Dune (Crónicas de Dune, #1) – Frank Herbert

—Has de comprender que hace esto por bondad —dijo él—. ¿No es extraño que no podamos comprender la oculta unidad entre bondad y crueldad?

Jessica miró fijamente a su hijo, asustada por el profundo cambio operado en él. ¿Esto es lo que le ha hecho la muerte de su hijo?, se preguntó.

—Los hombres cuentan extrañas historias de ti, Paul —dijo—. Dicen que tienes todos los poderes de la leyenda… que nada puede serte ocultado, que ves lo que nadie más puede ver.

—¿Una Bene Gesserit haciéndome preguntas acerca de una leyenda? —preguntó Paul.

—Tengo mi parte de responsabilidad en lo que eres —admitió ella—. Pero no esperes que yo…

—¿Te gustaría vivir miles y miles de millones de vidas? —preguntó Paul—. ¡Qué reserva de leyendas para ti! Piensa en todas esas experiencias, en toda la sabiduría que se puede derivar de ellas. Pero la sabiduría atenúa el amor, ¿no es cierto? Y da una nueva dimensión al odio. ¿Cómo puede uno saber lo que es despiadado si uno no ha hurgado antes en los profundos depósitos de la crueldad y de la bondad? Tendrías que tener miedo de mí, madre. Soy el Kwisatz Haderach.

Jessica intentó tragar saliva en su reseca garganta.

—Una vez negaste serlo —dijo.

Paul agitó la cabeza.

—Ahora ya no puedo negarlo. —Miró directamente a sus ojos—. El Emperador y su gente están llegando. Van a ser anunciados en cualquier momento. Quédate a mi lado. Quiero verlos con extrema claridad. Mi futura esposa está entre ellos.

—¡Paul! —restalló Jessica—. ¡No cometas el mismo error que tu padre!

—Es una princesa —dijo Paul—. Me abrirá el camino al trono, y eso es todo lo que hará. ¿Error? ¿Crees que, porque soy tal como tú me has hecho, no puedo sentir el deseo de venganza?

—¿Incluso sobre los inocentes? —preguntó ella, y pensó: No debe cometer mis mismos errores.

—Ya no hay inocentes —dijo Paul.

—Díselo a Chani —respondió Jessica, y señaló el corredor que se abría a la parte trasera de la Residencia.

Chani entró en el Gran Salón, pasando por entre los guardias Fremen como si no los viera. Se había quitado la capucha del destiltraje y soltado la máscara. Avanzó con una frágil inseguridad, atravesó la estancia y se detuvo al lado de Jessica. Paul vio las huellas de lágrimas en sus mejillas… Da agua a los muertos. Sintió una punzada de dolor, como si la presencia de Chani lo hubiera despertado de nuevo.

—Está muerto, mi amor —dijo Chani—. Nuestro hijo está muerto. Manteniendo un absoluto control sobre sí mismo, Paul se puso en pie. Tendió una mano, tocó la mejilla de Chani, acariciando la humedad en su piel.

—Nada podrá reemplazarlo —dijo Paul—, pero habrá otros hijos. Es Usul quien te lo promete. —Se apartó suavemente, haciendo una seña a Stilgar.

—Muad’Dib —dijo Stilgar.

—El Emperador y su gente están llegando de la nave —dijo Paul—. Permaneceré aquí. Reúne a todos los prisioneros en el centro de la estancia. Quiero que permanezcan a una distancia de diez metros de mí, a menos que yo ordene otra cosa.

—A tus órdenes, Muad’Dib.

Al tiempo que Stilgar se volvía para obedecer, Paul oyó los murmullos de los guardias Fremen:

—¿Habéis oído? ¡Lo sabe! ¡Nadie se lo ha dicho, pero lo sabe! Y ahora se oía aproximarse la escolta del Emperador, sus Sardaukar entonando una de sus canciones de marcha para mantener altos sus espíritus. Después hubo un murmullo de voces en la entrada, y Gurney Halleck pasó por entre los guardias, se detuvo a decirle algo a Stilgar, luego avanzó hasta el lado de Paul, con una extraña mirada en los ojos.

¿Voy a perder también a Gurney?, se preguntó Paul. ¿Le perderé como he perdido a Stilgar… perderé un amigo para ganar un adorador?

—No llevan armas lanzadoras —dijo Gurney—. Me he asegurado personalmente. —Miró a su alrededor en la estancia, viendo los preparativos de Paul—. Feyd-Rautha Harkonnen está con ellos. ¿Debo aislarle?

—Déjale.

—Hay también alguna gente de la Cofradía, pidiendo privilegios especiales, amenazando desencadenar un embargo contra Arrakis. Les he dicho que te transmitiría su mensaje.

—Déjales que sigan amenazando.

—¡Paul! —exclamó Jessica tras él—. ¡Estás hablando de la Cofradía!

—Voy a arrancarles los colmillos dentro de poco —dijo Paul. Y pensó entonces en la Cofradía… aquella potencia que se había especializado desde hacía tanto tiempo que se había convertido en un parásito, incapaz de existir independientemente de aquella vida de la cual se nutría. Nunca se había atrevido a empuñar la espada… y ahora ya no podía empuñarla. Hubiera debido apoderarse de Arrakis cuando se dio cuenta del error que había supuesto el que sus navegantes dependieran exclusivamente de los poderes narcóticos de consciencia de la melange. Hubieran podido hacerlo, vivir sus días de gloria y morir. En cambio, habían preferido vivir al día, esperando que el océano en que se movían les proporcionara un nuevo anfitrión cuando el viejo hubiera muerto. Los navegantes de la Cofradía, con su limitada presciencia, habían tomado una fatal decisión: habían elegido el camino más fácil, seguro y cómodo, aquel que conduce siempre al estancamiento.

Que miren atentamente a su nuevo anfitrión, pensó Paul.

—Hay también una Reverenda Madre Bene Gesserit que dice es amiga de tu madre —dijo Gurney.

—Mi madre no tiene amigas Bene Gesserit.

Gurney miró de nuevo hacia el Gran Salón, y luego se inclinó al oído de Paul.

—Thufir Hawat está con ellos, mi Señor. No he tenido posibilidad de verle a solas, pero ha usado nuestros viejos signos con las manos para decirme que ha fingido trabajar para los Harkonnen y que te creía muerto. Dice que debe quedarse con ellos.

—¿Has dejado a Thufir con esos…?

—Es él quien lo ha querido… y creo que es lo mejor. Si… si algo no funcionara, siempre podríamos controlarlo. Si no, siempre es mejor tener un oído al otro lado. Paul recordó entonces la posibilidad de aquel momento en algunos breves relámpagos de consciencia… y una línea de tiempo en la cual Thufir llevaba una aguja envenenada que el Emperador le había ordenado usara contra «aquel Duque rebelde». Los guardias de la entrada principal se apartaron, formando un breve pasillo de lanzas. Hubo un confuso susurro de telas, la arena traída por el viento al interior de la residencia chirrió bajo numerosos pies.

El Emperador Padishah Shaddam IV apareció en la sala a la cabeza de su gente. No llevaba el yelmo de Burseg, y sus cabellos rojos estaban alborotados. La manga izquierda de su uniforme mostraba una rasgadura a todo lo largo de su costura interna. Iba sin cinturón y sin armas, pero con su sola presencia parecía crear un escudo a su alrededor. Una lanza Fremen le cortó el paso, deteniéndole a la distancia ordenada por Paul. Los otros se agolparon a sus espaldas, una mezcolanza de ropas multicolores y rostros confundidos.

Paul alzó los ojos hacia el grupo, viendo a mujeres que intentaban disimular sus lágrimas, viendo a los lacayos que habían venido a Arrakis para asistir en primera fila a una nueva victoria de los Sardaukar y a los que la derrota había vuelto mudos. Paul vio los brillantes ojos de pájaro de la Reverenda Madre Gaius Helen Mohiam que le contemplaban con odio bajo la capucha negra, y al lado de ella la furtiva silueta de FeydRautha Harkonnen. Ese es un rostro que el tiempo me ha revelado, pensó Paul. Luego su mirada fue atraída por un movimiento tras Feyd-Rautha, y vio un rostro delgado, de comadreja, que nunca antes había visto… ni en el tiempo ni fuera de él. Sin embargo, sintió que tendría que haberlo conocido, y aquella sensación le hizo estremecerse con un repentino miedo.

¿Por qué tendría que temer a ese hombre?, se preguntó.

Se inclinó hacia su madre.

—Ese hombre a la izquierda de la Reverenda Madre, ese de la mirada diabólica…

¿quién es? —susurró.

Jessica miró, y recordó haber visto aquel rostro en los archivos de su Duque.

—El Conde Fenring —dijo—. El que ocupó esta Residencia inmediatamente antes que nosotros. Un eunuco genético… y un asesino.

El recadero del Emperador, pensó Paul. Y experimentó como un shock en lo más profundo de su consciencia, porque había visto al Emperador en incontables asociaciones de sus futuros posibles… pero el Conde Fenring nunca había aparecido en ninguna de sus visiones prescientes.

Paul recordó entonces haber visto su propio cadáver en incontables puntos de la trama del tiempo, pero nunca había asistido al momento de su muerte.

¿La visión de este hombre me ha sido siempre denegada porque es precisamente quien va a matarme? se preguntó.

El pensamiento le trajo una punzada de aprensión. Apartó su atención de Fenring, observa ndo a los hombres y oficiales Sardaukar, la amargura de sus rostros y su desesperación. Algunos de entre ellos, aquí y allá, observó Paul, estudiaban atentamente lo que les rodeaba: oficiales Sardaukar midiendo las defensas de la estancia, planeando la posibilidad de una desesperada tentativa que transformara su fracaso en victoria. Finalmente, la atención de Paul fue atraída hacia una mujer alta y rubia, de ojos verdes, un rostro de noble belleza, clásico en su altivez, intocado por las lágrimas, completamente invicto. Paul la reconoció inmediatamente: la Princesa Real Bene Gesserit, un rostro que se le había aparecido en innumerables visiones y en muchos aspectos: Irulan. Esa es mi llave, pensó.

Luego captó otro movimiento entre la gente allí delante, y emergieron un rostro y una figura: Thufir Hawat, el mismo antiguo aspecto de siempre, con sus oscuros labios manchados, los hombros hundidos, su apariencia de frágil edad.

—He aquí a Thufir Hawat —dijo Paul—. Déjale venir libremente, Gurney.

—Mi Señor —dijo Gurney.

—Déjale venir libremente —repitió Paul.

Gurney asintió.

Hawat avanzó vacilante, mientras una lanza Fremen se alzaba ante él y volvía a descender inmediatamente a sus espaldas. Sus acuosos ojos escrutaron a Paul, midiendo, buscando.

Paul dio un paso adelante, notando el tenso, expectante movimiento del Emperador y su gente.

La mirada de Hawat pasó más allá de Paul, y el anciano dijo:

—Dama Jessica, hasta hoy no he sabido lo equivocado que estaba en mis pensamientos. No merezco el perdón.

Paul aguardó, pero su madre permaneció silenciosa.

—Thufir, viejo amigo —dijo Paul—; como puedes ver, mi espalda no está vuelta a ninguna puerta.

—El universo está lleno de puertas —dijo Hawat.

—¿Soy el hijo de mi padre? —preguntó Paul.

—Te pareces más a tu abuelo —dijo Hawat con voz rasposa—. Tienes sus mismos ademanes, e idéntica mirada en tus ojos.

—Sin embargo, soy el hijo de mi padre —dijo Paul—. Por eso te digo, Thufir, que en pago por todos tus años de servicio a mi familia, puedes pedirme ahora cualquier cosa que desees de mi. Cualquier cosa. ¿Es mi vida lo que quieres, Thufir? Es tuya. —Paul dio otro paso hacia adelante, con las manos a los costados, viendo la mirada de comprensión en los ojos de Hawat.

Sabe que conozco la traición, pensó Paul.

Reduciendo su vo z a un susurro que tan solo Hawat podía oír, dijo:

—Hablo sinceramente, Thufir. Si has de golpearme, hazlo ahora.

—Tan sólo quería hallarme una vez más ante ti, mi Duque —dijo Hawat. Y Paul vio por primera vez el esfuerzo que hacia el viejo por no caer. Avanzó y sujetó a Hawat por los hombros, sintiendo el temblor de los músculos bajo sus manos.

—¿Es eso dolor, viejo amigo? —preguntó Paul.

—Es dolor, mi Duque —asintió Hawat—, pero el placer es mucho mayor. —Se volvió a medias entre los brazos de Paul y exte ndió su mano izquierda, la palma abierta hacia el Emperador, mostrando la pequeña aguja clavada entre sus dedos—. ¿Veis, Majestad? —indicó—. ¿Veis la aguja de vuestro traidor? ¿Creíais acaso que yo, que he dedicado toda mi vida al servicio de los Atreides, podía ofrecerles hoy menos que esto?

Paul trastabilló cuando el anciano se derrumbó entre sus brazos, y reconoció la flaccidez de la muerte. Con suavidad, depositó a Hawat en el suelo, se irguió e hizo un gesto a sus guardias para que se llevaran el cuerpo.

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