Dune (Crónicas de Dune, #1) – Frank Herbert

—Exactamente como habíamos previsto —dijo el Duque—. Debemos apresurarnos con los Fremen. Querría disponer de cinco batallones de tropas Fremen antes de nuestra primera revisión de cuentas de la CHOAM.

—No es mucho tiempo, Señor —dijo Hawat.

—No tenemos mucho tiempo, como bien sabes. A la primera ocasión estarán aquí con los Sardaukar disfrazados de Harkonnen. ¿Cuántos crees que desembarcarán, Thufir?

—Cuatro o cinco batallones en total, Señor. No más, el transporte de tropas de la Cofradía cuesta caro.

—Entonces, cinco batallones de Fremen más nuestras propias fuerzas serán suficientes. Esperen tan sólo a que llevemos algunos prisioneros Sardaukar ante el Consejo del Landsraad y veremos si no cambian las cosas… con o sin beneficios.

—Haremos lo mejor que podamos, Señor.

Paul miró a su padre, luego a Hawat, consciente repentinamente de la avanzada edad del Mentat y del hecho de que el anciano había servido a tres generaciones de Atreides. Viejo. Podía leerse esto en el apagado brillo de sus ojos castaños, en sus mejillas llenas de surcos y quemadas por exóticos climas, en la redonda curva de los ojos, en la fina línea de los resecos labios coloreados por el agrio jugo de safo. Demasiadas cosas dependen de un solo hombre viejo, pensó Paul.

—Estamos sumergidos en una guerra de asesinos —dijo el Duque—, pero aún no ha alcanzado toda su amplitud. Thufir, ¿en qué condiciones estamos ahora frente al mecanismo Harkonnen?

—Hemos eliminado doscientos cincuenta y nueve de sus hombres clave, mi Señor. No quedan más de tres células Harkonnen… quizá un centenar de personas en total.

—Esas criaturas Harkonnen que has eliminado —dijo el Duque—, ¿pertenecían a la clase de los muy ricos?

—La mayor parte estaban bien situados, mi Señor… en la clase de los capitalistas.

—Quiero que falsifiques certificados de lealtad con la firma de cada uno de ellos —dijo el Duque—. Envía copias al Arbitro del Cambio. Sostendremos legalmente la posición de que estos hombres permanecían aquí bajo falsa lealtad. Confiscaremos sus propiedades, se lo quitaremos todo, echaremos a sus familias, los desposeeremos absolutamente. Y asegúrate de que la Corona recibe su diez por ciento. Todo debe ser completamente legal.

Thufir sonrió, revelando manchas rojizas bajo los labios color carmín.

—Una maniobra digna de un gran señor, mi Duque. Me avergüenzo de no haberla pensado antes.

Halleck frunció el ceño al otro lado de la mesa, sorprendiendo otra expresión igualmente ceñuda en el rostro de Paul. Los demás sonreían y asentían. Es un error, pensó Paul. Lo único que conseguirá será hacer combatir a los demás con mayor dureza. Verán que no van a ganar nada rindiéndose.

Conocía la actual convención del kanly de no conocer ninguna regla, pero aquel era el tipo de actuación que podía destruirlos al mismo tiempo que les concedía la victoria.

—«Yo era un extranjero en tierra extraña» —recitó Halleck. Paul le miró, reconociendo la cita de la Biblia Católica Naranja y preguntándose: ¿Acaso también Gurney desea poner fin a esas retorcidas intrigas?

El Duque miró hacia la oscuridad al otro lado de las ventanas, y luego bajó los ojos hasta Halleck.

—Gurney, ¿cuántos de esos trabajadores de la arena has conseguido persuadir para que se queden con nosotros?

—Doscientos ochenta y seis en total, Señor. Creo que debemos aceptarlos y considerarnos dichosos por ello. Pertenecen a las categorías más útiles.

—¿Tan pocos? —el Duque se mordió los labios—. Bien, haz decir a todos… Un ruido al otro lado de la puerta le interrumpió. Duncan Idaho entró abriéndose camino entre los guardias, se precipitó a lo largo de la mesa y dijo algo al oído del Duque. Leto le interrumpió con un gesto.

—Habla en voz alta, Duncan. Puedes ver que es una reunión estratégica del estado mayor.

Paul estudió a Idaho, notando sus movimientos felinos, aquella rapidez de reflejos que hacían de él un maestro de armas difícil de emular. El bronceado rostro de Idaho se volvió en aquel momento hacia Paul, con sus ojos habituados a la oscuridad de las profundidades de las cavernas sin dar muestras de haberle visto, pero Paul reconoció aquella máscara de serenidad por encima de la excitación.

Idaho recorrió con la mirada todo lo largo de la mesa y dijo:

—Hemos sorprendido una fuerza de mercenarios Harkonnen disfrazados como Fremen. Han sido los propios Fremen quienes nos han enviado un correo para advertirnos de este engaño. En el ataque, sin embargo, hemos descubierto que los Harkonnen le habían tendido una trampa al correo Fremen, hiriéndolo gravemente. Lo transportamos hacia aquí para que fuera curado por nuestros médicos, pero ha muerto por el camino. Cuando me he dado cuenta de lo mal que estaba me he detenido para intentar salvarle. Le he sorprendido mientras intentaba desembarazarse de algo. —Idaho miró fijamente a Leto—. Un cuchillo, mi Señor, un cuchillo como nunca habéis visto otro.

—¿Un crys? —preguntó alguien.

—Sin la menor duda —dijo Id aho—. De color blanco lechoso y con un brillo propio. —Hundió la mano en su túnica y extrajo una funda de la cual surgía una empuñadura estriada en negro.

—¡Guarda esa hoja en su funda!

La voz procedía de la abierta puerta al fondo de la estancia, una voz vibrante y penetrante que le hizo volverse con un sobresalto.

Una alta y embozada figura estaba de pie en el umbral, tras las cruzadas espadas de los guardias. Sus ligeras ropas eran de color de bronce, y envolvían completamente al hombre excepto una abertura en la capucha, velada de negro, que descubría dos ojos completamente azules… sin el menor blanco en ellos.

—Dejadle entrar —murmuró Idaho.

Los guardias vacilaron, luego bajaron sus espadas.

El hombre avanzó a través de la estancia y se detuvo frente al Duque.

—Stilgar, jefe del sietch que he visitado, líder de los que nos han advertido del engaño —dijo Idaho.

—Bienvenido, señor —dijo Leto—. ¿Por qué no debemos sacar este cuchillo de su funda?

La mirada de Stilgar estaba fija en Idaho.

—Tú has observado, entre nosotros, las costumbres de la honestidad y la pureza —dijo—. Te permitiré ver la hoja del hombre al cual has mostrado tu amistad —sus azules ojos recorrieron a todos los demás reunidos en la habitación—. Pero no conozco a estos otros. ¿Les permitirás mancillar un arma honorable?

—Soy el Duque Leto —dijo el Duque—. ¿Me permitirás ver el arma?

—Os autorizo a ganar el derecho a extraerla de su funda —dijo Stilgar y, al elevarse un murmullo de protestas alrededor de la mesa, levantó una delgada mano cruzada por venas oscuras—. Os recuerdo que esta hoja pertenecía a alguien que os había brindado su amistad.

En el silencio que siguió, Paul estudió al hombre, sintiendo el aura de poder que irradiaba de él. Era un líder… un líder Fremen.

El hombre que estaba cerca del centro de la mesa, al otro lado frente a Paul, murmuró:

—¿Quién es él para decirnos cuáles son los derechos que tenemos sobre Arrakis?

—Se dice que el Duque Leto gobierna con el consenso de sus gobernados —dijo el Fremen—. Así que debo explicaros cual es para nosotros la situación: una cierta responsabilidad recae sobre aquellos que han visto un crys. —Miró sombríamente a Idaho—. Son nuestros. No pueden abandonar Arrakis sin nuestro consentimiento. Halleck y algunos otros hicieron gesto de alzarse, con expresiones airadas en sus rostros. Halleck dijo:

—Es el Duque Leto quien determina…

—Un momento, por favor —dijo Leto, y la suavidad de su voz lo retuvo. La situación no debe escapárseme de la mano, pensó. Se volvió hacia el Fremen—. Señor, hago honor y respeto la dignidad personal de cualquier hombre que respete mi dignidad. Tengo una deuda con vos. Y yo pago siempre mis deudas. Si es vuestra costumbre que este cuchillo permanezca enfundado aquí, entonces soy yo quien ordena que así sea. Y si hay otro medio de honrar al hombre que ha muerto a nuestro servicio, no tenéis más que nombrarlo.

El Fremen miró al duque y después, lentamente, apartó su velo, revelando una delgada nariz, una boca de gruesos labios y una barba de un negro brillante. Deliberadamente se inclinó sobre la pulida superficie de la mesa y escupió en ella.

—¡Quietos! —gritó Idaho, en el mismo momento en que todos se levantaban de un salto; y, en el tenso silencio que siguió, dijo—: Te agradecemos, Stilgar, el presente que nos haces de la humedad de tu cuerpo. Y lo aceptamos con el mismo espíritu con que ha sido ofrecido —e Idaho escupió en la mesa, ante el Duque. Mirando a este, añadió—: recordad hasta qué punto es preciosa aquí el agua, Señor. Esta es una prueba de respeto.

Leto se relajó en su silla y sorprendió la mirada de Paul, la amarga sonrisa en el rostro de su hijo, sintiendo cómo se relajaba la tensión alrededor de la mesa a medida que sus hombres iban comprendiendo.

El Fremen miró a Idaho y dijo:

—Te has conducido muy bien en mi sietch, Duncan Idaho. ¿Hay acaso un lazo de lealtad entre ti y el Duque?

—Me pide que me ponga a su servicio, Señor —dijo Idaho.

—¿Aceptaría él una doble lealtad? —preguntó Leto.

—¿Deseáis que vaya con él, Señor?

—Deseo que seas tú quien tomes tu decisión al respecto —dijo Leto. Y no consiguió disimular la tensión en su voz.

Idaho estudió al Fremen.

—¿Me aceptarías en estas condiciones, Stilgar? Habrá ocasiones en que tendré que regresar para servir al Duque.

—Has combatido bien, y has hecho todo lo que has podido por nuestro amigo —dijo Stilgar. Miró a Leto—. Que sea así: el hombre Idaho conservará el crys como signo de su lealtad hacia nosotros. Deberá ser purificado, por supuesto, y los ritos tendrán que ser observados, pero esto puede ser hecho . Será al mismo tiempo Fremen y soldado de los Atreides. Hay un precedente para esto: Liet sirve a dos amos.

—¿Duncan? —preguntó Leto.

—Comprendo, señor —dijo Idaho.

—Así pues, estamos de acuerdo —dijo Leto.

—Tu agua es nuestra, Duncan Idaho —dijo Stilgar—. El cuerpo de nuestro amigo sigue con el Duque. Que su agua sea el agua de los Atreides. Este es un lazo entre nosotros. Leto suspiró; miró a Hawat, escrutando los ojos del viejo Mentat. Hawat asintió con expresión satisfecha.

—Esperaré abajo —dijo Stilgar— mientras Idaho dice adiós a sus amigos. Turok era el nombre de nuestro amigo muerto. Recordadlo cuando llegue el momento de liberar su espíritu. Sois amigos de Turok —se volvió para marcharse.

—¿No queréis quedaros un poco? —preguntó Leto.

El Fremen le miró, colocó su velo en su lugar con un gesto casual, y ajustó algo bajo él. Paul entrevió como un delgado tubo antes de que el velo ocupara su lugar.

—¿Hay alguna razón para que me quede? —preguntó el Fremen.

—Nos sentiríamos honrados —dijo el duque.

—El honor exige que yo esté en otro lugar dentro de poco —dijo el Fremen. Miró de nuevo a Idaho, se volvió y salió a grandes pasos, franqueando la guardia de la puerta.

—Si los otros Fremen son como él, haremos grandes cosas juntos —dijo el Duque.

—Es una simple muestra, Señor —dijo Idaho con voz seca.

—¿Has comprendido lo que debes hacer, Duncan?

—Seré vuestro embajador cerca de los Fremen, Señor.

—Dependerá mucho de ti, Duncan. Vamos a necesitar no menos de cinco batallones de esa gente antes de la llegada de los Sardaukar.

—Esto requerirá un cierto trabajo, Señor. Los Fremen son mas bien independientes. —Idaho vaciló antes de proseguir—: Y, Señor, hay otra cosa. Uno de los mercenarios que hemos abatido intentaba arrebatarle esta hoja a nuestro amigo Fremen muerto. El mercenario dijo que los Harkonnen ofrecen un millón de solaris al primer hombre que les entregue aunque sea un solo crys.

Leto se irguió, en un movimiento de obvia sorpresa.

—¿Por qué desearán hasta tal punto una de estas hojas?

—El cuchillo es un diente de gusano de arena. Es el emblema de los Fremen, Señor. Con él, un hombre de ojos azules podría penetrar en cualquier sietch. Yo sería detenido y duramente interrogado si no fuera conocido. Yo no parezco Fremen. Pero…

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