Dune (Crónicas de Dune, #1) – Frank Herbert

Paul introdujo el tubo en su boca, oyendo a la gente gritar. Sintió el líquido gorgotear por su garganta cua ndo Chani presionó el saco, sintió el aturdimiento subsiguiente. Chani retiró el tubo, pasando el saco a las innumerables manos que lo reclamaban desde el suelo de la caverna. Los ojos de Paul se centraron en su brazo, en la verde banda de luto atada allí.

Mientras se levantaban, Chani vio la dirección de su mirada.

—Puedo llorarle en la felicidad de las aguas —dijo—. Esto es algo que nos ha dejado.

—Puso sus manos en las de él y le arrastró a lo largo de la plataforma rocosa—. Somos iguales en una cosa, Us ul. Ambos hemos perdido un padre a manos de los Harkonnen. Paul la siguió. Le parecía que su cabeza había sido separada de su cuerpo y luego vuelta a colocar con extrañas conexiones. Sentía sus piernas como lejanas y reblandecidas.

Entraron en un estrecho corredor lateral, cuyas paredes estaban débilmente iluminadas por globos espaciados. Paul sentía que la droga empezaba a producir un único efecto en él, abriendo el tiempo como si fuera una flor. Tuvo que apoyarse en Chani para no caer, cuando ella giró hacia otro túnel oscuro. El contacto de su carne tierna y firme bajo sus ropas excitó su sangre. La sensación se mezcló con el efecto de la droga, replegando el futuro y el pasado dentro del presente, en una triple y casi instantánea focalización.

—Te conozco, Chani —susurró—. Estábamos sentados en una cornisa sobre la arena y yo calmé tu miedo. Nos acariciamos en la oscuridad del sietch. Nosotros… —todo se desenfocó ante sus ojos, agitó la cabeza, vaciló.

Chani le sostuvo, le condujo a través de los pesados cortinajes amarillos hasta el calor de un apartamento privado… mesas bajas, almohadones, un colchón bajo un cobertor naranja.

Paul captó vagamente que se habían detenido, que Chani estaba de pie frente a él, mirándole, y que sus ojos traicionaban un tranquilo terror.

—Debes decírmelo —susurró ella.

—Tú eres Sihaya —dijo Paul—, la primavera del desierto.

—Cuando la tribu comparte el Agua —dijo ella—, somos uno.. todos nosotros. Nos… compartimos. Puedo… sentir a los demás conmigo. Pero tengo miedo de compartir contigo.

—¿Por qué?

Intentó concentrarse en ella, pero el pasado y el futuro se confundían con el presente, ofuscando su imagen. La vio en un número incontable de lugares y de situaciones.

—Hay algo aterrador en ti —dijo ella—. Cuando te he apartado de los demás… lo he hecho porque esto era lo que querían. Tú… empujas a la gente. Tú… ¡haces ver cosas!

Paul se obligó a sí mismo a hablar distintamente:

—¿Y qué es lo que ves?

Ella bajó los ojos para mirar sus manos.

—Veo a un niño… en mis brazos. Es nuestro hijo, tuyo y mío —llevó una mano a su boca—. ¿Cómo puedo conocerlo todo de ti?

Tienen algo de talento, le dijo su mente a Paul. Pero lo rechazan porque les aterroriza. En un momento de lucidez, vio que Chani estaba temblando.

—¿Qué quieres decir? —preguntó.

—Usul —susurró ella, y seguía temblando.

—No puedes volver al futuro —dijo él.

Lo invadió una profunda compasión hacia ella. La apretó contra sí, acariciando su cabeza.

—Chani, Chani, no tengas miedo.

—Usul, ayúdame —imploró ella.

Mientras ella hablaba, Paul sintió que la droga completaba su trabajo en su interior, rasgando los velos del tiempo para revelar el lejano torbellino gris de su futuro.

—Estás tan tranquilo —dijo Chani.

El se inmovilizó en su consciencia, viendo al tiempo dilatarse en su extraña dimensión, delicadamente estable pero aún tumultuoso, estrecho y a la vez proyectado para recoger mundos y energías innumerables, una cuerda tensa y oscilante sobre la que debía pasar manteniendo el equilibrio.

Por un lado veía el Imperio, a un Harkonnen llamado Feyd-Rautha que le amenazaba como una mortal hoja, los Sardaukar que se lanzaban fuera de su planeta para reemprender el pogrom sobre Arrakis, la Cofradía que complotaba y aprobaba tácitamente, las Bene Gesserit con su esquema de selección genética. Todos se amasaban en el horizonte, retenidos tan sólo por los Fremen y su Muad’Dib, el gigante Fremen aún dormido que sólo esperaba el despertar de la salvaje cruzada que devastaría el universo.

Paul se vio así mismo como el centro, el pivote alrededor del cual giraba toda aquella inmensa estructura, cruzando aquella finísima cuerda, el imperceptible segmento de paz y felicidad, con Chani a su lado. Ante él, un breve paréntesis relativamente tranquilo en un oculto sietch, un instante de paz entre períodos de violencia.

—No hay otro lugar para la paz —dijo.

—Usul, estás llorando —murmuró Chani—. Usul, mi fuerza, ¿estás dando humedad a los muertos? ¿A qué muertos?

—A los que todavía no están muertos —dijo él.

—Entonces deja que vivan el tiempo de sus vidas.

A través de la niebla de la droga, Paul supo que tenía razón, y la apretó aún mas fuerte contra él, salvajemente.

—¡Sihaya! —gritó.

Ella apoyó la palma de su mano en su mejilla.

—Ya no tengo miedo, Usul. Mírame. Cuando me abrazas así, también yo veo lo que tú ves.

—¿Qué es lo que ves? —preguntó él.

—A nosotros dos dándonos mutuamente amor en un momento de calma entre tormentas. Eso es lo que debemos hacer.

La droga se apoderó nuevamente de él, y pensó: En tantas ocasiones me has dado tranqui lidad y el olvido. De nuevo le aferró la hiperiluminación, con sus detalladas imágenes del tiempo, y sintió su futuro transformarse en recuerdos: las tiernas agresiones del amor físico, la comunión de identidades, la participación, la dulzura y la violencia.

—Tú eres fuerte, Chani —murmuró—. Quédate conmigo.

—Siempre —dijo ella, y le besó en la mejilla.

LIBRO TERCERO
EL PROFETA

CAPÍTULO XXXVIII

Ninguna mujer, ningún hombre, ningún niño consiguió jamás penetrar en la intimidad de mi padre. Si alguien tuvo alguna vez una relación parecida a lo que podría ser una camaradería con el Emperador Padishah, este fue el Conde Hasimir Fenring, un compañero suyo de infancia. La medida de la amistad del Conde Fenring puede ser evaluada por un hecho positivo: él fue quien calmó las sospechas del Landsraad, tras el Asunto Arrakis. Costó más de un billón de solaris en especia, eso al menos es lo que dice mi madre, y también muchas otras concesiones: esclavas, honores reales y títulos nobiliarios. Pero la segunda y más importante evidencia de la amistad del Conde fue negativa. Se negó a matar a un hombre, pese a que entraba dentro de sus capacidades y mi padre se lo había ordenado. Narraré esto más adelante.

«El Conde Fenring: un bosquejo», por la Princesa Irulan.

El Barón Vladimir Harkonnen, lleno de rabia, avanzó por el corredor que conducía a sus apartamentos privados, cruzando rápidamente las manchas de luz que el atardecer hacía derramarse a través de las ventanas. Flotaba y se contorsionaba en sus suspensores con violentos movimientos.

Atravesó como un huracán la cocina privada, pasó la biblioteca, cruzó la pequeña sala de recepción y la antecámara de la servidumbre, donde ya era la hora de la siesta. El capitán de los guardias, Iakin Nefud, estaba echado en un divá n al otro lado de la estancia, con el estupor de la semuta reflejándose en su plano rostro, el lamentoso maullido de la música de semuta flotando a su alrededor. Junto a él estaba su corte personal, presta a servirle.

—¡Nefud! —rugió el Barón.

Los hombres se apartaron estremecidos.

Nefud se puso en pie, el rostro repentinamente blanco por el miedo pese al narcótico. La música de semuta se interrumpió.

—Mi Señor Barón —dijo Nefud. Sólo la droga impedía que su voz temblara. El Barón examinó los rostros que le rodeaban, viendo las miradas desprovistas de emoción de todos ellos. Volvió su atención a Nefud, hablando en tono melifluo:

—¿Cuánto tiempo hace que eres capitán de mis guardias, Nefud?

Nefud deglutió.

—Desde Arrakis, mi Señor. Casi dos años.

—¿Y siempre has anticipado los peligros que podían amenazar mi persona?

—Ha sido siempre mi único deseo, mi Señor.

—Entonces, ¿dónde está Feyd-Rautha? —retumbó el Barón.

Nefud retrocedió.

—¿Mi Señor?

—¿Acaso no consideras a Feyd-Rautha como un peligro para mi persona? —su voz era de nuevo meliflua.

Nefud se humedeció los labios con la lengua. Los efectos de la semuta se iban diluyendo en sus ojos.

—Feyd-Rautha está en las dependencias de los esclavos, mi Señor.

—De nuevo con mujeres, ¿eh? —el Barón tembló en el esfuerzo por contener su ira.

—Señor, puede que…

—¡Silencio!

El Barón avanzó otro paso en la antecámara, notando cómo los hombres retrocedían, dejando un sutil vacío alrededor de Nefud, distanciándose un poco del objeto de su furor.

—¿Acaso no te he ordenado que sepas en cada instante dónde se encuentra el naBarón? —preguntó el Barón. Dio otro paso adelante—. ¿Acaso no te he ordenado que sepas exactamente todo lo que dice, y a quién? —otro paso—. ¿Acaso no te he dicho que me mantengas informado de cada una de sus visitas a las dependencias de los esclavos?

Nefud tragó saliva. Gotas de transpiración perlaban su frente.

—¿Acaso no te he dicho todo eso? —concluyó el Barón, con una voz llana y desprovista de énfasis.

Nefud asintió.

—¿Y acaso no te he dicho también que examines a todos los muchachos esclavos que me sean enviados, y que tienes que hacerlo… personalmente?

Nefud asintió de nuevo.

—Entonces, ¿es que no has visto la mancha en el muslo del que me has enviado esta tarde? —preguntó el Barón—. ¿Es posible que tú…?

—Tío.

El Barón se volvió bruscamente, fulminando con la mirada a Feyd-Rautha, inmóvil en el umbral. La presencia de su sobrino allí, en aquel preciso momento —la ansiosa mirada que el muchacho no podía disimular—, todo aquello revelaba muchas cosas. FeydRautha tenía su propio servicio de espionaje centrado en el Barón.

—Hay un cadáver en mis habitaciones que deseo sea retirado —dijo el Barón, y rozó con su mano el arma de proyectiles oculta bajo sus ropas, felicitándose de que su escudo fuera el mejor.

Feyd-Rautha dirigió una mirada a los dos guardias inmóviles junto a la pared de la derecha, y asintió. Los dos se apresuraron hacia la puerta y a lo largo del corredor que llevaba a los apartamentos del Barón.

Esos dos, ¿eh?, pensó el Barón. ¡Ah, ese joven monstruo tiene aún mucho que aprender acerca de conspiraciones!

—Presumo que todo estaba tranquilo en las dependencias de los esclavos cuando las has abandonado, Feyd —dijo el Barón.

—Estaba jugando al cheops con el maestro de esclavos —dijo Feyd-Rautha, y pensó:

¿qué es lo que ha fallado? El muchacho que le hemos mandado está obviamente muerto. Pero era perfecto para su trabajo. Ni el propio Hawat hubiera podido escogerlo mejor. ¡El muchacho era perfecto!

Así que jugabas al ajedrez pirámide —dijo el Barón—. Qué encantador. ¿Quién ha ganado?

—Esto… eh… yo, tío —y Feyd-Rautha se esforzó en contener su inquietud. El Barón hizo chasquear sus dedos.

—Nefud, ¿quieres estar de nuevo en gracia conmigo?

—Señor, ¿qué es lo que he hecho? —balbuceó Nefud.

—Ya no tiene importancia ahora —dijo el Barón— Feyd ha ganado al maestro de esclavos al cheops. ¿Lo has oído?

—Sí… Señor.

—Quiero que tomes tres hombres y vayas a ver al maestro de esclavos —dijo el Barón—. Estrangula al maestro de esclavos. Luego tráeme su cuerpo para que pueda ver si el trabajo ha sido hecho como correspondía. No podemos tener a nuestro servicio a un jugador de ajedrez tan inepto.

Feyd-Rautha palideció y avanzó un paso.

—Pero tío, yo…

—Más tarde, Feyd —dijo el Barón, agitando una mano—. Más tarde. Los dos guardias que habían sido enviados a los apartamentos del Barón para retirar el cuerpo del joven esclavo pasaron apresuradamente por la antecámara con su oscilante carga, cuyos brazos se arrastraban por el pavimento. El Barón les siguió con la mirada hasta que hubieron desaparecido.

Nefud se cuadró junto al Barón.

—¿Deseáis que mate ahora mismo al maestro de esclavos, mi Señor?

—Ahora mismo —dijo el Barón—. Y cuando hayas terminado con él, añade a esos dos que acaban de pasar. No me gusta la forma como transportaban el cuerpo. Esas cosas han de hacerse con cuidado. Quiero ver también sus cadáveres.

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