Dune (Crónicas de Dune, #1) – Frank Herbert

—Para hacer que desconfiáramos y sospecháramos de nuestras propias filas, y así debilitarnos —dijo.

—Debes hablar privadamente de ello a tu padre, y ponerle en guardia sobre este aspecto de la cuestión —dijo Jessica.

—Comprendo.

Ella se volvió hacia la gran superficie de cristal filtrante, mirando hacia el sol de Arrakis que se ponía por el sudoeste… una esfera dorada hundiéndose entre las montañas. Paul se volvió también hacia él, diciendo:

—De todos modos, no creo que sea Hawat. ¿Tal vez Yueh?

—No es ni un lugarteniente ni un compañero —dijo ella—. Y puedo asegurarte que odia a los Harkonnen tan profundamente como nosotros.

Paul dirigió su atención hacia las montañas, pensando: Y no puede ser Gurney… o Duncan. ¿Quizá uno de los subtenientes? Imposible. Todos pertenecen a familias que nos son leales desde hace generaciones… por excelentes motivos. Jessica se pasó una mano por la frente, sintiendo su propia fatiga. ¡Hay tantos peligros aquí! Miró hacia afuera, hacia el paisaje amarillo a través de los filtros, estudiándolo. Mas allá de los terrenos ducales había una llanura que albergaba un depósito de mercancías, rodeado por una alta barrera: hileras de silos de especia protegidos por numerosas torretas de vigilancia erguidas sobre largos sustentadores que les daban el aspecto de enormes arañas al acecho. Podía ver al menos veinte recintos semejantes, repletos de silos, extendiéndose hasta casi los límites de la Muralla Escudo… silos tras silos, multiplicándose a todo lo ancho de la explanada.

Lentamente, el filtrado sol se hundió tras el horizonte. Las estrellas empezaron a brillar. Una de ellas, muy baja sobre el horizonte, destaca de las demás, parpadeaba con un claro, preciso ritmo: blink-blink -blink-blink-blink-blink… Paul se movió a su lado, entre las sombras de la estancia.

Pero Jessica se concentró en aquella singular estrella luminosa, observando que estaba demasiado baja, que debía brillar en el mismo borde de la Muralla Escudo.

¡Alguien estaba haciendo señales!

Intentó descifrar el mensaje, pero era emitido en un código que desconocía. Otras luces se encendieron en la llanura bajo las montañas: pequeñas luces amarillas esparcidas en la azul oscuridad. Y otra luz a su izquierda creció en intensidad y empezó a brillar, encendiéndose y apagándose rápidamente en dirección a las montañas… muy rápidamente: ¡destello largo, parpadeo, destello!

Y se extinguió.

La falsa estrella desapareció también inmediatamente.

Señales… Jessica se sintió invadida por una premonición.

¿Por qué están utilizando luces para hacer señales a lo largo de la llanura?, se preguntó. ¿Por qué no usan la red normal de comunicaciones?

La respuesta era obvia: cualquier comunicación podía ser interceptada por los agentes del Duque Leto. Las señales luminosas significaban que aquellos mensajes habían sido intercambiados entre sus enemigos… entre agentes Harkonnen. Llamaron a la puerta detrás de ellos, y oyeron la voz del hombre de Hawat.

—Todo está a punto, señor… mi Dama. Es tiempo de conducir al joven amo hasta su padre.

CAPÍTULO XI

Se dice que el Duque Leto cerró los ojos ante los peligros de Arrakis, dejándose precipitar descuidadamente hacia el abismo. ¿Pero no sería más justo afirmar que había vivido tanto tiempo en estrecho contacto con los más graves peligros hasta el punto de no poder evaluar un cambio en su intensidad? ¿O no sería posible que se hubiera sacrificado deliberadamente a fin de asegurar a su hijo una vida mejor? Todas las evidencias señalan que el Duque no era hombre que se dejara engañar fácilmente.

De «Muad’Dib, comentarios familiares», por la Princesa Irulan.

El Duque Leto Atreides estaba apoyado en un parapeto de la torre de control, al borde del campo de aterrizaje, en las afueras de Arrakeen. La primera luna nocturna, una brillante moneda plateada, colgaba alta sobre el horizonte sur. Bajo ella, los dentados bordes de la Muralla Escudo destellaban como hielo seco entre una bruma de polvo. A su izquierda, las luces de Arrakeen resplandecían a través de esta misma bruma: amarillas… blancas… azules.

Pensó en todos los avisos con su firma colocados en todos los lugares populosos del planeta: «Nuestro Sublime Emperador Padishah me ha encargado que tome posesión de este planeta y ponga fin a toda disputa.»

El ritual formulismo del aviso le infundió una sensación de soledad. «¿Quién se dejará engañar por este pomposo legalismo? No los Fremen, ciertamente. Ni las Casas Menores que controlan el comercio de Arrakis… y que pertenecen todas ellas a los Harkonnen, hasta el último hombre.

¡Ellos han intentado arrebatar la vida de mi hijo!

Le era difícil dominar su rabia.

Distinguió las luces de un vehículo que venía de Arrakeen atravesando el campo. Esperó que fueran Paul y su escolta. El retraso comenzaba a inquietarle, aunque sabía que era producido por las precauciones tomadas por el lugarteniente de Hawat.

¡Ellos han intentado arrebatar la vida de mi hijo!

Agitó su cabeza para rechazar su rabia, y miró nuevamente al campo, en cuyo borde cinco de sus fragatas se erguían como monolíticos centinelas. Es mejor un prudente retraso que…

El lugarteniente era un buen elemento, se dijo así mismo. Un hombre digno de ser ascendido, completamente leal.

«Nuestro Sublime Emperador Padishah…»

Si la gente de aquella decadente ciudad de guarnición hubiera podido conocer la nota privada enviada por el Emperador a su «Noble Duque», y las despectivas alusiones a los velados hombres y mujeres: «…¿pero qué otra cosa se puede esperar de unos bárbaros cuyo más anhelado deseo es vivir fuera de la ordenada seguridad de las faufreluches?»

El Duque sintió en aquel momento que su más anhelado deseo hubiera sido terminar de una vez por todas con las distinciones de clase y acabar con aquel mortal orden de cosas. Levantó los ojos del polvo y miró a las inmutables estrellas, pensando: Alrededor de una de esas pequeñas lucecitas gira Caladan… pero ya nunca más volveré a ver mi hogar. La nostalgia por Caladan despertó un repentino dolor en su pecho. Sintió que no nacía de él, sino que fluía del propio Caladan. No conseguía hacerse a la idea de que aquel polvoriento desierto de Arrakis era ahora su hogar, y dudaba que lo consiguiera alguna vez.

Debo ocultar mis sentimientos, pensó. Por el bien del muchacho. Si alguna vez posee un hogar, será éste. Yo puedo pensar en Arrakis como en un infierno al cual he sido precipitado antes de morir, pero él debe inspirarse en este mundo. Debe encontrar algo en él.

Una oleada de piedad hacia sí mismo, inmediatamente despreciada y rechazada, acudió a él, y por alguna razón acudieron a su memoria dos versos de un poema de Gurney Halleck que se complacía en repetir a menudo:

«Mis pulmones respiran el aire del Tiempo Que sopla entre las flotantes arenas…»

Bien, Gurney encontraría enormes cantidades de arena flotando en aquel mundo, pensó el Duque. Las inmensas tierras centrales, más allá de aquellas montanas heladas como la luna, eran tierras desiertas… rocas desnudas, dunas y torbellinos de polvo, un territorio seco, salvaje e ine xplorado, con núcleos de Fremen esparcidos por aquí y por allá, en sus bordes y quizá incluso en su interior. Si había alguien que podía garantizar un futuro a la estirpe de los Atreides, este alguien sólo podían ser los Fremen. A condición de que los Harkonnen no hubieran conseguido contagiar incluso a los Fremen con sus venenosos planes.

¡Ellos han intentado arrebatar la vida de mi hijo!

Un ruido de metal resonó a todo lo largo de la torre, haciendo que el parapeto vibrara bajo sus brazos. Las pantallas de protección descendieron ante él, bloqueando su visión. Está llegando una nave, pensó. Es tiempo de descender y trabajar. Se volvió hacia la escalera y bajó hasta la gran sala de reuniones, intentando recuperar su calma mientras descendía y componer su expresión para el inminente encuentro.

¡Ellos han intentado arrebatar la vida de mi hijo!

Los hombres venían excitadísimos, procedentes del campo, cuando él entraba en el gran domo amarillo que formaba la habitación. Llevaban sus sacos espaciales sobre sus hombros, cuchicheando y gritando como estudiantes al regreso de sus vacaciones.

—¡Hey! ¿Notas eso bajo tus botas? ¡Chico, es gravedad!

—¿Cuantas G hay aquí? Uno se nota pesado.

—Nueve décimas de una G, según el libro.

El entrecruzarse de las palabras formaba como una trama por toda la gran sala.

—¿Has echado una ojeada a este agujero mientras llegábamos? ¿Dónde están todas las chucherías que se suponía había por aquí?

—¡Los Harkonnen se las deben haber llevado todas!

—¡Para mi una buena ducha caliente y una cama blanda!

—¿Has oído al estúpido? Aquí no hay duchas. ¡Aquí uno se lava el culo con arena!

—¡Hey! ¡Callaos! ¡El Duque!

El Duque bajó el último peldaño y avanzó por la sala repentinamente silenciosa. Gurney Halleck acudió a su encuentro a grandes pasos, a la cabeza del grupo, con el saco en un hombro, empuñando el baliset de nueve cuerdas con la otra mano. Tenía unas manos con dedos largos y pulgares gruesos, que sabían arrancar delicadas melodías del baliset.

El Duque observó a Halleck, admirando a aquel hombre tosco cuyos ojos brillaban como cristales con una salvaje decisión. Era un hombre que vivía fuera de las faufreluches, sin obedecer al menor de sus preceptos. ¿Cómo lo había llamado Paul?

Gurney, el valeroso.

Los rubios cabellos de Halleck cubrían su cráneo a mechones. Su ancha boca tenía un constante rictus de satisfacción, y la cicatriz de estigma en su mandíbula se agitaba como animada por una vida propia. Su aire era casual, pero en él se adivinaba al hombre integro y capaz. Se acercó al Duque y se inclinó.

—Gurney —dijo Leto.

—Mi Señor —señaló con el baliset a los hombres que llenaban la sala—, estos son los últimos. Yo personalmente hubiera preferido llegar con las primeras olas, pero…

—Quedan todavía algunos Harkonnen para ti —dijo el Duque—. Ven conmigo, Gurney, tengo algo que decirte.

—Vos me mandáis, mi Señor.

Se retiraron a un rincón, no lejos de un distribuidor de agua a monedas, mientras los hombres iban de un lado a otro de la gran sala en todas direcciones. Halleck dejó caer su saco a un lado, pero no soltó el baliset.

—¿Cuantos hombres puedes proporcionarle a Hawat? —preguntó el Duque.

—¿Se encuentra Thufir con problemas, Señor?

—Sólo ha perdido dos agentes, pero los hombres que ha enviado como avanzadilla nos han proporcionado informes muy precisos acerca de los dispositivos Harkonnen en este planeta. Si nos movemos rápidamente conseguiremos una mayor seguridad, el respiro que necesitamos. Hawat necesita de cuantos hombres puedas proporcionarle… hombres que no duden en manejar el cuchillo si es necesario.

—Puedo proporcionarle trescientos de los mejores —dijo Halleck—. ¿Dónde debo enviárselos?

—A la puerta principal. Hawat tiene allí un agente esperándolos.

—¿Debo ocuparme de ello inmediatamente, Señor?

—Dentro de un momento. Tenemos otro problema. El comandante del campo bloqueará la partida del trasbordador hasta el alba con algún pretexto. El gran crucero de la Cofradía que nos trajo hasta aquí se ha ido ya, y este transbordador tiene que entrar en contacto con un transporte que espera una carga de especia.

—¿Nuestra especia, mi Señor?

—Nuestra especia. Pero la nave llevará también a algunos de los cazadores de especia del antiguo régimen. Han optado por irse tras el cambio de feudo, y el Arbitro del Cambio lo ha permitido. Son trabajadores valiosos, Gurney, cerca de ochocientos de ellos. Antes de que el transbordador parta, tenemos que persuadir a algunos para que se enrolen con nosotros.

—¿Hasta qué punto debemos presionar la persuasión, Señor?

—Quiero que cooperen voluntariamente, Gurney. Esos hombres tienen la experiencia y la habilidad que necesitamos. El hecho de que quieran irse sugiere que no forman parte de las maquinaciones de los Harkonnen. Hawat piensa que puede haber alguno de ellos infiltrado en el grupo, pero Hawat ve asesinos en cada sombra.

—En su tiempo, Thufir descubrió algunas sombras particularmente pobladas, mi Señor.

—Y hay algunas otras que no ha visto. Pero creo que implantar agentes invisibles en esa multitud que se marcha hubiera sido una prueba insólita de imaginación por parte de los Harkonnen.

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