Dune (Crónicas de Dune, #1) – Frank Herbert

¿Cómo puede pensar en atacarles en un momento como éste?, se dijo Jessica.

—Un planeta entero lleno de especia —dijo—. ¿Cómo puedes pensar en golpearles?

Le oyó moverse, el sonido de su equipo arrastrándose por el suelo de la tienda. En Caladan era el poder del mar y el poder del aire —dijo él—. Aquí es el poder del desierto. Los Fremen son la llave.

Su voz provenía de las inmediaciones del esfínter de la tienda. Su adiestramiento Bene Gesserit captó en su tono una vaga amargura hacia ella.

Durante toda su vida se le ha enseñado a odiar a los Harkonnen, pensó. Ahora, descubre que es un Harkonnen… por mi causa. ¡Qué poco me conoce! Yo era la única mujer de mi Duque. Acepté su vida y sus valores a pesar de que desafiaban mis órdenes Bene Gesserit.

El globo de la tienda se activó al contacto de la mano de Paul, llenando el pequeño espacio del refugio con su luz verdosa. Paul se acuclilló ante el esfínter, con el capuchón de su destiltraje regulado para una salida al desierto… el frontal apretado, el filtro de la boca en su lugar, los tampones ajustados en la nariz. Sólo sus oscuros ojos eran visibles: una estrecha porción de su rostro que se volvió un instante hacia su madre.

—Prepárate para salir —dijo, y su voz sonaba ahogada a través del filtro. Jessica se colocó el filtro en la boca y ajustó la capucha, mientras observaba a su hijo abrir la entrada de la tienda.

La arena crujió cuando el esfínter se dilató, y una sofocante nube de granos cayó al interior de la tienda antes de que Paul pudiera bloquearlos con el compresor estático. Un agujero apareció en el muro de arena cuando el haz empujó los granos. Paul salió al exterior, y Jessica escuchó su lento avance hacia la superficie.

¿Qué vamos a encontrar ahí afuera?, se dijo. Las tropas Harkonnen y los Sardaukar son peligros que podemos esperar. ¿Pero qué otros peligros puede haber que ignoremos?

Pensó en el compresor estático y en los otros extraños instrumentos de la mochila. Cada uno de ellos fue de pronto, en su mente, un misterioso peligro. Un soplo cálido procedente de la arena de la superficie azotó sus mejillas allá donde quedaban expuestas, más arriba del filtro.

—Pásame la mochila —era la voz de Paul, baja y prudente.

Obedeció con rapidez, sintiendo el gorgoteo del agua en los litrojons mientras arrastraba la mochila por el suelo. Levantó los ojos y vio la silueta de Paul recortada contra el fondo estrellado.

—Aquí —dijo él, y se inclinó, tirando de la mochila hacia la superficie. Un instante después solamente había un círculo de estrellas. Eran como otras tantas aceradas puntas de armas dirigidas contra ella. Una lluvia de meteoritos atravesó aquel fragmento de cielo, como si fueran una advertencia, las marcas de las garras de un tigre, heridas luminosas de las que brotase su sangre. Se estremeció ante el pensamiento de sus cabezas puestas a precio.

—Apresúrate —dijo Paul—. Quiero recoger la tienda.

Un aguacero de arena llovió de la superficie sobre su mano izquierda. ¿Cuánta arena puede contener una mano?, se preguntó.

—¿Necesitas que te ayude? —preguntó Paul.

—No.

Su garganta estaba seca mientras se deslizaba por el agujero, sintiendo la comprimida arena raspar contra sus manos. Paul se inclinó y tiró de su brazo. Se irguió a su lado, sobre una llanura desértica iluminada por las estrellas. Miró a su alrededor. La arena había llenado casi por completo la hondonada donde se encontraban, de la que sólo emergía una pequeña cresta rocosa. Miró más lejos, hacia la oscuridad, sondeando la noche con sus adiestrados sentidos.

Ruido de pequeños animales.

Pájaros.

Una catarata de arena desmoronándose y el sonido de unos gemidos ahogados bajo ella.

Paul deshinchó la tienda y tiró de ella, recuperándola.

La luz de las estrellas bastaba apenas para iluminar débilmente el paisaje, cargándolo de sombras amenazadoras. Miró hacia los profundos pozos de oscuridad. La oscuridades un recuerdo ciego, pensó. Uno aguza los oídos en busca de hordas salvajes, de los gritos de aquellos que han cazado a nuestros antepasados en un tiempo tan lejano que sólo nuestras células más primitivas lo recuerdan. El oído ve, el olfato ve. Un instante después, Paul se reunió con ella.

—Duncan me dijo que, si era capturado, resistiría… tanto como pudiera —dijo—. Debemos irnos ya. —Echó la mochila a su hombro, atravesó la hondonada recubierta de arena, escaló una arista que dominaba la inmensa extensión del desierto. Jessica le siguió automáticamente, consciente de vivir a través de las órbitas de su hijo. Puesto que ahora mi dolor es más pesado que las arenas de los mares, pensó. Este mundo me ha vaciado por completo menos del más antiguo de los destinos: la vida del mañana. Ahora vivo únicamente para mi joven Duque y para la hija que llevo dentro. Sintió como la arena se hundía bajo sus pies, a medida que avanzaba al lado de Paul. Su hijo miraba hacia el norte, a través de una barrera rocosa, estudiando unas distantes escarpaduras.

El perfil del farallón rocoso se parecía a una antigua nave de batalla flotando en el mar, delineada contra las estrellas. Su airosa forma parecía ser arrastrada por alguna invisible ola, con sus antenas girando en un zumbido cadencioso, sus chimeneas inclinadas hacia atrás, una torreta en forma de P, elevándose a popa.

Un relámpago naranja estalló sobre aquella silueta, y una línea de brillante púrpura fue a su encuentro, cortando la noche.

¡Otra línea púrpura!

¡Y Otro relámpago naranja elevándose!

Era como una antigua batalla naval, el recuerdo de un duelo de artillería. Se inmovilizaron, fascinados por el espectáculo.

—Columnas de fuego —susurró Paul.

Un anillo de ojos rojizos se elevó por encima de las distantes rocas. Líneas púrpuras se entrecruzaron en el cielo.

—Chorros de rayos y descargas láser —dijo Jessica.

La primera luna de Arrakis, roja a través del polvo, se elevó por encima del horizonte a su izquierda, y a su luz pudieron ver el camino trazado por la tormenta… y el rastro de un movimiento sobre el desierto.

—Son los tópteros de los Harkonnen dándonos cazas —dijo Paul—. El modo como están arrasando el desierto… parece como si quisieran estar seguros de destruir cualquier cosa que encuentren… como cuando uno destruye un nido de insectos.

—O un nido de Atreides —dijo Jessica.

—Tenemos que ponernos a cubierto —dijo Paul—. Avanzaremos hacia el sur, al amparo de las rocas. Si nos sorprendieran al abierto… —se volvió, ajustando la mochila a sus hombros—. Están matando cualquier cosa que se mueva.

Dio un paso a lo largo de la cresta rocosa y, en aquel instante, oyó un leve silbido y vio las negras sombras de los ornitópteros que planeaban encima de ellos.

CAPÍTULO XXIV

Mi padre me dijo en una ocasión que el respeto por la verdad es casi el fundamento de toda moral. «Nada puede surgir de la nada», dijo. Y esto es un profundo pensamiento si uno concibe hasta qué punto puede ser inestable «la verdad».

De «Conversaciones con Muad’Dib», por la Princesa Irulan.

—Siempre me he vanagloriado de ver las cosas como realmente son —dijo Thufir Hawat—. Esta es la maldición del Mentat. Uno no puede impedir analizar los datos. El viejo y curtido rostro parecía calmado en la penumbra que precedía al alba, mientras hablaba. Sus labios manchados de safo eran una línea recta de la que irradiaban arrugas verticales.

El hombre embozado acuclillado en la arena ante él permaneció silencioso, insensible en apariencia a sus palabras.

Ambos se hallaban bajo una cornisa rocosa que dominaba un vasto sink. La luz del alba se difundía sobre las accidentadas rocas, tiñendo de rosa toda la depresión. Hacía frío bajo la cornisa, un frío seco y penetrante dejado tras de si por la noche. Se habían levantado algunas ráfagas de viento cálido poco antes del amanecer, pero ahora volvía a hacer frío. Los pocos soldados, los últimos residuos de sus fuerzas, castañeteaban los dientes.

El hombre acuclillado ante Hawat era un Fremen que se había reunido con él, atravesando el sink, a las primeras luces del alba, deslizándose literalmente por la arena, ocultándose entre las dunas, apenas visible.

El Fremen tendió un dedo sobre la arena, entre ellos, y dibujó una figura. Parecía un cuenco, con una flecha surgiendo de él.

—Hay muchas patrullas Harkonnen —dijo. Alzó el dedo y señaló hacia lo alto, hacia las rocas de las cuales habían descendido Hawat y sus hombres.

Hawat asintió.

Muchas patrullas. Sí.

Pero no sabía aún lo que quería el Fremen, y esto le irritaba. El adiestramiento Mentat se suponía que proporcionaba a un hombre el poder de leer las motivaciones. Aquella noche que terminaba era la peor de toda la vida de Hawat. Se encontraba en Tsimpo, un poblado de guarnición, puesto avanzado de la antigua capital, Carthag, cuando habían llegado los primeros informes del ataque. Al principio, había pensado: No es más que una incursión. Los Harkonnen están poniéndonos a prueba. Pero los informes se habían ido sucediendo, cada vez más aprisa. Dos legiones desembarcadas en Carthag.

Cinco legiones -¡cincuenta brigadas!-atacando la base principal del Duque en Arrakeen.

Una legión en Arsunt.

Dos grupos de combate en Roca Astillada.

Después, los informes se hicieron más detallados: había Sardaukar Imperiales entre los atacantes… probablemente dos legiones. Y quedó claro que los invasores sabían con precisión los puntos que debían atacar. ¡Con precisión! Un magnífico servicio de espionaje.

La furia de Hawat creció hasta casi amenazar sus capacidades de Mentat. La magnitud del ataque había golpeado su mente con una violencia casi física. Ahora, oculto bajo una roca en alguna parte del desierto, inclinó la cabeza y se envolvió en su destrozada túnica para aislarse de las frías sombras.

La magnitud del ataque.

Siempre había esperado que sus enemigos fletarían un transporte de la Cofradía para realizar algunas incursiones de tanteo. Era un proceso muy usual en cualquier guerra entre dos Casas.

Los transportes llegaban y partían regularmente de Arrakis para cargar la especia de la Casa de los Atreides. Hawat había tomado sus precauciones contra las incursiones sorpresa de los falsos transportes de especia. E incluso para un ataque masivo, nunca había esperado más de diez brigadas.

Pero según los últimos cálculos había más dedos mil naves sobre Arrakis… no tan sólo transportes, sino también fragatas, exploradoras, monitoras, cruceros, acorazados, transportes de tropas, cargos…

Más de cien brigadas… ¡diez legiones!

Todos los beneficios de la especia de Arrakis durante cincuenta años apenas bastarían para cubrir los gastos de tal aventura.

Apenas bastarían.

He subestimado lo que el Barón estaba dispuesto a gastar para atacarnos, pensó Hawat. He fallado a mi Duque.

Y además había la traición.

¡Viviré para verla estrangulada!, se dijo. Tenía que haber matado a esa bruja Bene Gesserit cuando tuve la oportunidad. No había duda en su mente acerca de dónde había partido la traición… Dama Jessica. Concordaba con todos los datos en su poder.

—Tu hombre Gurney Halleck y parte de sus fuerzas están a salvo entre nuestros amigos contrabandistas —dijo el Fremen.

—Bien.

Así Gurney podrá escapar de este planeta infernal. No habremos caído todos. Hawat miró hacia lo que quedaba de sus hombres. Eran trescientos al empezar la noche, de entre los mejores. Ahora quedaban apenas una veintena, la mitad de ellos heridos. Algunos dormían, de pie, apoyados contra la roca o echados en la arena al resguardo de la cornisa. Su último tóptero, que habían usado como vehículo terrestre para transportar a los heridos, había dejado de funcionar poco antes del alba. Lo habían cortado a piezas con los láser, ocultando los más pequeños fragmentos, y continuado su camino hasta aquel refugio, al borde de la depresión.

Hawat tenía tan sólo una vaga idea de suposición… unos doscientos kilómetros al sudeste de Arrakeen. Los caminos más transitados entre las comunidades sietch de la Muralla Escudo pasaban por algún lado más al sur.

El Fremen frente a Hawat se echó a los hombros la capucha y el gorro de su destiltraje, revelando un cabello y una barba del color de la arena. Los cabellos, peinados hacia atrás, revelaban una frente alta y estrecha. Sus insondables ojos tenían el característico color azul debido a la especia. A un lado de la boca, su barba y su bigote estaban aplastados por la depresión del tubo que surgía de los tampones de su nariz. El hombre se quitó los tampones y los ajustó. Se frotó una cicatriz al lado de su nariz.

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