Dune (Crónicas de Dune, #1) – Frank Herbert

Había habido un movimiento en la oscuridad de su dormitorio, algo húmedo y acre se había aplastado contra su rostro, oprimiéndole la boca, y había intentado apartarlo con las manos. Había jadeado, sintiendo el narcótico a la primera inspiración. Había perdido la consciencia, hundiéndose en un negro abismo de terror.

Ha ocurrido, pensó. Cuán simple ha sido vencer a una Bene Gesserit. Ha bastado la traición. Hawat tenía razón.

Se esforzó en no tirar de sus ligaduras.

Este no es mi dormitorio, pensó. Me han llevado a algún otro lugar. Lentamente, recobró la calma.

Tomó consciencia del olor de su propio sudor, mezclado con la emanación química del miedo.

¿Dónde está Paul?, se preguntó. Mi hijo… ¿qué le han hecho?

Cálmate.

Se esforzó en calmarse, usando las antiguas enseñanzas.

¿Leto? ¿Dónde estás, Leto?

Observó una disminución en la oscuridad. Primero hubo sombras. Las dimensiones se separaron, aparecieron otras tantas agujas de percepción. Blanco. Una línea bajo la puerta.

Estoy en el suelo.

Gente andando. Sintió sus vibraciones en el suelo.

Jessica apartó de sí el recuerdo del terror. Debo permanecer tranquila, alerta y preparada. Podría presentarse una única oportunidad. Se obligó nuevamente a mantener su calma.

Los latidos de su corazón se hicieron más lentos y regulares, marcando tiempo. Contó hacia atrás. He permanecido inconsciente cerca de una hora. Cerró sus ojos, concentró su atención en los pasos que se acercaban.

Cuatro personas.

Analizó las diferencias de sus pasos.

Debo fingir que sigo inconsciente. Se relajó en el frío suelo, probando las reacciones de su cuerpo. Oyó abrirse una puerta. A través de sus párpados cerrados percibió un aumento en la intensidad luminosa.

Pasos acercándose: alguien inclinándose junto a ella.

—Estáis despierta —dijo una voz de bajo—. No finjáis.

Abrió los ojos.

El Barón Vladimir Harkonnen se erguía junto a ella. A su alrededor, reconoció la habitación del sótano donde había dormido Paul, vio la cama a un lado… vacía. Unos guardias penetraron con lámparas a suspensor y las distribuyeron junto a la abierta puerta. En el corredor, más allá, había una luz tan intensa que le hizo daño a los ojos. Miró al Barón. Llevaba una capa amarilla deformada por los suspensores portátiles. Sus gruesas mejillas de querubín estaban coronadas por dos ojos negros parecidos a los de una araña.

¿Cómo es posible?, pensó. Tendrían que conocer mi peso exacto, mi metabolismo, mi… ¡Yueh!

—Es una lástima que debáis permanecer inmovilizada —dijo el Barón—. Hubiéramos sostenido una interesante conversación.

Yueh es el único que puede haberlo hecho, pensó. ¿Pero cómo?

El Barón echó una ojeada a su espalda, hacia la puerta.

—Entra, Piter.

Jessica no había visto nunca al hombre que entró en aquel momento y se situó junto al Barón, pero su rostro le era conocido… y su nombre: Piter de Vries, el Mentat-Asesino. Lo estudió: facciones de halcón, ojos azul oscuro que sugerían que era nativo de Arrakis, pero las sutiles diferencias en sus gestos y en sus movimientos lo desmentían. Y carne estaba demasiado llena de agua. Era alto, delgado, y vagamente afeminado.

—Es un pecado que no pueda conversar con vos, mi querida Dama Jessica —dijo el Barón—. De todos modos, estamos al corriente de vuestras habilidades. —Miró al Mentat—. ¿No es así, Piter?

—Exactamente como lo decís, Barón —dijo el hombre.

Su voz era de tenor. Jessica sintió un toque de helor en su espina dorsal. Nunca antes había oído una voz tan fría. Para una Bene Gesserit aquella voz gritaba: ¡Asesino!

—Tengo una sorpresa para Piter —dijo el Barón—. Cree que ha venido aquí a recoger su recompensa… vos, Dama Jessica. Pero quiero demostrarle una cosa: que en realidad no os desea.

—¿Estáis jugando conmigo, Barón? —preguntó Piter, y sonrió.

Viendo aquella sonrisa, Jessica se preguntó cómo el Barón no había saltado en guardia para defenderse contra Piter. Luego rectificó. El Barón no podía leer aquella sonrisa. No poseía el Adiestramiento.

—Bajo muchos aspectos, Piter es un ingenuo —dijo el Barón—. No quiere admitirse así mismo la mortal criatura que sois vos, Dama Jessica. Me gustaría mostrárselo, pero sería correr un riesgo estúpido. —El Barón sonrió a Piter, cuyo rostro se había convertido en una máscara de espera—. Sé lo que Piter quiere realmente. Piter quiere el poder.

—Me prometísteis que la tendría a ella —dijo Piter. La voz de tenor había perdido parte de su fría reserva.

Jessica captó las señales premonitorias en la voz del hombre y sintió un profundo estremecimiento. ¿Cómo ha podido el Barón convertir a un Mentat en ese animal despiadado?

—Te ofrezco una elección, Piter —dijo el Barón.

—¿Qué elección?

El Barón chasqueó sus gruesos dedos.

—Esa mujer y el exilio fuera del Imperio, o el ducado de los Atreides en Arrakis para gobernarlo en mi nombre del modo que creas oportuno.

Jessica observó cómo los ojos de araña del Barón estudiaban a Piter.

—Aquí podrás ser Duque sin necesidad de poseer el título —dijo el Barón.

¿Entonces mi Leto está muerto? se preguntó Jessica. En alguna parte de su mente, muy profundo, se alzó un silencioso lamento.

El Barón tenía toda su atención concentrada en el Mentat.

—Compréndete a ti mismo, Piter. La quieres porque era la mujer de un Duque, el símbolo de su poder… hermosa, útil, exquisitamente adiestrada para su papel. ¡Pero todo un ducado, Piter! Esto es mucho mejor que un símbolo; es una realidad. Con él podrás tener todas las mujeres que quieras… y más aún.

—¿No estáis jugando con Piter?

El Barón se volvió con aquella ligereza de bailarín que le daban los suspensores.

—¿Jugar? ¿Yo? Recuerda… he renunciado al chico. Has oído lo que ha dicho el traidor acerca de su adiestramiento. Ambos son parecidos, madre e hijo… mortalmente peligrosos. —El Barón sonrió—. Ahora debo irme. Te enviaré al guardia que he reservado para este momento. Es completamente sordo. Sus órdenes son acompañarte durante el primer tramo de tu viaje hacia el exilio. Matará a esa mujer si se da cuenta de que te está controlando. No te permitirá quitarle la mordaza hasta que estéis muy lejos de Arrakis. Si eliges no irte… entonces tiene otras órdenes.

—No os vayáis —dijo Piter—. Ya he elegido.

—¡Ajá! —cloqueó el Barón—. Una decisión tan rápida sólo puede significar una cosa.

—Tomaré el ducado —dijo Piter.

Y Jessica pensó: ¿No se da cuenta Piter de que el Barón le está mintiendo? Pero…

¿cómo puede darse cuenta? Es tan sólo un Mentat degenerado.

El Barón fijó su mirada en Jessica.

—¿No es maravilloso que conozca tan bien a Piter? Había apostado con mi Maestro de Armas a que ésta sería la elección de Piter. ¡Ah! Bien, ahora debo irme. Esto es mucho mejor. Sí, mucho mejor. ¿Comprendéis, Dama Jessica? No os guardo ningún rencor. Es una necesidad. Es mucho mejor así. Sí. Y yo no he ordenado realmente que seáis destruida. Cuando alguien me pregunte qué es lo que os ha ocurrido, podré alzarme de hombros con toda sinceridad.

—¿Así que me dejáis a mí esta tarea? —preguntó Piter.

—La guardia que os enviaré cumplirá tus órdenes —dijo el Barón—. Sea lo que sea lo que decidas, la elección es tuya. —Miró a Piter—. Sí. Yo no mancharé mis manos de sangre. Será tu decisión. Sí. No quiero saber nada de ello. Esperarás a que me haya ido para hacer lo que hayas decidido. Si. Bien… ah, sí. Sí. Bien. Teme las preguntas de una Decidora de Verdad, pensó Jessica. ¿Quién? ¡Oh, la Reverenda Madre Gaius Helen, por supuesto! Si él sabe que deberá responder a sus preguntas, entonces incluso el Emperador está mezclado en todo esto. Oh, mi pobre Leto. Con una última mirada a Jessica, el Barón se volvió y salió por la puerta. Siguiendo su marcha con los ojos, ella pensó: Es tal como me previno la Reverenda Madre… un adversario demasiado poderoso.

Dos soldados Harkonnen entraron. Otro, cuyo rostro era una máscara de cicatrices, se inmovilizó en el umbral, empuñando una pistola láser.

El sordo, pensó Jessica, estudiando las cicatrices de aquel rostro. El Barón sabe que contra cualquier otro hombre yo podría utilizar la Voz.

Caracortada miró a Piter.

—Tenemos al muchacho en una litera ahí fuera. ¿Cuáles son vuestras órdenes?

Piter se dirigió a Jessica:

—Había pensado ataros a mí con una amenaza sobre vuestro hijo, pero empiezo a ver que no hubiera funcionado. He consentido que las emociones ofusquen la razón. Mala política para un Mentat. —Miró primero a los dos soldados, volviéndose luego hacia el sordo para que pudiera leer en sus labios—: llevadlos al desierto, tal como sugirió el traidor para el muchacho. Su plan es bueno. Los gusanos destruirán toda evidencia. Sus cuerpos nunca serán hallados.

—¿No deseáis liquidarlos vos mismo? —preguntó Caracortada.

Lee los labios, se dijo Jessica.

—Sigo el ejemplo de mi Barón —dijo Piter—. Llevadlos allá donde dijo el traidor. Jessica captó el severo control Mentat en la voz de Piter. El también teme a la Decidora de Verdad.

Piter se encogió de hombros, se volvió y salió. Se detuvo en la puerta, y Jessica pensó que iba a volverse para mirarla una última vez, pero se fue sin hacerlo.

—No me gustaría hallarme cara a cara con esa Decidora de Verdad después del trabajo de esta noche —dijo Caracortada.

—No tienes ninguna posibilidad de encontrarte con esa vieja bruja —dijo uno de los otros soldados. Avanzó hacia Jessica, haciendo girar su cabeza—. No haremos nuestro trabajo quedándonos charlando aquí. Cógela por los pies y…

—¿Por qué no la matamos aquí? —preguntó Caracortada.

—Demasiado sucio —dijo el primero—. A menos que quieras estrangularla. Yo prefiero las cosas limpias. Los dejaremos en el desierto, como ha dicho el traidor, los golpearemos una o dos veces, y dejaremos la evidencia para los gusanos. Así, luego no tendremos que limpiar nada.

—Ya… sí, creo que tienes razón —dijo Caracortada.

Jessica escuchaba, observando, registrando. Pero la mordaza le impedía usar la Voz, y además había que tener en cuenta al sordo.

Caracortada enfundó su láser y la cogió por los pies. La levantaron como un saco de cereales, maniobrando a través de la puerta, y la dejaron caer en una litera a suspensor donde había otra figura atada. Al girarla para evitar que cayese, pudo ver el rostro de su compañero… ¡Paul! Estaba atado, pero no amordazado. Su rostro estaba a no más de diez centímetros del suyo, con los ojos cerrados y respirando regularmente.

¿Está drogado?, se preguntó.

Los soldados levantaron la litera, y los ojos de Paul se abrieron por una fracción de segundo… dos líneas oscuras que la miraron.

¡No debe utilizar la Voz!, rogó ella. ¡El soldado sordo!

Los ojos de Paul se cerraron.

Había utilizado la respiración controlada para calmar su mente, sin dejar de escuchar a sus captores. El sordo constituía un problema, pero Paul contenía su desesperación. El régimen de apaciguamiento mental Bene Gesserit que su madre le había enseñado le mantenía perfectamente despierto y calmado, dispuesto para aprovechar la menor oportunidad.

Paul entreabrió de nuevo rápidamente sus párpados para inspeccionar el rostro de su madre. No parecía herida. Pero estaba amordazada.

Se preguntó quién la habría capturado. En cuanto a él, la cosa estaba perfectamente clara… se había ido a la cama después de tomar una pastilla prescrita por Yueh, para despertarse atado en aquella litera. ¿Quizá había ocurrido algo parecido con su madre?

La lógica le decía que el traidor era Yueh, pero aún no podía pronunciarse definitivamente sobre aquel punto. No podía comprenderlo… un doctor Suk, un traidor. La litera se inclinó ligeramente mientras los soldados Harkonnen maniobraban para franquear una puerta que conducía a la noche estrellada. Una boya suspensora raspó contra el quicio. Después estuvieron sobre la arena, que chirrió bajo sus pasos. El ala de un tóptero apareció ante ellos, bloqueando las estrellas. La litera fue depositada en el suelo.

Los ojos de Paul se adaptaron a la débil claridad. Reconoció al soldado como al hombre que abría la puerta del tóptero y se inclinaba hacia la débil iluminación verdosa del tablero de sus instrumentos.

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