Dune (Crónicas de Dune, #1) – Frank Herbert

—No tendrán nuestra agua —dijo Harah—. Ni nuestra especia. Puedes estar seguro de ello.

Paul miraba a través de las aberturas en las paredes del túnel, muchas de ellas cubiertas por pesadas cortinas de tela fijadas a salientes de la roca, entreviendo amplias estancias con muros revestidos de tapices de colores vivos y con almohadones apilados. La gente en las aberturas callaba cuando se aproximaban ellos, siguiendo a Paul con indomables miradas.

—La gente encuentra extraño que hayas vencido a Jamis —dijo Harah—. Probablemente tendrás que dar alguna otra prueba cuando estemos instalados en un nuevo sietch.

—No me gusta matar —dijo él.

—Eso es lo que nos ha dicho Stilgar —dijo ella, pero su voz traicionaba su incredulidad. Unos cantos estridentes se alzaron ante ellos. Llegaron a una abertura lateral más amplia que todas las demás que Paul había visto. Retuvo su paso y miró a una estancia llena de niños sentados con las piernas cruzadas en el suelo recubierto de una alfombra marrón.

Una mujer envuelta en una túnica amarilla estaba al lado de una pizarra, en un ángulo, con un stiloproyector en una mano. El tablero estaba lleno de dibujos: círculos, ángulos y curvas, cuadrados, líneas onduladas y arcos cortados por líneas paralelas. La mujer señalaba los dibujos, uno tras otro, tan rápido como podía mover el stilo, y los niños cantaban al ritmo del movimiento de su mano.

Alejándose, Paul escuchó las voces que sonaban a sus espaldas mientras avanzaba con Harah a través del sietch.

—Árbol —cantaban los niños—. Árbol, hierba, duna, viento, montaña, colina, fuego, relámpago, roca, rocas, polvo, arena, calor, refugio, calor, lleno, invierno, frío, vacío, erosión, verano, caverna, día, tensión, luna, noche, marea de arena, pendiente, plantación, gavilla.

—¿Seguís las clases en un momento así? —preguntó Paul. El rostro de Harah se ensombreció, y el dolor asomó a su voz.

—Esto es lo que Liet nos ha enseñado, no podemos detenernos ni un solo instante. Liet está muerto, pero no puede ser olvidado. Así lo quiere el chakobsa. Cruzó el túnel hacia la izquierda, subió a una cornisa en la roca, levantó una cortina naranja y se echó a un lado.

—Tu yali está listo para ti, Usul.

Paul vaciló antes de reunirse con ella en la cornisa. Sintió una repentina reluctancia a encontrarse a solas con aquella mujer. Se daba cuenta de que estaba rodeado por una forma de vivir que sólo podría comprender después de haber asimilado todo un sistema ecológico de ideas y significados. Sentía que aquel mundo Fremen intentaba envolverle, tallarle de acuerdo con sus esquemas. Y sabía lo que prometía aquella trampa a cambio… el salvaje jihad, la guerra religiosa que debía evitar a toda costa.

—Este es tu yali —dijo Harah—. ¿Por qué dudas?

Paul asintió, se reunió con ella en la cornisa. Alzó aún más la cortina, notando fibras metálicas en el tejido, y la siguió a una pequeña entrada y después a una estancia más amplia, un cuadrado de unos seis metros de lado… gruesas alfombras azules en el suelo, tapices azules y verdes ocultando las paredes de piedra, globos de luz amarilla flotando bajo un techo cubierto por telas amarillas.

El efecto era el de una antigua tienda.

Harah se inmovilizó ante él, su mano izquierda en la cadera, sus ojos estudiando el rostro de Paul.

—Los niños están con un amigo —dijo—. Se presentarán a ti más tarde. Paul disimuló su desazón examinando rápidamente la estancia. A la izquierda, vio algunos cortinajes que ocultaban parcialmente una amplia habitación con almohadones apilados junto a las paredes. Sintió una suave brisa proveniente de un conducto de aire, hábilmente disimulado en el dibujo de los tapices, justo frente a él.

—¿Quieres que te ayude a quitarte el destiltraje? —preguntó Harah.

—No… gracias.

—¿Te traigo algo de comer?

—Si.

—Hay una estancia de reposo tras la otra habitación —señaló—. Para tu comodidad y conveniencia, cuando estés fuera del destiltraje.

—Has dicho que teníamos que abandonar este sietch —dijo Paul—. ¿No tendríamos que comenzar a recoger las cosas o algo así?

—Eso se hará a su tiempo —dijo ella—. Los carniceros aún no han penetrado en nuestro territorio.

Dudó otra vez, mirándole.

—¿Qué ocurre? —preguntó él.

—Tú no tienes los ojos de Ibad —dijo ella—. Es extraño, pero no del todo desprovisto de atractivo.

—Ve a buscar la comida —dijo él—. Tengo hambre.

Ella le sonrió… una sonrisa de mujer maliciosa, que le inquietó.

—Soy tu sirvienta —dijo, y con un suave movimiento se volvió, alejándose con paso ágil e inclinando la cabeza para pasar bajo un pesado cortinaje en la pared, que reveló un estrecho corredor antes de volver a caer a su lugar.

Sintiéndose irritado consigo mismo, Paul apartó el fino cortinaje a su derecha y entró en la estancia más grande. Permaneció un momento inmóvil, indeciso. Y se preguntó dónde estaría Chani… Chani, que acababa de perder a su padre.

En esto somos iguales, pensó.

Un grito ululante resonó fuera, en los corredores, sofocado por los cortinajes. Se repitió, más lejos, y luego otra vez. Paul se dio cuenta de que alguien estaba anunciando la hora. Recordó no haber visto relojes.

El débil olor de un fuego de creosota llegó a su olfato, mezclándose con el omnipresente hedor del sietch. Paul se dio cuenta de que ya había suprimido aquel asalto olfativo de sus sentidos.

Y se preguntó de nuevo acerca de su madre, cuál sería su papel en aquel montaje del futuro que apenas había entrevisto… y el de la hija que llevaba en su seno. El mutable tiempo-consciencia parecía danzar a su alrededor. Agitó violentamente su cabeza, concentrando su atención en las evidencias que le hablaban de la amplitud y profundidad de aquella cultura Fremen que él apenas había empezado a absorber. Con todas sus sutiles diferencias.

En todas las cavernas, y en aquella habitación, había observado algo que, por si solo, sugería unas diferencias mucho mayores que todas las que había visto hasta entonces. No había allí ninguna señal de detectores de veneno, ninguna indicación de su uso en aquel hormiguero subterráneo. Y sin embargo, en el omnipresente hedor del sietch, podía sentir los venenos… violentos unos, comunes otros.

Oyó un ruido de cortinajes, pensó que sería Harah de vuelta con la comida, y se volvió. En su lugar, bajo una cortina apartada, vio a dos niños, quizá de nueve y diez años, de pie y mirándole con ojos ávidos. Cada uno de ellos tenía un pequeño crys parecido a un kindjal, y permanecían con la mano apoyada en la empuñadura.

Y Paul recordó aquellas historias relativas a los Fremen… acerca de que sus niños combatían con la misma ferocidad que los adultos.

CAPÍTULO XXXVII

Las manos se mueven, los labios se mueven…
Las ideas brotan de sus palabras, ¡Y sus ojos devoran!
Es una isla de autodominio.

Descripción del «Manual de Muad’Dib», por la Princesa Irulan.

Los tubos a fósforo en las paredes más lejanas de la caverna iluminaban la multitud reunida en la gran cavidad… enorme, pensó Jessica, mayor que la Sala de Asambleas de su escuela Bene Gesserit. Estimó que habría al menos cinco mil personas allá dentro, reunidas bajo la plataforma rocosa donde estaba ella con Stilgar. E iban llegando más.

El aire estaba lleno del murmullo de la gente.

—Tu hijo ha sido despertado y convocado, Sayyadina —dijo Stilgar—. ¿Quieres que sea partícipe de tu decisión?

—¿Puede él cambiar mi decisión?

—Ciertamente, el aire con el que hablas viene de tus pulmones, pero…

—La decisión permanece —dijo ella.

Pero se sentía indecisa, y se preguntó si hubiera podido usar a Paul como pretexto para echarse atrás en su peligroso camino. Había aún una hija nonata en quien pensar. Lo que ponía en peligro la carne de la madre ponía en peligro la carne de la hija. Se acercaron hombres trayendo alfombras enrolladas, vacilando bajo su enorme peso, y las depositaron bajo la plataforma levantando una nube de polvo. Stilgar la tomó por el brazo y la condujo hacia la cavidad acústica formada por la pared del lado posterior a la plataforma. Le indicó un asiento de roca tallado en la misma cavidad.

—La Reverenda Madre se sentará aquí, pero tú puedes sentarte y descansar hasta que ella llegue.

—Prefiero estar de pie —dijo Jessica.

Miró a los hombres desenrollando las alfombras, cubriendo con ellas el suelo de la plataforma, y luego a la multitud cada vez más numerosa. Ahora habría al menos diez mil personas en la caverna.

Y seguían llegando más.

Fuera en el desierto, lo sabía, el rojo anochecer estaba llegando, pero allí en la caverna reinaba un perpetuo crepúsculo, una gris inmensidad donde la gente se había reunido para verla arriesgar su vida.

A su derecha se abrió un camino entre la multitud, y vio a Paul acercándose en compañía de dos niños de aspecto serio y altanero. Sus manos estaban apoyadas en la empuñadura de sus cuchillos, y miraban ceñudos a la gente de ambos lados.

—Los hijos de Jamis que son ahora los hijos de Paul —dijo Stilgar—. Le escoltan con mucha convicción —aventuró una sonrisa hacia Jessica.

Jessica reconoció el esfuerzo de Stilgar para tranquilizarla y se lo agradeció, pero no consiguió apartar su mente del peligro que estaba a punto de afrontar. No tenía otra elección, pensó. Debemos actuar rápidamente para garantizarnos nuestro lugar entre esos Fremen.

Paul subió a la plataforma, dejando a los niños abajo. Se detuvo frente a su madre, miró brevemente a Stilgar, luego volvió su atención a Jessica.

—¿Qué ocurre? Creía que había sido convocado por el consejo.

Stilgar alzó una mano pidiendo silencio, e hizo un gesto hacia su izquierda, donde se había abierto otro camino en la muchedumbre. Chani se estaba acercando, con su rostro de elfo mostrando su dolor. Se había quitado el destiltraje y llevaba una graciosa túnica azul que dejaba sus brazos al descubierto. Un pañuelo verde estaba anudado a su brazo izquierdo, cerca del hombro.

Verde, el color del luto, pensó Paul.

Era una de las costumbres que los dos hijos de Jamis le habían explicado indirectamente, cuando le dijeron que no se ponían nada verde porque le habían aceptado a él como padre custodio.

—¿Eres tú el Lisan al-Gaib? —le habían preguntado. Y Paul había captado el jihad en sus palabras y desviado la pregunta por el método de hacer otra a su vez… aprendiendo así que Kaleff, el mayor de los dos, tenía diez años y era el hijo natural de Geoff. Orlop, la pequeña, tenía ocho años y era la hija natural de Jamis.

Había pasado un extraño día con aquellos dos niños, a los que había pedido que montaran guardia para alejar a los curiosos, gracias a lo cual había tenido tiempo suficiente para reflexionar con calma y poner un poco de orden en sus recuerdos prescientes, a fin de estudiar un modo de prevenir el jihad.

Ahora, de pie al lado de su madre en la plataforma rocosa de la caverna y mirando a la multitud, se preguntó si habría alguna forma de impedir el salvaje desencadenamiento de las legiones fanáticas.

Chani se acercó a la plataforma, seguida a corta distancia por cuatro mujeres que transportaban a otra mujer en una litera.

Jessica ignoró a Chani, concentrando toda su atención en la mujer de la litera: una vieja, una marchita y arrugada cosa antigua vestida con un traje negro cuya capucha, echada hacia atrás, revelaba una mata de cabellos grises atados apretadamente en un moño, y un cuello descarnado.

Las portadoras depositaron delicadamente su carga en el suelo de la plataforma, y Chani ayudó a la anciana a levantarse.

Así, esta es su Reverenda Madre, pensó Jessica.

La anciana se apoyó pesadamente en Chani y avanzó vacilante hacia Jessica, evocando un montón de bastones envuelto en ropas negras. Se detuvo frente a Jessica, la escrutó de arriba a abajo por un largo momento, y luego habló en un murmullo estridente:

—Así que tú eres ella —la vieja cabeza osciló precariamente sobre el delgado cuello—. La Shadout Mapes tuvo razón al sentir piedad por ti.

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