Dune (Crónicas de Dune, #1) – Frank Herbert

¿Qué había querido decir aquel imbécil de viejo doctor? Por supuesto, probablemente sospechaba ya lo que iba a ocurrirle al fin. Pero aquella frase: «Creéis que me habéis destruido.»

¿Qué había querido decir?

—El Duque Leto Atreides apareció en el umbral. Sus brazos estaban atados con cadenas, su rostro de águila manchado de polvo. Su uniforme estaba desgarrado allá donde alguien había arrancado su insignia. Otros desgarrones en su cintura indicaban los lugares donde había estado fijado al uniforme su cinturón escudo. Los ojos del Duque eran vidriosos, su mirada la de un loco.

—Y bien… —dijo el Barón. Vaciló, inspiró profundamente. Se dio cuenta de que había hablado con una voz demasiado alta. Aquel momento, tanto tiempo esperado, había perdido algo de su sabor.

¡Maldito sea ese doctor por toda la eternidad!

—Creo que nuestro buen Duque está drogado —dijo Piter—. Así es como Yueh nos lo ha enviado. —Se volvió hacia el Duque—. ¿Estáis drogado, mi querido Duque?

La voz era muy lejana. Leto podía sentir las cadenas, el dolor en los músculos, sus labios cortados, sus ardientes mejillas, el áspero sabor de la sed que resonaba como un desafío en su boca. Pero los sonidos le llegaban blandos, como a través de una espesa capa de algodón. Y sólo podía distinguir formas inciertas a través de esta capa.

—¿Y la mujer y el chico, Piter? —preguntó el Barón—. ¿Todavía no se sabe nada?

La lengua de Piter recorrió sus labios.

—¡Tú sabes algo! —restalló el Barón—. ¿Qué es?

Piter miró al capitán de la guardia, luego al Barón.

—Los hombres que fueron encargados del trabajo, mi Señor… han sido… esto… bueno… encontrados.

—Bien, ¿su informe ha sido enteramente satisfactorio?

—Han muerto, mi Señor.

—¡Por supuesto q ue han muerto! Lo que quiero saber es…

—Estaban muertos cuando los encontramos, mi Señor.

El rostro del Barón se puso lívido.

—¿Y la mujer y el chico?

—Ningún rastro, mi Señor; pero había un gusano. Llegó en el momento en que estábamos inspeccionando la zona. Quizá todo haya ocurrido como esperábamos… un accidente. Es posible que…

—No podemos confiar en las posibilidades, Piter. ¿Qué ha ocurrido con el tóptero desaparecido? ¿Esto no sugiere nada a mi Mentat?

—Obviamente uno de los hombres del Duque ha escapado con él, mi Señor. Ha matado a nuestro piloto y ha huido.

—¿Cuál de los hombres del Duque?

—Ha sido una muerte limpia y silenciosa, mi Señor. Hawat quizá, o ese Halleck. Posiblemente Idaho. O alguno de los primeros lugartenientes.

—Posibilidades —murmuró el Barón. Miró a la vacilante figura drogada del Duque.

—La situación está en nuestras manos, mi Señor —dijo Piter.

—¡No, no lo está! ¿Dónde se encuentra ese estúpido planetólogo? ¿Dónde está ese hombre Kynes?

—Hemos recibido información acerca de dónde encontrarlo y lo hemos enviado a buscar, mi señor.

—No me gusta la forma en que ese siervo del Emperador nos está ayudando —gruñó el Barón.

Las palabras atravesaban a duras penas la capa de algodón, pero algunas de ellas ardían en la mente de Leto. La mujer y el chico… ningún rastro. Paul y Jessica habían escapado. Y el destino de Hawat, Halleck e Idaho era una incógnita. Aún había esperanza.

—¿Dónde está el anillo ducal? —preguntó el Barón—. No hay nada en su dedo.

—El Sardaukar dice que no lo llevaba cuando fue capturado, mi Señor —dijo el capitán de los guardias.

—Has matado al doctor demasiado pronto —dijo el Barón—. Ha sido un error. Tenías que haberme advertido, Piter. Te has movido demasiado precipitadamente para el bien de nuestra empresa. —Frunció el ceño—. ¡Posibilidades!

El pensamiento se iba abriendo camino en la mente de Leto:

¡Paul y Jessica han escapado! Y había también algo más en su memoria… un pacto. Casi podía recordarlo.

¡El diente!

Ahora recordó parte de él: una cápsula de gas letal dentro de un falso diente. Alguien le había dicho que recordara el diente. El diente estaba en su boca. Podía sentir su forma con la lengua. Todo lo que debía hacer era morder con fuerza.

¡Todavía no!

Alguien le había dicho que esperara hasta estar cerca del Barón. ¿Quién había sido?

No conseguía recordarlo.

—¿Cuánto tiempo seguirá drogado así? —preguntó el Barón.

—Quizá otra hora, mi Señor.

—Quizá —gruñó el Barón. Se volvió de nuevo hacia la noche al otro lado de la lucerna—. Tengo hambre.

Esa forma gris y confusa de allá es el Barón, pensó Leto. La forma parecía danzar arriba y abajo, siguiendo los movimientos de toda la estancia. Y la estancia se expandía y se comprimía. Primero era brillante y luego oscura. Finalmente se sumergió en las tinieblas.

El tiempo se convirtió en una sucesión de niveles para el Duque. Iba atravesándolos uno a uno. Debo esperar.

Había una mesa. Leto la vio muy claramente. Y un hombre gordo y adiposo al otro lado de la mesa, y los restos de un plato de comida ante él. Leto se dio cuenta de que estaba sentado frente al hombre grueso, sintió las cadenas, las ligaduras que le ataban a la silla y un hormigueo por todo su cuerpo. Tuvo consciencia de que había pasado un tiempo, pero, ¿cuánto?

—Creo que vuelve en sí, Barón.

Una voz sedosa. Ese es Piter.

—Ya lo veo, Piter.

Un retumbar de bajo: el Barón.

Leto notó que las cosas se iban haciendo más definidas a su alrededor. La silla debajo de él se volvió más sólida, sus ligaduras más cortantes.

Y ahora vio claramente al Barón. Leto observó los movimientos de las manos del hombre: un toque compulsivo… el borde de un plato, el mango de una cuchara, un dedo siguiendo el pliegue de un mentón.

Leto miró el movimiento de aquella mano, fascinado por él.

—Puedes oírme, Duque Leto —dijo el Barón—. Sé que puedes oírme. Queremos saber de ti dónde están tu concubina y el muchacho que engendraste en ella. Ningún gesto surgió de Leto, pero aquellas palabras le bañaron en calma. Entonces es cierto: no tienen a Paul ni a Jessica.

—No estamos jugando a ningún juego infantil —tronó el Barón—. Lo sabes muy bien.

—Se inclinó hacia Leto, estudiando su rostro. Se sentía irritado al no poder tratar privadamente el asunto, sólo entre ellos dos. Que otros pudieran ver a un noble en tales condiciones… esto creaba un pésimo precedente.

Leto sentía que sus fuerzas volvían a él. Y ahora, el recuerdo de aquel falso diente resonaba en su mente como una campana en medio de una inmensa y plana llanura. La cápsula en forma de nervio en el interior de aquel diente… el gas letal… recordó quién le había implantado aquella mortal arma en su boca.

Yueh.

El recuerdo brumoso de un cuerpo inerte, arrastrado bajo sus ojos fuera de aquella misma estancia, llegó hasta la mente de Leto. Sabía que era el cuerpo de Yueh.

—¿Oyes ese ruido, Duque Leto? —preguntó el Barón.

Leto tuvo consciencia de un sonido como el reclamo nocturno de una rana, el grito ahogado de alguien en agonía.

—Hemos capturado a uno de tus hombres disfrazado de Fremen —dijo el Barón—. Nos ha sido fácil descubrirle: los ojos, naturalmente. Insiste en decir que fue enviado entre los Fremen para espiarlos. Pero, querido primo, yo he vivido durante cierto tiempo en este planeta. Uno no espía a esa escoria del desierto. Dime, ¿acaso has comprado su ayuda?

¿Han mandado a tu mujer y a tu hijo entre ellos?

Leto sintió el miedo aferrarse a su pecho. Si Yueh les ha enviado entre la gente del desierto… la búsqueda no cejará hasta que sean hallados.

—Vamos, vamos —dijo el Barón—. Tenemos poco tiempo, y el dolor es rápido. Por favor, no me obligues a eso, mi querido Duque. —El Barón miró a Piter, inclinado sobre el hombro de Leto—. Piter no ha traído aquí todo su instrumental, pero estoy convencido de que puede improvisar.

—A veces es mejor improvisar, Barón.

¡Aquella sedosa, insinuante voz! Leto la oyó muy cerca de su oído.

—Tú tenías un plan de emergencia —dijo el Barón—. ¿Dónde has enviado a tu mujer y al chico? —Miró la mano de Leto—. Tu anillo no está aquí. ¿Es el chico quien lo tiene?

El Barón clavó su mirada en los ojos de Leto.

—No respondes —dijo—. ¿Vas a obligarme a hacer algo que no deseo? Piter usará métodos simples y directos. Yo también estoy de acuerdo en que a veces son los mejores, pero no está bien que tu te tengas que ver sometido a esas cosas.

—Sebo hirviendo en la espalda, quizá, o en los párpados —dijo Piter—. O tal vez en otras partes del cuerpo. Es especialmente efectivo cuando el sujeto no sabe en qué punto será aplicado el sebo la próxima vez. Es un buen método, y hay una cierta belleza en el diseño de las ampollas que se forman en la piel, ¿no, Barón?

—Exquisito —dijo el Barón, y su voz resonó ácida.

¡El tacto de esos dedos! Leto no podía dejar de mirar las grasientas manos, las brillantes joyas en aquellas hinchadas manos de bebé gordo, su compulsivo movimiento. Los gritos de agonía provinentes del otro lado de la puerta roían los nervios del Duque.

¿A quién han capturado?, se preguntó. ¿Tal vez Idaho?

Créeme, querido primo —dijo el Barón—. No deseo llegar a esto.

—Pensad en los mensajes corriendo a lo largo de los nervios, a partir de la zona de contacto, en busca de una ayuda que no puede llegar —dijo Piter—. Hay algo artístico en ello.

—Eres un soberbio artista —gruñó el Barón—. Ahora, ten la decencia de permanecer en silencio.

Leto recordó de pronto una cosa que Gurney Halleck había dicho una vez, viendo un retrato del Barón: «E, inmóvil sobre la playa, vi a una monstruosa bestia surgir del mar… y en su cabeza vi estampado el nombre de la blasfemia.»

—Estarnos perdiendo tiempo, Barón —dijo Piter.

—Quizá.

El Barón inclinó las cabeza hacia él.

—Mi querido Leto, sabes que vas a terminar diciéndonos dónde se encuentran. Existe un nivel de dolor que vencerá incluso a tu voluntad.

Probablemente tiene razón, pensó Leto. Si no fuera por el diente… y por el hecho de que en realidad no sé dónde se encuentran.

El Barón pinchó un trozo de carne y lo llevó a su boca, masticándola lentamente, engulléndola. Hay que probar alguna otra cosa, pensó.

—Observa a este prisionero que niega estar en venta —dijo—. Obsérvalo bien, Piter. Y el Barón pensó: ¡Sí! Míralo, este hombre que cree no poder ser comprado. ¡Míralo detenidamente, mientras un millón de fragmentos de sí mismo están siendo vendidos al detalle cada instante de su vida! Si lo cogieras en este momento y lo sacudieras, todo él sonaría a vacío. ¡Vendido! ¿Qué diferencia hay en que muera de una y otra forma?

Los sonidos de rana tras la puerta se interrumpieron bruscamente. El Barón vio a Umman Kudu, el capitán de los guardias, aparecer en el umbral y agitar la cabeza. El prisionero no había dado la información solicitada. Otro fracaso. Era ya tiempo de dejar de contemporizar con aquel idiota estúpido del Duque, que no quería darse cuenta de lo cerca de él que estaba el infierno… sólo al espesor de un nervio de distancia.

Este pensamiento calmó al Barón, venciendo su reluctancia a someter a un noble al dolor. Se vio de pronto a sí mismo como a un cirujano preparado para practicar infinitas disecciones… arrancando las máscaras a los idiotas y exponiendo el infierno que había debajo de ellas.

¡Conejos, todos ellos conejos!

¡Y cómo huían temblando apenas veían a un carnívoro!

Leto miró fijamente a través de la mesa, preguntándose qué estaba esperando. El diente pondría fin a todo muy rápidamente. Pero… la vida había sido tan hermosa en su mayor parte. Se descubrió a sí mismo recordando un milano real antenado suspendido sobre el cielo de Caladan, y a Paul riendo de alegría al contemplarlo. Y recordó el sol del alba, aquí en Arrakis… y las estrías de color de la Muralla Escudo difuminadas por la bruma de polvo.

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