Dune (Crónicas de Dune, #1) – Frank Herbert

Qué amores sembrados de flores Aplacan nuestros deseos.»

Y Jessica oyó el prolongado silencio que siguió a la última sostenida nota que quedó vibrando en el aire. ¿Por qué mi hijo le ha cantado una canción de amor a esa chica?, se preguntó. Sintió un miedo repentino. Notaba la vida deslizarse a su alrededor, y no podía aferrarla. ¿Por qué ha elegido esa canción?, pensó. Los instintos son a veces veraces.

¿Por qué lo ha hecho?

Paul permaneció silencioso en la oscuridad, con un único pensamiento dominando su consciencia: Mi madre es mi enemiga. Ella no lo sabe, pero lo es. Es ella quien lleva el jihad en su sangre. Me ha hecho nacer; me ha adiestrado. Es mi enemiga.

CAPÍTULO XXXV

El concepto de progreso actúa como un mecanismo de protección destinado a defendernos de los terrores del futuro.

De «Frases escogidas de Muad’Dib», por la Princesa Irulan.

En su decimoséptimo aniversario, Feyd -Rautha Harkonnen mató a su centésimo esclavo -gladiador en los juegos familiares. Los visitantes observadores de la Corte Imperial -el Conde y Dama Fenring-se encontraban en el mundo natal de los Harkonnen, Giedi Prime, para el acontecimiento, y fueron invitados a sentarse aquella tarde con la familia inmediata en el palco dorado encima de la arena triangular. En honor del aniversario del na-Barón, y a fin de recordar a todos los Harkonnen y a sus súbditos que Feyd-Rautha era el heredero designado, aquel día fue declarado festivo en Giedi Prime. El viejo Barón decretó que todo trabajo fuera interrumpido de uno a otro meridiano, y en la ciudad familiar de Harko no se regateó ningún esfuerzo para crear una ilusión de alegría: estandartes ondeando en todos los edificios, una nueva capa de pintura en las paredes a lo largo de toda la Gran Avenida.

Pero, entre una casa y la otra, el Conde Fenring y su Dama vieron montones de inmundicias, y las paredes destilando suciedad que se reflejaban en los charcos de agua sucia entre los cuales la gente andaba furtivamente.

Tras los azules muros de la morada del Barón reinaba una perfección inspirada en el terror, pero el Conde y su Dama vieron el precio pagado: guardias por todos lados, y armas con aquel brillo particular que a un ojo entrenado indicaba un frecuente uso. Había puestos de control en casi todas las calles, incluso en el interior del castillo. Los sirvientes revelaban su adiestramiento militar en su forma de andar, en sus hombros rígidos… en la forma en que sus atentos ojos lo observaban todo, vigilando y vigilando.

—La presión aumenta —murmuró el Conde a su Dama en su lengua secreta—. El Barón apenas empieza a ver el precio que realmente está pagando por desembarazarse del Duque Leto.

—Un día te contaré la leyenda del fénix —dijo ella.

Se encontraban en la sala de recepción del castillo, en espera de acudir a los juegos familiares. No era una sala amplia —quizá cuarenta metros de largo por la mitad de ancho— pero falsos pilares a lo largo de las paredes uniéndose en ángulo agudo con un techo ligeramente arqueado daban la ilusión de un espacio mucho más amplio.

—Ahhh, aquí está el Barón —dijo el Conde.

El Barón avanzaba a lo largo de la sala con aquel peculiar andar flotante motivado por la necesidad de guiar constantemente los suspensores que soportaban su enorme cuerpo. Sus mejillas temblequeaban, y los suspensores se movían cadenciosamente bajo sus ropas color naranja. Los anillos brillaban en sus dedos, y los opafuegos llenaban de iridiscencias su atuendo.

A su lado avanzaba Feyd-Rautha. Sus oscuros cabellos estaban peinados en apretados bucles que parecían incongruentemente alegres en contraste con sus tristes ojos. Llevaba una entallada túnica negra y pantalones ajustados ligeramente abiertos al final. Blandas pantuflas calzaban sus pequeños pies.

Dama Fenring, notando el porte del joven y la firmeza de los músculos bajo su túnica, pensó: He aquí alguien que no se dejará engordar.

El Barón se detuvo frente a ellos, sujetó a Feyd -Rautha con un gesto posesivo y dijo:

—Mi sobrino, el na-Barón, Feyd-Rautha Harkonnen —y, volviendo su rostro de bebé gordo hacia Feyd-Rautha—: El Conde y Dama Fenring, de los q ue ya te he hablado. Feyd-Rautha inclinó su cabeza con la requerida cortesía. Miró a Dama Fenring. Su exquisita figura estaba enfundada en un sencillo vestido ondeante de lino, sin ningún adorno. Sus cabellos eran sedosos y dorados. Sus ojos gris verde le devolvieron la mirada. Tenía la serena calma de las Bene Gesserit, y esto turbó profundamente al joven.

—Hummm… ahmmm… —dijo el Conde. Estudió a Feyd-Rautha—. ¿El, hummm, meticuloso joven, ha, hummm… querida? —el Conde miró al Barón—. Mi querido Barón,

¿decís que habéis hablado de nosotros a ese meticuloso joven? ¿Qué le habéis dicho?

—He hablado a mi sobrino de la gran estima en que os tiene el Emperador, Conde Fenring —dijo el Barón. Y pensó: ¡Obsérvalo bien, Feyd! Es un asesino con los modales de un conejo… el tipo más peligroso de hombre.

—¡Por supuesto! —dijo el Conde, y sonrió a su Dama.

Feyd-Rautha consideró casi insultantes las acciones y las palabras de aquel hombre. Se detenían justo en el umbral de la afrenta directa. El joven concentró su atención en el Conde: un hombre delgado, de aspecto frágil. Tenía rostro de comadreja, con ojos oscuros demasiado grandes. Sus sienes eran grises. Y sus movimientos… movía una mano o volvía la cabeza hacia un lado y hablaba hacia el otro. Era difícil seguirle.

—Hummm… ahmmm… raramente se encuentra… uhhh… una tan precisa cualidad —dijo el Conde, dirigiéndose al hombro del Barón—. Yo… ah… os felicito por la… hummm… perfección de vuestro… ahhh… heredero. Lleva en sí… hummm… la experiencia de sus mayores, por decirlo de algún modo.

—Sois demasiado gentil —dijo el Barón. Se inclinó, pero Feyd-Rautha notó que no había la menor cortesía en los ojos de su tío.

—Cuando vos sois… hummm… irónico, esto… ahhh… sugiere que estáis… hummm… meditando algo —dijo el Conde.

Está empezando de nuevo, pensó Feyd-Rautha. Se expresa en forma insultante, pero no hay nada en sus palabras que nos permita exigirle satisfacciones. Escuchar a aquel hombre le daba a Feyd-Rautha la sensación de que le metían la cabeza en una olla hirviendo… ¡hummm… ahhh…! Feyd-Rautha volvió su atención hacia Dama Fenring.

—Estamos… ahhh… robando demasiado tiempo a este joven —dijo ella—. Tengo entendido que debe aparecer en la arena hoy.

Por las huríes del harén Imperial, ¡es condenadamente adorable! pensó Feyd-Rautha.

—Hoy mataré a alguien por vos, mi Dama —dijo—. Con vuestro permiso, proclamaré mi dedicatoria en la arena.

Ella le miró serenamente, pero su voz fue como un latigazo cuando dijo:

—Vos no tenéis mi permiso.

—¡Feyd! —dijo el Barón. Y pensó: ¡Ese mocoso! ¿A caso quiere hacerse desafiar por ese asesino de Conde?

Pero el Conde se limitó a sonreír, y dijo:

—Hummm… mmm…

—Debes prepararte para la arena, Feyd —dijo el Barón—. Debes estar bien descansado y no correr riesgos estúpidos.

Feyd-Rautha se inclinó, con el resentimiento oscureciendo sus facciones.

—Estoy seguro de que todo será según tus deseos, tío. —Hizo una inclinación de cabeza hacia el Conde Fenring—: Señor —a la Dama—: mi Dama —y se volvió, saliendo a largos pasos del salón, sin dignarse echar una mirada a los miembros de las Familias Menores reunidos cerca de las dobles puertas.

—Es tan joven —suspiró el Barón.

—Hummm… oh, sí… hummm… —dijo el Conde.

Y Dama Fenring pensó: ¿Es ese el joven al cual se refería la Reverenda Madre? ¿Es esa la línea genética que debemos preservar?

—Tenemos aún más de una hora antes de acudir a la arena —dijo el Barón—. Quizá pudiéramos sostener ahora esa pequeña charla, Conde Fenring —inclinó su enorme cabeza hacia la derecha—. Quedan aún muchos puntos por discutir. Y el Barón pensó: Veamos cómo se las arreglará este lacayo del Emperador para transmitirme el mensaje que trae para mí sin llevar su grosería hasta el punto de decírmelo en voz alta.

El Conde se volvió hacia su Dama.

—Hummm… ahh… ¿nos… hummm… excusarás… ahhh… querida?

—Cada día, y a veces cada hora, lleva sus cambios —dijo ella—. Hummm… —y sonrió al Barón antes de alejarse. Su amplia falda siseó mientras avanzaba, con un paso mesurado y noble, hacia las dobles puertas del fondo del salón. El Barón observó que las conversaciones entre las Casas Menores cesaban al acercarse ella, que todos los ojos la seguían ¡Bene Gesserit!, pensó el Barón. ¡El universo haría mejor desembarazándose de ellas!

—Hay un cono de silencio entre los dos pilares ahí, a nuestra izquierda —dijo el Barón—. Podremos hablar sin temor a ser escuchados. —Abrió camino con su andar ondulante hasta la zona acústica aislante, notando cómo los ruidos del salón se volvían confusos y distantes.

El Conde avanzó a su lado, y ambos se volvieron hacia la pared para impedir que alguien pudiera leer en sus labios.

—No nos ha satisfecho el modo como habéis echado a los Sardaukar de Arrakis —dijo el Conde.

¡Habla claro!, pensó el Barón.

—Los Sardaukar no podían quedarse allí más tiempo sin correr el riesgo de que otros descubrieran cómo el Emperador me había ayudado —dijo el Barón.

—Pero vuestro sobrino Rabban no parece en absoluto preocupado por resolver el problema de los Fremen.

—¿Qué es lo que quiere el Emperador? —preguntó el Barón—. No queda más que un puñado de Fremen en Arrakis. El desierto meridional es inhabitable. El desierto septentrional es batido regularmente por mis patrullas.

—¿Quién dice que el desierto meridional es inhabitable?

—Vuestro propio planetólogo lo ha dicho, mi querido Conde.

—Pero el doctor Kynes está muerto.

—Ah, si… desgraciadamente.

—Hemos sobrevolado los territorios meridionales —dijo el Conde—. Hay evidencias de vida vegetal.

—¿Entonces la Cofradía ha aceptado explorar Arrakis desde el espacio?

—Vos conocéis bien el asunto, Barón. Sabéis que el Emperador no puede legalmente hacer vigilar Arrakis.

—Y yo tampoco —dijo el Barón—. ¿Quién ha efectuado este vuelo?

—Un… contrabandista.

—Alguien os ha mentido, Conde —dijo el Barón—. Los contrabandistas no pueden volar sobre los territorios meridionales mejor que los hombres de Rabban. Tormentas, torbellinos de arena y todo esto, ya sabéis. Los marcadores de navegación son abatidos antes incluso de que sean instalados.

—Discutiremos los diversos tipos de tormentas en otra ocasión —dijo el Conde. Ahhh, pensó el Barón.

—¿Acaso he cometido algún error al redactar mis informes? —preguntó.

—Si imagináis ya errores, luego no podréis defenderos —dijo el Conde. Está intentando deliberadamente hacerme enfurecer, pensó el Barón. Respiró a fondo dos veces para calmarse. Sintió el acre olor de su propia transpiración, y de pronto las correas de sujeción de los suspensores, bajo sus ropas, empezaron a causarle una irritante comezón.

—El Emperador no puede disgustarse por la muerte de la concubina y del muchacho —dijo el Barón—. Huyeron al desierto. Había una tormenta.

—Sí, siempre hay algún accidente oportuno —aceptó el Conde.

—No me gusta vuestro tono, Conde —dijo el Barón.

—La cólera es una cosa, la violencia otra —dijo el Conde—. Permitidme haceros una advertencia: si me ocurriera algún infortunado accidente mientras estoy aquí, todas las Grandes Casas sabrían inmediatamente lo que vos habéis hecho en Arrakis. Hace mucho tiempo que sospechan la forma en que conducís vuestros asuntos.

—El único asunto reciente que puedo recordar —dijo el Barón— es el transporte hasta Arrakis de algunas legiones de Sardaukar.

—¿Creéis realmente que podéis amenazar al Emperador con esto?

—¡Ni siquiera se me ha ocurrido!

El Conde sonrió.

—Siempre encontraríamos algunos oficiales Sardaukar dispuestos a confesar haber actuado por cuenta propia porque deseaban aplastar a vuestra escoria Fremen.

—Muchos dudarían de una tal confesión —dijo el Barón, pero aquella amenaza le había alterado. ¿Son realmente tan disciplinados los Sardaukar?, pensó.

—El Emperador quiere inspeccionar vuestros libros —dijo el Conde.

—En cualquier momento.

—Vos… esto… ¿no ponéis objeción?

—Ninguna. Mi directorio en la Compañía CHOAM puede afrontar el más profundo examen. —Y pensó: Dejemos que me acuse falsamente, que se exponga en público. Y podré decir a todos, como Prometeo: «Miradme, soy víctima de una injusticia.» Entonces, que lance cualquier otra acusación contra mí, aunque sea verdadera. Las Grandes Casas no creerán en un segundo ataque después de haber quedado demostrado que la primera acusación era falsa.

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