Dune (Crónicas de Dune, #1) – Frank Herbert

El más bajo de los dos avanzó un par de pasos hacia el Emperador.

—No sabemos como terminará todo esto —dijo. Y su compañero más alto, nuevamente con una mano sobre el ojo, añadió con voz gélida:

—Pero ni siquiera Muad’Dib lo sabe.

Aquellas palabras arrancaron al Emperador de su estupor. Se contuvo a duras penas para no expresar su desprecio, porque no necesitaba en absoluto de la visión interior de los navegantes de la Cofradía para adivinar el inmediato futuro. ¿Acaso aquellos dos hombres dependían hasta tal punto de su facultad que habían llegado a perder completamente el uso de sus ojos y de su razón?, se preguntó.

—Reverenda Madre —dijo—, tenemos que trazar un plan.

La anciana echó su capucha hacia atrás y afrontó su mirada con ojos fijos. Una total comprensión se cruzó entre ellos. Ambos sabían que únicamente les quedaba un arma: la traición.

—Decid al Conde Fenring que venga aquí —dijo la Reverenda Madre. El Emperador Padishah asintió, haciendo una seña a uno de sus ayudantes para que obedeciera aquella orden.

CAPÍTULO XLVIII

Era guerrero y místico, feroz y santo, retorcido e inocente, caballeroso, despiadado, menos que un dios, más que un hombre. No se puede medir a Muad’Dib con los estándares ordinarios. En el momento de su triunfo, adivinó la muerte que le había sido preparada, y no obstante aceptó la traición. ¿Puede uno decir que lo hizo por un sentido de justicia? ¿Cuál justicia, entonces? Porque hay que recordar que ahora estamos hablando del Muad’Dib que ordenó que sus tambores de batalla fueran hechos con las pieles de sus enemigos, el Muad’Dib que negó todas las convenciones de su pasado ducal con un simple gesto de la mano, diciendo sencillamente: «Yo soy el Kwisatz Haderach. Esta es una razón suficiente.»

De «El despertar de Arrakis», por la Princesa Irulan.

La noche de la victoria, Paul-Muad’Dib fue escoltado hacia la Residencia del Gobernador, la antigua morada que habían ocupado los Atreides cuando llegaron a Dune. El edificio estaba tal cual Rabban lo había restaurado, virtualmente intacto de la batalla pero saqueado por la población de la ciudad. Algunos de los muebles del salón principal habían sido volcados y rotos.

Paul franqueó a grandes pasos la entrada principal, seguido por Gurney Halleck y Stilgar. Su escolta se diseminó por el Gran Salón, escrutando el lugar y despejando un área para Muad’Dib.

Un grupo comenzó a controlar que no hubiera sido instalada ninguna trampa.

—Recuerdo el día que vinimos aquí por primera vez con tu padre —dijo Gurney Halleck. Alzó los ojos hacia las columnas y las altas ventanas acristaladas—. Entonces no me gustó el lugar, y ahora aún me gusta menos. Una de nuestras cavernas es mucho más segura.

—Hablas como un verdadero Fremen —dijo Stilgar, y vio la fría sonrisa que estas palabras hicieron aparecer en los labios de Muad’Dib—. ¿No querrías reconsiderar esto, Muad’Dib?

—Este lugar es un símbolo —dijo Paul—. Rabban vivía aquí. Ocupando este lugar, sello mi victoria a los ojos de todos. Manda a tus hombres por todo el edificio. Que no toquen nada. Que se aseguren tan sólo de que no ha quedado ningún Harkonnen o alguno de sus juguetes.

—Como ordenes —dijo Stilgar, y se alejó reluctante para obedecer. Los hombres de comunicaciones aparecieron en la estancia con su equipo, empezando a montarlo junto a la enorme chimenea. Los Fremen que se habían unido a los Fedaykin supervivientes tomaron posiciones en torno a la estancia. Hubo murmullos entre ellos, entrecruzar de supersticiosas miradas. El enemigo había vivido demasiado tiempo allí como para que se sintieran a gusto en aquel lugar.

—Gurney, envía una escolta a buscar a mi madre y a Chani —dijo Paul—. ¿Sabe ya Chani lo de nuestro hijo?

—El mensaje ha sido enviado, mi Señor.

—¿Los hacedores han sido retirados de la depresión?

—Sí, mi Señor. La tormenta ya casi ha pasado.

—¿Cuál ha sido la extensión de los daños? —preguntó Paul.

—En su camino directo: en el campo de aterrizaje y entre los almacenes de especia de la llanura, los daños han sido considerables —dijo Gurney—. Tanto por la batalla como por la tormenta.

—Nada que el dinero no pueda reparar, supongo —dijo Paul.

—Exceptuando las vidas, mi Señor —dijo Gurney, y hubo un tono de reproche en su voz, como si hubiera dicho: ¿Cuándo un Atreides se ha preocupado primero de las cosas cuando ha habido gente de por medio?

Pero Paul sólo podía concentrar su atención en su ojo interior, y en las brechas aún visibles para él en la pared del tiempo. A través de cada una de aquellas brechas, el Jihad recorría furiosamente los corredores del futuro.

Suspiró, cruzó el salón, viendo una silla junto a la pared. Era una de las que en otro tiempo había estado en el comedor, y quizá fuera la silla de su propio padre. En aquel momento, sin embargo, era tan sólo un objeto sobre el que descargar su cansancio para ocultarlo a los ojos de los hombres. Se sentó, enrollando sus ropas alrededor de sus piernas y soltándose los cierres del cuello de su destiltraje.

—El Emperador sigue aún refugiado entre los restos de su nave —dijo Gurney.

—Que siga allí por ahora —dijo Paul—. ¿Han sido encontrados ya los Harkonnen?

—Están examinando a los muertos.

—¿Cuál es la respuesta de las naves de ahí arriba? —alzó el mentón hacia el techo.

—Ninguna respuesta a ún, mi Señor.

Paul suspiró, apoyándose en el respaldo de la silla.

—Tráeme a uno de los prisioneros Sardaukar —dijo al cabo de un momento—. Debemos enviar un mensaje a nuestro Emperador. Es tiempo de discutir condiciones.

—Sí, mi Señor.

Gurney se volvió e hizo un gesto con la mano a uno de los Fedaykin, que se cuadró frente a Paul.

—Gurney —murmuró Paul—. Desde que volvimos a encontrarnos no te he oído pronunciar ninguna cita apropiada a los acontecimientos. —Se volvió, vio que Gurney tragaba saliva, vio el repentino endurecimiento de la mejilla del hombre.

—Como quieras, mi Señor —dijo Gurney. Se aclaró la garganta y dijo con voz rasposa—: «Y la victoria de aquel día se transformó en luto para todo el pueblo, pues todo el pueblo sabía que aquel día el rey lloraba por su hijo».

Paul cerró los ojos, obligándose a rechazar el dolor de su mente, a aguardar a que llegara el tiempo de llorar, como otra vez había aguardado a que llegara el tiempo de llorar por su padre. Ahora dedicó sus pensamientos a los descubrimientos que se habían ido acumulando en aquel día: los futuros entremezclados, y la oculta presencia de Alia dentro de su consciencia.

De todas las particularidades de la visión temporal, esta era la más extraña. «He manipulado el futuro para colocar mis palabras donde sólo tú pudieras oírlas», le había dicho Alia. «Ni siquiera tú puedes hacer esto, hermano. Es un juego interesante. Y… oh, sí: he matado a nuestro abuelo, ese viejo Barón demente. No ha experimentado mucho dolor.»

Silencio. Su percepción temporal le decía que ella se había retirado.

—Muad’Dib.

Paul abrió los ojos, para ver el rostro barbudo de Stilgar ante él, con sus oscuros ojos reluciendo aún con la luz de la batalla.

—Habéis encontrado el cuerpo del viejo Barón —dijo Paul.

Alrededor de Stilgar se hizo el silencio.

—¿Cómo puedes saberlo? —murmuró éste—. Apenas hemos descubierto su cadáver en ese inmenso montón de metal construido por el Emperador.

Paul ignoró la pregunta, observando a Gurney que regresaba con dos Fremen arrastrando a un prisionero Sardaukar.

—Aquí hay uno de ellos, mi Señor —dijo Gurney. Indicó a los guardias que mantuvieran al prisionero a cinco pasos frente a Paul.

Los ojos del Sardaukar, notó Paul, tenían una expresión alucinada. Una azulada contusión atravesaba su rostro desde la base de su nariz hasta un ángulo de su boca. Era rubio y de rasgos delicados, lo cual era una característica que indicaba un alto rango entre los Sardaukar, pero no llevaba ninguna insignia en su destrozado uniforme, excepto los botones dorados con el escudo Imperial y los rotos galones de sus pantalones.

—Creo que es un oficial, mi Señor —dijo Gurney.

Paul asintió.

—Soy el Duque Paul Atreides —dijo—. ¿Lo entiendes, hombre?

El Sardaukar le miró sin moverse.

—Habla —dijo Paul—, o tu Emperador puede morir.

El hombre parpadeó y tragó saliva.

—¿Quién soy yo? —preguntó Paul.

—Sois el Duque Paul Atreides —dijo el hombre con voz ronca. Paul tuvo la impresión de que se sometía con excesiva facilidad, pero por otra parte los Sardaukar nunca se habían preparado para afrontar una jornada como aquella. Hasta ahora sólo habían conocido victorias, y esto, se dijo Paul, podía ser una forma de debilidad. Apartó aquel pensamiento, prometiéndose tomarlo en consideración más tarde.

—Tengo un mensaje para que lo entregues al Emperador —dijo Paul. Y pronunció sus palabras en la antigua fórmula—: Yo, Duque de una Gran Casa, consanguíneo del Emperador, hago juramento solemne bajo la Convención. Si el Emperador y su gente deponen las armas y vienen a mi, garantizaré sus vidas con la mía propia. —Alzó la mano izquierda para que el Sardaukar pudiera ver el sello ducal—. Lo juro por esto. El Sardaukar se humedeció los labios con la lengua y miró a Gurney.

—Sí —dijo Paul—. ¿Quién, si no un Atreides, podría asegurarse la fidelidad de Gurney Halleck?

—Llevaré el mensaje —dijo el Sardaukar.

—Acompáñale hasta nuestro puesto más avanzado y déjalo ir —dijo Paul.

—Sí, mi Señor. —Gurney hizo un gesto a los guardias para que obedecieran, y salió. Gurney se volvió hacia Stilgar.

—Chani y tu madre han llegado —dijo Stilgar—. Chani ha pedido estar un tiempo sola con su dolor. La Reverenda Madre ha permanecido un instante en la cámara extraña. No sé por qué.

—Mi madre siente nostalgia de ese planeta que sabe no volverá a ver nunca más —dijo Paul—. Donde el agua cae del cielo y las plantas crecen tan densas que es imposible caminar entre ellas.

—Agua del cielo —susurró Stilgar.

En aquel instante, Paul vio en lo que Stilgar se había transformado, de un naib Fremen en una criatura del Lisan al-Gaib, un receptáculo de estupor y obediencia. Era un hombre disminuido, y Paul vio en él el primer soplo del fantasmal viento del Jihad. He visto a un amigo convertirse en un adorador, pensó.

Sintiendo una repentina impresión de profunda soledad, Paul paseó su mirada por la estancia, notando cómo los guardias se habían ajustado sus ropas y dispuesto como para revista en su presencia, en una especie de competición entre ellos… con la esperanza de atraer la atención de Muad’Dib.

Muad’Dib, del que nace toda bendición, pensó, y aquel fue el pensamiento más amargo de su vida. Están convencidos de que me apoderaré del trono, pensó. Pero no saben que lo hago únicamente para evitar el Jihad.

Stilgar carraspeó.

—Rabban también está muerto —dijo.

Paul asintió.

Los guardias de su derecha se pusieron repentinamente firmes, dejando paso a Jessica. Iba vestida con un aba negro, y parecía que anduviera aún sobre la arena, pero Paul notó cómo aquella casa le había devuelto un algo de cuando había vivido allí… la concubina de un Duque reinante. Su presencia tenía algo de su antigua energía. Jessica se detuvo frente a Paul y le miró. Vio fatiga y cómo la ocultaba, pero no sentía ninguna compasión hacia él. Era como incapaz de experimentar ninguna emoción hacia su hijo.

Jessica había entrado en el Gran Salón preguntándose cómo aquel lugar se negaba a encajar en sus recuerdos. Era una estancia extraña, como si nunca hubiera penetrado en ella, como si nunca la hubiera atravesado del brazo de su bienamado Leto, como si nunca hubiera confrontado allí a Duncan Idaho… nunca, nunca, nunca… Debería existir una palabra-tensión directamente opuesta al adab, la memoria que pide, pensó. Debería existir una palabra para los recuerdos que se rechazan.

—¿Dónde está Alia? —preguntó.

—Afuera, haciendo lo que hace todo buen niño Fremen en tales circunstancias —dijo Paul—. Remata a los enemigos heridos y marca sus cuerpos para el equipo de recuperación de agua.

—¡Paul!

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