Dune (Crónicas de Dune, #1) – Frank Herbert

—No era ningún acto diversivo.

—Señor, se supone que ella no conoce nada de su ascendencia, pero, ¿y si alguna vez lo supiera? ¿Y si ella fuera huérfana, digamos, por causa de los Atreides?

—Hubiera actuado hace ya mucho tiempo. Veneno en mi bebida… un puñal en la noche. ¿Quién hubiera tenido mejores oportunidades?

—Los Harkonnen quieren destruiros a vos, mi Señor. Sus intenciones no son solamente matar. Existe toda una gama de sutiles distinciones en el kanly. Esta podría ser una obra de arte entre todas las venganzas.

Los hombros del Duque se curvaron. Cerró los ojos, y se le vio viejo y cansado. No puede ser, pensó. Esa mujer me ha abierto su corazón.

—¿Hay otro modo mejor de destruir que sembrar las sospechas hacia la mujer que uno ama? —preguntó.

—Una interpretación que también he considerado —dijo Hawat—. Sin embargo… El Duque abrió los ojos, miró a Hawat y pensó: Déjale que sospeche. La sospecha es su trabajo, no el mío. Quizá, si doy la impresión de creer en todo esto, alguien cometa una imprudencia.

—¿Qué es lo que sugieres? —susurró el Duque.

—Por el momento, una vigilancia constante, mi Señor. No hay que perderla de vista ni un solo momento. Me ocuparé personalmente de que se haga con discreción. Idaho sería la persona ideal para este trabajo: quizá en una o dos semanas pueda llamarlo para que vuelva. Hay un joven entre los hombres de Idaho que hemos adiestrado y que podría ser su sustituto ideal entre los Fremen. Está muy dotado para la diplomacia.

—No podemos correr el riesgo de poner en peligro nuestra amistad con los Fremen.

—Por supuesto que no, Señor.

—¿Y acerca de Paul?

—Quizá pudiéramos alertar al doctor Yueh.

El Duque se volvió, dándole la espalda a Hawat.

—Lo dejo en tus manos.

—Usaré la discreción, mi Señor.

Al menos puedo contar con eso, pensó Leto. Y dijo:

—Voy a dar una vuelta. Si me necesitas, estaré en el interior del recinto. La guardia puede…

—Mi Señor, antes de que os marchéis quisiera que leyerais un filmclip que tengo aquí. Es un primer análisis aproximativo de la religión de los Fremen. Recordad que me pedisteis que preparara un informe sobre el tema.

—¿Eso no puede esperar? —dijo el Duque sin volverse.

—Por supuesto, mi Señor. Pero vos me preguntásteis qué era lo que estaban gritando. Era «¡Mahdi»!, y esta palabra iba dirigida al joven amo. Cuando ellos…

—¿A Paul?

—Si, mi Señor. Hay una leyenda aquí, una profecía, acerca de la llegada de un líder, hijo de una Bene Gesserit, que les guiará hacia la verdadera libertad. Se trata del habitual tema del mesías.

—¿Creen que Paul es este… este…?

—Tan sólo lo esperan, mi Señor —Hawat le tendió la cápsula del filmclip. El Duque la tomó, deslizándola en su bolsillo.

—Lo veré más tarde.

—Ciertamente, mi Señor.

—Por el momento, necesitaré tiempo para… pensar.

—Si, mi Señor.

El Duque hizo una profunda inspiración, y salió de la estancia a grandes pasos. Giró a la derecha hacia el vestíbulo, con las manos cruzadas en la espalda, sin prestar mucha atención a los lugares por donde iba. Había corredores y escaleras y terrazas y salas… gente que le saludaba y se echaba a un lado para dejarle pasar. Algún tiempo después regresó a la sala de conferencias; las luces estaban apagadas y Paul dormía sobre la mesa, con el capote de un guardia cubriéndolo y un saco de equipaje sirviéndole de almohada. El Duque avanzó sin hacer ruido hacia el fondo de la sala y salió a la terraza que dominaba el campo de aterrizaje. Un guardia, en la esquina de la terraza, reconoció al Duque bajo el débil reflejo de las luces del campo y se cuadró.

—Descanso —murmuró el Duque. Se apoyó en el frío metal de la balaustrada. El silencio que precedía al alba reinaba sobre la desértica depresión. Alzó la mirada: las estrellas eran como un manto de brillantes lentejuelas sobre el azulado negro del cielo. Baja sobre el horizonte, la segunda luna nocturna brillaba en un halo de polvo… una luna malévola, de siniestra luminosidad espectral.

Mientras el Duque la miraba, la luna penetró en el borde dentado de la Muralla Escudo, cubriéndolo de helada escarcha, y en la oscuridad repentinamente más densa sintió un escalofrío. Se estremeció.

La ira le dominó.

Los Harkonnen me han entorpecido, acosado, perseguido, por última vez, pensó. ¡Son un montón de estiércol con cerebros de dictador! ¡Pero ahora yo estoy aquí! Y pensó, con un toque de amargura: Debo gobernar con el ojo tanto como con las garras… al igual que el halcón sobre los pájaros más débiles. Inconscientemente, su mano acarició el emblema del halcón en su túnica.

Hacia el este, la noche se vio empujada por un halo de gris luminosidad, luego una opalescencia anacarada ofuscó las estrellas. Finalmente, todo el horizonte se vio invadido por la resplandeciente luz del alba.

Era una escena cuya belleza cautivó toda su atención.

Algunas cosas mendigan nuestro amor, pensó.

Jamás hubiera imaginado que pudiera existir algo tan hermoso como aquel horizonte rojo, atormentado por el reflejo ocre y púrpura de las dentadas rocas. Más allá del campo de aterrizaje, allí donde el rocío nocturno había tocado la vida de las presurosas simientes de Arrakis, vio florecer enormes manchas rojas sobre las cuales avanzaba una trama violeta… como pasos de un invisible gigante.

—Es un maravilloso amanecer, Señor —dijo el guardia.

—Sí, lo es.

El Duque inclinó la cabeza, pensando: Quizá este planeta pueda crecer y desarrollarse. Tal vez pueda convertirse en un buen hogar para mi hijo.

Después vio las figuras humanas moviéndose entre los campos de flores, barriéndolos con sus extraños utensilios parecidos a hoces… los recolectores de rocío. El agua era tan preciosa allí que incluso el rocío debía ser recolectado.

Pero puede ser también un mundo odioso, pensó el Duque.

CAPÍTULO XIV

Probablemente no haya en nuestra vida un instante más terrible que aquel en que uno descubre que su padre es un hombre… hecho de carne humana.

De «Frases escogidas de Muad’Dib», por la Princesa Irulan.

—Paul —dijo el Duque—, estoy haciendo una cosa odiosa, pero debo hacerla. Estaba de pie junto al detector de venenos portátil que había sido traído a la sala de conferencias para su desayuno. Los brazos sensores del aparato pendían inertes sobre la mesa, recordando a Paul un extraño insecto muerto recientemente. La intención del Duque estaba dirigida fuera de las ventanas, al campo de aterrizaje y a los vértices de polvo girando en el cielo matutino.

Paul estaba ante él, observando por el visor un corto filmclip sobre las prácticas religiosas de los Fremen. El clip había sido compilado por uno de los expertos de Hawat, y Paul se sintió turbado por las referencias a sí mismo que contenían.

«¡Mahdi!»

«¡Lisan al-Gaib!»

Cerró los ojos y oyó de nuevo los gritos de la multitud. Así que es eso lo que esperan, pensó. Y recordó lo que había dicho la Reverenda Madre: Kwisatz Haderach. Los recuerdos despertaron de nuevo en él la sensación de una terrible finalidad, poblando aquel extraño mundo de impresiones que aún no conseguía comprender.

—Algo odioso —dijo el Duque.

—¿Qué quieres decir, señor?

Leto se volvió y miró a su hijo.

—Los Harkonne n piensan engañarme destruyendo mi confianza en tu madre. Ignoran que seria más fácil hacerme perder la confianza en mí mismo.

—No comprendo, señor.

Leto se volvió de nuevo hacia las ventanas. El blanco sol estaba ya alto en el cuadrante matutino. La lechosa claridad hacía resaltar un hervor de nubes polvorientas que amarilleaban sobre los cañones profundamente cortados de la Muralla Escudo. Lentamente, hablando en voz muy baja para contener su ira, el Duque explicó a Paul todo lo referente a la misteriosa nota.

—También, por la misma razón, podríamos dudar de mí —dijo Paul.

—Deben creer que han tenido éxito —dijo el Duque—. Es preciso que me crean tan loco como para pensar que es posible. Ha de parecer auténtico. Ni siquiera tu madre debe saber nada acerca de todo esto.

—Pero, señor, ¿por qué?

—La respuesta de tu madre no debe ser una acción. Oh, ella es capaz de una acción suprema… pero hay demasiadas cosas en juego aquí. Debo desenmascarar al traidor. Es necesario que le convenza de que he caído completamente en el engaño. Es mejor herirla así que hacerla sufrir luego cien veces más.

—¿Por qué me dices esto, padre? Puedo repetírselo a ella.

—Tú estás fuera de todo esto —dijo el Duque—. Y guardarás el secreto. Es necesario.

—Se acercó a la ventana, hablando sin volverse—. De este modo, si me ocurriera algo, tú podrías decirle la verdad… que nunca he dudado de ella, ni siquiera por un instante. Quiero que lo sepa.

Paul captó pensamientos de muerte tras las palabras de su padre, y dijo rápidamente:

—No te ocurrirá nada, señor. Yo…

—Silencio, hijo.

Paul contempló la espalda de su padre, notando la fatiga en la curva de su cuello y hombros y en la lentitud de sus movimientos.

—Tan sólo estás algo cansado, padre.

—Estoy cansado —admitió el Duque—. Estoy moralmente cansado. La melancólica degeneración de las Grandes Casas ha terminado quizá por alcanzarme. Y éramos tan fuertes antes.

—¡Nuestra Casa no ha degenerado! —dijo Paul con rabia.

—¿De veras?

El Duque se volvió haciendo frente a su hijo, revelando círculos negros alrededor de sus duros ojos y una cínica mueca en su boca.

—Hubiera debido casarme con tu madre, hacerla mi Duquesa. Sin embargo… mi condición de soltero hace que algunas Casas esperen aún poder aliarse conmigo casándome con alguna de sus hijas. —Se alzó de hombros—. Así que yo…

—Madre me ha explicado esto.

—No hay nada que consiga tanta lealtad hacia un líder como su aire de bravura —dijo el Duque—. Yo siempre he cultivado en mí un aire de bravura.

—Tú mandas bien —protestó Paul—. Gobiernas bien. Los hombres te siguen por su propia voluntad y te quieren.

—Mis servicios de propaganda están entre los mejores —dijo el Duque. Se volvió de nuevo para estudiar el paisaje, allá fuera—. Hay grandes posibilidades para nosotros, aquí en Arrakis, muchas más de las que nunca haya sospechado el Imperio. Y pese a todo hay veces en que pienso que hubiéramos hecho mejor huyendo, convirtiéndonos en renegados. A veces desearía que fuera posible hundirnos en el anonimato entre la gente, estar menos expuestos a…

—¡Padre!

—Si, estoy cansado —dijo el Duque—. ¿Sabes que estamos usando ya los residuos de la especia como materia prima para fabricar película virgen?

—¿Señor?

—No podemos hacer menos que esto —dijo el Duque—. De otro modo, ¿cómo podríamos inundar los pueblos y las ciudades con nuestras informaciones? La gente debe saber lo bien que la gobierno. ¿Y cómo puede saberlo si nosotros no se lo decimos?

—Deberías descansar un poco —dijo Paul.

El Duque miró de nuevo a su hijo.

—Había olvidado mencionarte otra gran ventaja de Arrakis. La especia está aquí por todos lados. Uno la come y la bebe en cualquier cosa. Y he descubierto que esto confiere cierta inmunidad natural contra algunos de los venenos más comunes del Manual de Asesinos. Y la necesidad de controlar la menor gota de agua hace que toda la producción alimenticia, grasas, hidropónicas, alimentos químicos, todo, sea estrechamente controlado. Nosotros no podemos eliminar una parte de la población valiéndonos del veneno, pero es igualmente imposible atacarnos del mismo modo. Arrakis nos obliga a ser morales y éticos.

Paul fue a hablar, pero el Duque le interrumpió:

—Tengo que decirle todo esto a alguien, hijo. —Suspiró, mirando de nuevo el árido paisaje, donde incluso las flores habían desaparecido, pisoteadas por los recolectores de rocío y quemadas por el sol—. En Caladan, teníamos con nosotros el poder del mar y del cielo —dijo—. Aquí, debemos obtener el poder del desierto. Esta es tu herencia, Paul.

¿Qué será de ti si a mi me ocurre algo? No tendrás una Casa renegada, sino una Casa de guerrilleros… perseguida, cazada.

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