Dune (Crónicas de Dune, #1) – Frank Herbert

CAPÍTULO XXIX

Para mucha gente es difícil comprender la vida familiar del Harén Real, pero intentaré dar una visión condensada de ella. Mi padre, creo, sólo tenía un auténtico amigo: el Conde Hasimir Fenrig, el eunuco genético y uno de los más temibles guerreros del Imperio. El Conde, un hombre pequeño, feo y vivaz, trajo un día una nueva esclava- concubina a mi padre, y yo fui enviada por mi madre a espiar cómo se desarrollarían las cosas. Todas nosotras espiábamos a mi padre, a fin de protegernos. Una esclava- concubina concedida a mi padre en base a un acuerdo Bene Gesserit-Cofradía no podía engendrar, por supuesto, un Sucesor Real, pero las intrigas se sucedían constantes y opresivas en su similitud. Mi madre, mis hermanas y yo nos habíamos habituado a evitar los más sutiles instrumentos de muerte. Puede parecer algo horrible de decir, pero no estoy totalmente segura de que mi padre fuera inocente en todos aquellos atentados. Una Familia Real es distinta de las otras familias. Así pues, allí estaba aquella nueva esclava- concubina, con el cabello rubio como mi padre, esbelta y hermosa. Tenía músculos de bailarina, y obviamente su adiestramiento incluía la neuroseducción. Mi padre la contempló largamente, desnuda de pie frente a él. Finalmente dijo: «Es demasiado hermosa. La reservaremos para un regalo.» Uno no puede hacerse una idea de la consternación que esta decisión creó en el Harén Real. La sutileza y el autocontrol, después de todo, ¿no eran acaso una amenaza mortal para todas nosotras?

«En la casa de mi padre», por la Princesa Irulan.

Paul estaba de pie frente a la destiltienda, en el muriente atardecer. La hendidura en la que habían acampado estaba inmersa en las tinieblas. Miró a través de las arenas abiertas hacia el distante macizo, preguntándose si debía despertar ya a su madre que seguía durmiendo en la tienda.

Pliegue tras pliegue de dunas se extendían ante su refugio, diseñando sombras negras y densas como la noche bajo el declinante sol.

Y todo era tan llano…

Su mente buscó algo en aquel paisaje. Pero no había nada, de uno a otro horizonte, que se elevara convincentemente bajo el sobrecalentado aire… ninguna flor, ninguna planta que se agitara por la brisa… tan sólo dunas y aquel macizo lejano bajo un cielo de plata bruñida.

¿Y si aquello no es una de las estaciones experimentales abandonadas?, pensó. ¿Y si no hubiera Fremen allí, si aquellas plantas no fueran más que un accidente?

En la tienda, Jessica se despertó, se volvió y miró a su hijo a través de la parte transparente. Paul le daba la espalda y algo, en su actitud, le recordó al Duque. En algún lugar muy profundo encontró entonces la vorágine negra de su dolor, y desvió la mirada. Un poco después se ajustó su destiltraje, bebió un poco del agua del bolsillo de recuperación de la tienda y salió al exterior, distendiendo el sueño de sus músculos.

—Me gusta la calma de este lugar —dijo Paul sin volverse.

Como se adapta la mente al entorno, pensó ella. Y recordó un axioma Bene Gesserit:

«La mente va en una u otra dirección bajo el efecto de un esfuerzo… positivo o negativo, conectado o desconectado. Pensad en ello como en un espectro cuyos extremos fueran el inconsciente como negativo y el hiperconsciente como positivo. La dirección que tome la mente bajo el efecto de un esfuerzo estará fuertemente influenciada por el adiestramiento.»

—Se podría vivir bien aquí —dijo Paul.

Jessica probó a ver el desierto a través de los ojos de él, intentando captar en un conjunto todos los rigores que aquel planeta aceptaba como normales y preguntándose cuáles podían ser los futuros posibles entrevistos por Paul. Aquí uno podría vivir solo, pensó, sin miedo a tener a alguien a tus espaldas, sin miedo a ser cazado. Pasó ante Paul, tomó sus binoculares, ajustó las lentes de aceite y estudió la escarpadura delante de ellos. Sí, saguaro en los arroyos y otras hierbas espinosas… y matojos de hierba corta de color amarillo verdoso en las zonas de sombra.

—Voy a levantar el campo —dijo Paul.

Jessica asintió, saliendo de la fisura para tener una visión panorámica del desierto y apuntando sus binoculares hacia la izquierda. Una hoya de sal de cegadora blancura se extendía por aquel lado, con los bordes manchados de ocre: una extensión blanca, en la que el blanco significaba muerte. Pero la hoya significaba otra cosa: agua. Hubo un tiempo en que aquel brillante blanco había estado cubierto de agua. Bajó sus binoculares, ajustó su albornoz, escuchó por un momento el sonido de los movimientos de Paul. El sol descendió un poco más. Las sombras se alargaron sobre la hoya de sal. Líneas de fulgurantes colores se dibujaron en el horizonte. Después, los colores se fundieron en las tinieblas arenosas, y la repentina llegada de la noche hizo desaparecer el desierto.

¡Las estrellas!

Jessica alzó los ojos hacia ellas, oyendo los movimientos de Paul que se acercaba a su lado. La noche tomó posesión de todo el desierto, y las estrellas parecieron surgir de la arena. La opresión del día retrocediendo: Un breve soplo de brisa acarició su rostro.

—La primera luna se levantará muy pronto —dijo Paul—. La mochila está lista. He plantado el martilleador.

Podríamos perdernos en este lugar infernal, pensó Jessica. Y nadie lo sabría. El viento nocturno levantó hilillos de arena que azotaron su rostro, llevando consigo el olor a canela: una lluvia de olores en la oscuridad.

—Huele eso —dijo Paul.

—Puedo olerlo incluso a través del filtro —dijo ella—. Riqueza. ¿Pero es suficiente para comprar agua? —Señaló al otro lado de la depresión—. No se ven luces artificiales allí.

—Los Fremen se esconderán en un sietch, tras esas rocas —dijo él. Un disco de plata surgió del horizonte, a su derecha: la primera luna. Apareció lentamente, con el perfil de una mano distinguiéndose claramente en su superficie. Jessica observó el color blanco plateado que adoptaba la arena expuesta a la luz.

—He plantado el martilleador en la parte más profunda de la hendidura —dijo Paul—. Cuando encienda la mecha tendremos alrededor de treinta minutos.

—¿Treinta minutos?

—Antes de que empiece a atraer… a… un gusano.

—Oh. Estoy lista.

Paul se deslizó hacia un lado y ella le oyó avanzar a lo largo de la fisura. La noche es un túnel, pensó. Un agujero hacia el mañana… siempre que exista un mañana para nosotros. Agitó la cabeza. ¿Por qué estos morbosos pensamientos? ¡Estoy mejor adiestrada que eso!

Paul regresó, tomó la mochila y abrió camino hacia la primera duna, donde se detuvo para escuchar mientras su madre le alcanzaba. Oyó su suave avanzar y el gélido caer de los granos de arena… el código del desierto marcando la defensa de sus secretos.

—Debemos avanzar sin ningún ritmo —dijo, y reclamó a su memoria la imagen de hombres andando en la arena… a su memoria real y a su memoria presciente—. Observa cómo lo hago —dijo—. Así caminan los Fremen por la arena.

Avanzó por el lado de la duna expuesto al viento, siguiendo su curva, arrastrando los pies.

Jessica estudió su avance durante diez pasos, y le siguió imitándole. Captó el sentido de todo aquello: sus sonidos debían ser iguales que los de la arena en su caída natural… como el viento. Pero los músculos protestaban ante aquel cortado e innatural movimiento: paso… deslizamiento… deslizamiento… paso… paso… pausa… deslizamiento… paso… El tiempo se dilataba a su alrededor. La roca frente a ellos parecía no acercarse nunca: La que quedaba a sus espaldas seguía viéndose enorme.

¡Bum! ¡Bum! ¡Bum! ¡Bum!

El rítmico pulsar surgió de las rocas, a su espalda.

—El martilleador —susurró Paul.

El batir continuó, y encontraron difícil sustraerse a su ritmo mientras avanzaban. Bum… bum… bum… bum…

Se movían en una hondonada iluminada por la luna, perseguidos por aquel batir. Arriba y abajo, duna tras duna: paso… deslizamiento… pausa… paso… La arena aglomerada rodaba bajo sus pies: deslizamiento… pausa… pausa… paso… Y no dejaban de escuchar ni un solo instante, esperando oír en cualquier momento aquel silbido especial. El sonido, cuando llegó, fue tan suave que el ruido de sus pasos lo cubrió. Pero creció en intensidad… más y más… desde el oeste.

Bum… bum… bum… bum… repetía el martilleador.

El silbido se aproximó, extendiéndose en la noche a sus espaldas. Giraron sus cabezas, sin dejar de andar, y vieron la ola del gusano avanzando.

—Sigue moviéndote —murmuró Paul—. No mires hacia atrás. Un ruido terrible, furioso, estalló en las rocas que habían abandonado. Una ensordecedora avalancha de sonido.

—Sigue moviéndote —repitió Paul.

Observó que habían alcanzado el punto teórico desde el cual las dos caras, la de delante y la de atrás, parecían estar a idéntica distancia.

Y, tras ellos, sonó de nuevo el retumbar de rocas despedazadas dominando la noche. Siguieron avanzando y avanzando… Sus músculos alcanzaron el estado de dolor mecánico que parecía prolongarse hasta el infinito, pero Paul vio que la escarpadura rocosa ante ellos parecía mucho más grande.

Jessica se movía en un vacío de concentración, consciente tan sólo de una voluntad desesperada que la empujaba a seguir caminando. Su boca era una llaga reseca, pero los ruidos a su espalda anulaban cualquier esperanza de poder detenerse, aunque sólo fuera para beber un sorbo de agua de los bolsillos de recuperación de su destiltraje. Bum… Bum…

Un nuevo paroxismo de furor hizo erupción en la lejana escarpadura, sofocando cualquier martilleo.

¡Silencio!

—¡Aprisa! —susurró Paul.

Asintió, aún sabiendo que él no podía ver su gesto. Pero necesitaba efectuarlo para exigir aún un poco más a sus músculos que habían superado todo límite en aquel movimiento innatural…

La pared rocosa y la seguridad que representaba se erguían ante ellos recortándose contra las estrellas, y Paul vio una llana extensión de arena entre ellos y su base. Penetró en ella, tropezando a causa de la fatiga e irguiéndose en un movimiento instintivo al siguiente paso.

Un ruido resonante se elevó de la arena a todo su alrededor.

Paul dio dos vacilantes pasos.

¡Booom! ¡Booom!

—¡Un tambor de arena! —gimió Jessica.

Paul recuperó su equilibrio. Barrió la arena a su alrededor con una ojeada: la escarpadura no estaría a más de doscientos metros de ellos.

Tras ellos sonó un silbido… como el viento, como la resaca en un lugar donde no había agua.

—¡Corre! —gritó Jessica—. ¡Paul, corre!

Corrieron.

El tambor batía bajo sus pasos. Luego estuvieron fuera de él, y continuaron corriendo sobre arena más gruesa. Por un tiempo, el correr fue un alivio para sus músculos doloridos a causa de la arrítmica y poco familiar marcha. Ahora existía un movimiento al que estaban acostumbrados. Ahora había ritmo. Pero la arena y la grava dificultaban su marcha. Y el silbido del gusano acercándose era como una tempestad a sus espaldas. Jessica cayó sobre sus rodillas. Consiguió pensar tan sólo en su fatiga y en aquel sonido y en el terror.

Paul la levantó, tirando de ella.

Corrieron juntos, mano contra mano.

Una pequeña estaca surgió de la arena ante ellos. La rebasaron, y vieron otra. La mente de Jessica no se dio cuenta de ello hasta que la hubieron pasado. Más adelante había otra… una estaca de roca con la superficie corroída por el viento. Y otra.

¡Roca!

La sintieron bajo sus pies, el impacto de una superficie dura que no frenaba sus movimientos, y aquello les dio un renovado vigor.

Una profunda hendidura se abría ante ellos, proyectando su sombra vertical en el macizo rocoso. Corrieron hacia ella, sumergiéndose en la reconfortante oscuridad. A sus espaldas, el sonido del avanzar del gusano se detuvo.

Jessica y Paul se volvieron, oteando el desierto.

Donde se iniciaban las dunas, a una cincuentena de metros de distancia, a los pies de una playa rocosa, una cúpula gris plateada se elevó en el desierto, chorreando ríos y cascadas de arena a su alrededor. Se elevó más y más arriba, hasta definirse en una enorme boca anhelante. Era un agujero redondo y negro, cuyos contornos relucían al claro de luna.

La boca se contorsionó hacia la estrecha fisura donde se habían refugiado Paul y Jessica. El olor a canela inundó su olfato. El reflejo de la luna destelló en los dientes de cristal.

La gran boca osciló, avanzando y retrocediendo.

Paul contuvo la respiración.

Jessica se acuclilló, mirando fascinada.

Necesitó toda la concentración de su adiestramiento Bene Gesserit para dominar su terror primordial, para vencer el miedo atávico que amenazaba con destruir su mente. Paul experimentaba una especie de embriaguez. En un instante muy reciente, había franqueado alguna barrera temporal, penetrando en un territorio que le era desconocido. Sentía las tinieblas ante él, nada se revelaba a su ojo interior. Era como si sus últimos pasos le hubieran arrastrado hacia un pozo sin fondo…o en el seno de una ola donde el futuro era algo invisible. Todo el paisaje ante él se había visto profundamente sacudido. Lejos de aterrarle, aquella sensación de tinieblas temporales desencadenó una hiperaceleración en sus otros sentidos. Se descubrió a sí mismo registrando los más ínfimos detalles de la cosa que, ante ellos, surgía de la arena en su busca. Su boca tendría unos ochenta metros de diámetro… los dientes cristalinos con la forma curvilínea del crys brillando a su alrededor… el rugiente aliento a canela y a sutiles aldehídos… ácidos…

El gusano oscureció la luna mientras escrutaba las rocas sobre sus cabezas. Una lluvia de guijarros y arena se abatió en la hendidura.

Paul arrastró a su madre hacia atrás dentro del refugio.

¡Canela!

El olor lo invadía todo.

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