Dune (Crónicas de Dune, #1) – Frank Herbert

Las palabras de Gurney Halleck volvieron de nuevo a su mente: «El buen combatiente debe pensar simultáneamente en la punta y en el filo y en la guarda de su cuchillo. La punta puede también cortar; el filo puede también apuñalar; y la guarda puede también atrapar la hoja del adversario.»

Paul examinó el crys. No tenía guarda; sólo un pequeño anillo en la empuñadura, para proteger la mano. Recordó de pronto que ignoraba la resistencia de la hoja. Ni siquiera sabía si podía ser partida.

Jamis comenzó a avanzar a su derecha, a lo largo del círculo, por el lado opuesto al de Paul.

Paul se agazapó, dándose cuenta de que no tenía escudo, mientras que todo su adiestramiento en la lucha se basaba en la presencia de aquella sutil pantalla a su alrededor, que exigía la mayor rapidez en la defensa, pero una lentitud calculada en el ataque para poder penetrar en el escudo del adversario. Pese a las constantes advertencias de sus instructores, se daba cuenta ahora de que el escudo formaba íntimamente parte de sus reacciones.

Jamis lanzó el desafío ritual:

—¡Pueda tu cuchillo astillarse y romperse!

Entonces, el cuchillo puede partirse, pensó Paul.

Se advirtió así mismo que Jamis tampoco llevaba escudo, pero que no había sido adiestrado en su uso y que por lo tanto no estaba sujeto a inhibiciones. Paul miró a Jamis a través del círculo. El cuerpo del hombre parecía hecho de cuero tensado sobre el esqueleto desecado. Su crys lanzaba reflejos lácteos a la amarilla luz de los globos.

Paul sintió un estremecimiento de miedo. De pronto se sintió solo y desnudo en aquella confusa luminosidad amarillenta, en medio de aquel círculo de gente. La presciencia le había llenado con innumerables experiencias, haciéndole entrever las grandes corrientes del futuro y los resortes de decisión que las guiaban, pero aquello era el ahora real. La muerte estaba presente en un infinito número de posibilidades. Se dio cuenta de que, en aquel instante, un mínimo gesto podía cambiar el futuro. Algo como un acceso de tos entre los espectadores, un instante de distracción. Una variación en el brillo de un globo, una engañosa sombra.

Tengo miedo, se dijo Paul.

Y avanzó a su vez por el lado opuesto al de Jamis, repitiéndose en silencio la letanía Bene Gesserit contra el miedo: «El miedo mata la mente…» Fue como un chorro de agua fresca sobre él. Sintió distenderse sus músculos, calmarse y alertarse.

—Bañaré mi cuchillo en tu sangre —gruñó Jamis. Y en mitad de su última palabra, atacó.

Jessica captó el movimiento y sofocó un grito.

Pero donde había golpeado el hombre ya no había nadie, y Paul estaba ahora detrás de Jamis, con un blanco perfecto en su indefensa espalda.

¡Ahora, Paul! ¡Ahora!, gritó Jessica en su mente.

Paul golpeó, con una calculada lentitud, con un gesto extraordinariamente fluido, pero tan lento que dio a Jamis la posibilidad de esquivarlo, retroceder y saltar hacia la derecha. Paul se batió en retirada, agazapándose.

—Primero debes hallar mi sangre —dijo.

Jessica reconoció la influencia del escudo en las maniobras de su hijo, y vio el arma de doble filo que representaba. Las reacciones de Paul tenían el ímpetu y la vivacidad de la juventud, y eran el resultado de un adiestramiento desconocido por aquel pueblo. Pero el ataque era resultado también de este adiestramiento, y estaba condicionado por la necesidad de penetrar la barrera de un escudo. Un escudo repelería un ataque demasiado veloz, admitiendo tan sólo los golpes lentos y solapados. Se necesitaba astucia y un perfecto control para penetrar un escudo.

¿Ha visto Paul esto?, se preguntó. ¡Es preciso!

Jamis atacó de nuevo, sus ojos profundamente oscuros brillando, su cuerpo una confusa mancha amarilla bajo los globos.

Y de nuevo Paul lo esquivó y se situó a su espalda, y atacó demasiado lentamente. Y otra vez.

Y otra.

En cada ocasión, el contraataque de Paul llegaba un instante demasiado tarde. Y Jessica vio algo que esperó que Jamis no captara. Las reacciones defensivas de Paul eran de una rapidez fulmínea, pero cada vez se movía en el ángulo exactamente correcto que le permitiría desviar en parte el golpe de Jamis con su escudo.

—¿Está tu hijo jugando con ese pobre idiota? —preguntó Stilgar. Pidió su silencio antes de que ella pudiera responder—. Perdón; no debes hablar. Ahora, las dos figuras giraban en círculo uno en torno del otro sobre el suelo de roca; Jamis con el brazo extendido hacia adelante y el cuchillo apuntado; Paul replegado sobre sí mismo, con el cuchillo bajo.

Jamis atacó una vez más, y esta vez giró hacia la derecha, donde Paul esquivaba el golpe.

En lugar de retroceder, Paul detuvo el ataque con su propia hoja, golpeando la mano de Jamis que empuñaba el cuchillo. Un segundo después el muchacho estaba ya fuera de alcance, pirueteando hacia la izquierda y dándole mentalmente las gracias a Chani por su advertencia.

Jamis retrocedió hasta el centro del círculo, frotándose su mano que empuñaba el cuchillo. Por un instante brotó sangre de la herida, luego se detuvo. Sus ojos se abrieron enormemente por la sorpresa, dos pozos de profunda y azulada oscuridad, y estudiaron a Paul bajo la luz de los globos con una nueva confianza.

—Ah, le ha hecho daño —murmuró Stilgar.

Paul tensó los músculos preparado para saltar y, después de ver la primera sangre, interpeló:

—¿Abandonas?

—¡Ahhh! —gritó Jamis.

Un murmullo colérico surgió de la concurrencia.

—¡Calma! —exclamó Stilgar—. El muchacho ignora nuestras reglas. —Se dirigió a Paul—: Nadie puede abandonar el tahaddi. La muerte es la única salida. Jessica vio a Paul tragar saliva trabajosamente. Y pensó: Nunca ha matado así a un hombre… en un combate a cuchillo hasta la última sangre. ¿Podrá hacerlo?

Paul avanzó lentamente siguiendo el círculo hacia su derecha, forzado por el movimiento de Jamis. El conocimiento presciente de las variantes en aquella caverna que había entrevisto en el rebullir del tiempo volvía a perseguirle. Su nueva percepción le decía que eran demasiadas decisiones en aquel combate para que uno de entre los innumerables caminos posibles se distinguiera claramente de los demás. Las variantes se amontonaban sobre las variantes… era por esto que la caverna parecía un confuso nexo en las corrientes del tiempo. Era como una gigantesca roca en medio de un río, creando torbellinos y corrientes a su alrededor.

—Termina ya, muchacho —murmuró Stilgar—. No juegues con él.

Paul avanzó al interior del círculo, confiando en su rapidez. Jamis retrocedió, dándose repentinamente cuenta de que ante él no tenía, en el circulo del tahaddi, a un vulnerable extranjero, fácil presa para un crys Fremen. Jessica vio la sombra de la desesperación en el rostro del hombre. Es ahora cuando es más peligroso, pensó. Ahora está desesperado y puede hacer cualquier cosa. Ha descubierto que Paul no es un niño como los de su raza, sino una máquina de combatir adiestrada desde su infancia. Ahora el miedo que he instilado en él se ha desbocado. Y en el fondo de sí misma experimentó un sentimiento de piedad por Jamis… una emoción dominada por la consciencia del peligro que corría su hijo. Jamis puede hacer cualquier cosa… lo más impredecible, se dijo. Se preguntó si Paul había entrevisto este futuro, si estaba reviviendo esta experiencia. Pero observó sus movimientos, el sudor que resbalaba por su rostro y hombros; la profunda concentración que revelaba la tensión de sus músculos. Y por primera vez captó, sin comprenderlo realmente, el factor de incertidumbre que existía en el poder de Paul. Paul buscaba ahora el combate, moviéndose en círculo pero sin atacar. Había visto el miedo en su oponente. El recuerdo de la voz de Duncan Idaho surgió en su memoria:

«Cuando tu adversario tenga miedo de ti, entonces es el momento de dejar sueltas las riendas de su miedo, dándole tiempo suficiente para que actúe sobre él. Deja que se convierta en terror. El hombre aterrorizado lucha contra si mismo. Llega un momento en que su ataque es fruto de la desesperación. Es el momento más peligroso, pero el hombre aterrorizado suele cometer normalmente un error fatal. Tú has sido adiestrado para detectar este error y aprovecharlo.»

El rumor en la caverna empezó a aumentar de intensidad.

Creen que Paul juega con Jamis, pensó Jessica. Creen que Paul es inútilmente cruel. Pero percibió también la corriente subterránea de la excitación, como si disfrutaran del espectáculo. Y la presión que aumentaba en Jamis. Captó el momento en que aquella tensión se hizo imposible de contener… como lo captó el propio Jamis… o Paul. Jamis saltó, fintó y golpeó con la derecha, pero su mano estaba vacía. El crys había saltado a su izquierda.

Jessica jadeó.

Pero Paul había sido advertido por Chani: «Jamis combate con las dos manos.» Y su adiestramiento había asimilado ya aquel truco. «Piensa en el cuchillo y no en la mano que lo empuña», le había repetido siempre Gurney Halleck. «El cuchillo es más peligroso que la mano, y tan pronto puede encontrarse en la derecha como en la izquierda». Y Paul captó el error de Jamis: un instante de vacilación tras aquel salto dirigido a desorientarle, mientras pasaba el cuchillo de una a otra mano. Excepto por las luces amarillas de los globos y los sombríos ojos de la concurrencia, todo parecía una sesión más en la sala de adiestramiento. Los escudos no contaban cuando el propio movimiento del adversario podía ser usado contra él. Paul, con la misma rapidez, pasó su cuchillo de una a otra mano, saltó a un lado, y golpeó de abajo a arriba el pecho de Jamis que avanzaba hacia él… luego se apartó a un lado y vio al hombre derrumbarse.

Jamis cayó como un fláccido andrajo, el rostro contra el suelo, emitió un gemido y volvió la cabeza hacia Paul, yaciendo inmóvil sobre el suelo de roca. Sus ojos muertos le miraban como dos esferas de oscuro cristal.

«Matar con la punta no es artístico», le había dicho Idaho a Paul en una ocasión, «pero esta consideración no debe frenar tu mano cuando se presenta el momento». Los espectadores se precipitaron hacia adelante, rompiendo el círculo, empujando a Paul. Rodearon el cuerpo de Jamis en una frenética actividad. Después, un grupo de ellos se apresuró hacia las profundidades de la caverna, transportando un bulto envuelto en ropas.

Y en el suelo rocoso ya no había ningún cuerpo.

Jessica se abrió paso hacia su hijo. En el mar de hediondas espaldas envueltas en ropas, le pareció captar un extraño silencio.

Este es el momento terrible, se dijo. Ha matado a un hombre gracias a la evidente superioridad de sus músculos y de su mente. No debo permitirle que se alegre por esta victoria.

Se forzó un camino entre los últimos hombres, y se encontró en un pequeño espacio donde dos barbudos Fremen ayudaban a Paul a colocarse el destiltraje. Jessica miró a su hijo. Los ojos de Paul brillaban. Parecía ausente, aceptando con indiferencia la ayuda de los Fremen.

—Se ha batido con Jamis y no tiene ni una marca —murmuró uno de los hombres. Chani se mantenía de pie a un lado, con los ojos fijos en Paul. Jessica vio la excitación de la muchacha, la admiración reflejada en su rostro de elfo. Tengo que actuar rápidamente, pensó Jessica.

Se obligó a poner el máximo desprecio en su voz y en su actitud cuando dijo:

—Bien… ¿cómo se siente uno sabiéndose un asesino?

Paul se envaró como si acabasen de golpearle. Afrontó los gélidos ojos de su madre, y la sangre afluyó a su rostro. Involuntariamente, lanzó una ojeada al punto donde había caído Jamis.

Stilgar se abrió camino hasta el lado de Jessica, volviendo de las profundidades de la caverna donde había sido llevado el cuerpo de Jamis. Habló a Paul en tono amargo y controlado.

—Cuando llegue el momento de desafiarme para arrebatarme mi burda, no pienses que vas a poder jugar conmigo como has hecho con Jamis.

Jessica notó que las palabras de Stilgar, tras las suyas, se imprimían profundamente en Paul, completando su obra. El error cometido por aquella gente… era útil ahora. Observó los rostros a su alrededor, tal como había hecho Paul, viendo lo que él veía. Admiración, sí, y miedo… y odio en algunos. Miró a Stilgar, vio su fatalismo, y comprendió sus razones, el modo como él había visto la lucha.

Paul miró a su madre.

—Tú sabes cómo ha ocurrido todo —dijo.

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