Lo está perdiendo.» Y yo dije: «Padre va a recibir un planeta muy rico.» Y ella dijo: «También va a perderlo.» Y yo quería correr a advertir a mi padre, pero ella me dijo que ya estaba advertido… por ti, por mi madre, por mucha gente.

—Completamente cierto —murmuró Hawat.

—Entonces, ¿por qué vamos allá? —preguntó Paul.

—Porque lo ha ordenado el Emperador. Y porque, pese a lo que dice aquella bruja espía, aún hay esperanzas. ¿Qué otra cosa esputó aquella antigua fuente de sabiduría?

Paul miró hacia su mano derecha, con el puño apretado bajo la mesa. Lentamente, ordenó a sus músculos que se relajaran. Puso alguna clase de poder en mi, pensó.

¿Cuál?

—Me pidió que le dijera qué significaba gobernar —siguió Paul—. Y yo dije que el mando de uno solo. Y ella dijo que debía dejar de aprender algunas cosas. Aquí hizo blanco, pensó Hawat. Asintió para invitar a Paul a continuar.

—Dijo que un gobernante debe aprender a persuadir y no a obligar. Dijo que debe ofrecer el hogar más confortable y el mejor café del mundo para atraer a los mejores hombres.

—¿Cómo imagina que tu padre ha atraído a hombres como Duncan y Gurney? —preguntó Hawat.

Paul se alzó de hombros.

—Después dijo que un buen gobernante debe aprender la lengua de su mundo, que es distinta para cada mundo. Y yo creí que con esto quería decirme que en Arrakis no hablan galach, pero me dijo que no era eso en absoluto. Hablaba del lenguaje de las rocas y de las cosas que crecen, el lenguaje que uno no puede oír sólo con los oídos. Y yo le dije que eso era lo que el doctor Yueh llama el Misterio de la Vida. Hawat sonrió.

—¿Y cómo se lo tomó ella?

—Creo que se puso furiosa. Dijo que el Misterio de la Vida no es un problema que hay que resolver, sino una realidad que hay que experimentar. Entonces le cité la Primera Ley del Mentat: «Un proceso no puede ser comprendido más que interrumpiéndolo. La comprensión debe fluir al mismo tiempo que el proceso, debe unirse a él y caminar con él.» Esto pareció dejarla satisfecha.

Parece que se haya recobrado, pensó Hawat, pero aquella vieja bruja lo asustó. ¿Por qué lo hizo?

—Thufir —dijo Paul—, ¿es Arrakis tan malo como dicen?

—Nada podría ser tan malo —dijo Rawat forzando una sonrisa—. Tomemos los Fremen, por ejemplo, el pueblo renegado del desierto. Tras un primer análisis aproximativo, puedo decirte que son numerosos, mucho más numerosos de lo que cree el Imperio. Hay mucha gente viviendo allí, muchacho, mucha gente, y. .. —Hawat acercó un nudoso dedo a su ojo—… detestan a los Harkonnen con una pasión sangrienta. Pero no debes decir ni una palabra de esto, muchacho. Es el confidente de tu padre quien te habla.

Autore(a)s: