Dune (Crónicas de Dune, #1) – Frank Herbert

Feyd-Rautha se volvió, haciendo frente a la gran puerta roja por la cual tenía que surgir el gladiador.

El gladiador especial.

El plan escogido por Thufir Hawat era admirable: simple y directo, pensó Feyd-Rautha. El esclavo no estaría drogado… y este era el peligro. Pero una palabra clave había sido impresa en el inconsciente del hombre, para bloquearlo en el instante crucial. FeydRautha repitió varias veces la palabra vital en su mente, murmurándola en silencio:

«¡Canalla!». A los ojos de los espectadores, todo ocurriría como si alguien hubiera conseguido introducir en la arena un esclavo no drogado para matar al na-Barón. Y las pruebas cuidadosamente preparadas señalarían como único culpable al maestro de esclavos.

Un sordo ronroneo se elevó de los servomotores de la gran puerta roja, que comenzó a abrirse.

Feyd-Rautha concentró toda su atención en la puerta. El primer momento era el más crítico. En el preciso instante en que aparecía el gladiador, un ojo adiestrado podía captar todo lo que necesitaba saber. Se suponía que todos los gladiadores se hallaban bajo la influencia de la elacca, prestos para morir en el combate… pero había que observar la forma en que blandían el cuchillo y montaban su guardia para saber si eran conscientes o no de la multitud. Una simple inclinación de su cabeza podía proporcionar un importante indicio para una finta o un contraataque.

La puerta roja se abrió sonoramente.

Un hombre surgió de ella a paso de carga, alto y musculoso, con el cráneo afeitado y los ojos parecidos a oscuros pozos. Su piel era del color rojo zanahoria que confería la elacca, pero Feyd-Rautha sabía que estaba pintada. El esclavo llevaba unas mallas verdes y el cinturón rojo de un semiescudo: la flecha del cinturón estaba inclinada hacia la izquierda, indicando que sólo el lado izquierdo del esclavo estaba protegido por el escudo. Empuñaba su cuchillo como si fuera una espada, ligeramente apuntado hacia adelante, como un combatiente experimentado. Avanzó lentamente por la arena, presentando su lado protegido por el escudo a Feyd-Rautha y al grupo reunido junto a la puerta de prudencia.

—No me gusta su aspecto —dijo uno de los picadores de Feyd-Rautha—. ¿Estáis seguro de que está drogado, mi Señor?

—Tiene el color —dijo Feyd-Rautha.

—Pero está en posición de combate —dijo otro ayudante.

Feyd-Rautha avanzó un par de pasos en la arena, estudiando a su esclavo.

—¿Qué se ha hecho en el brazo? —dijo uno de los distractores. Feyd-Rautha miró atentamente la sangrienta marca en el antebrazo izquierdo del hombre y luego siguió la dirección de la mano que le señalaba un dibujo que el hombre se había trazado con sangre en el lado izquierdo de sus mallas verdes: el perfil estilizado, todavía húmedo, de un halcón.

¡Un halcón!

Feyd-Rautha miró directamente a sus tenebrosos ojos, captando un brillo de excitación.

¡Es uno de los soldados del Duque Leto que capturamos en Arrakis!, pensó. ¡No es un simple gladiador! Se estremeció de pies a cabeza, preguntándose angustiado si Hawat no tendría en realidad otro plan para la arena… un truco dentro de otro truco. ¡Y aunque fuera así, sólo el maestro de esclavos aparecería como único culpable!

El jefe de manipuladores de Feyd-Rautha se inclinó a su oído.

—No me gusta el aspecto de ese hombre, mi Señor —dijo—. Dejad que le plante una o dos picas en el brazo que sostiene el cuchillo para asegurarnos.

—Plantaré yo mismo las picas —dijo Feyd-Rautha. Tomó un par de largas astas rematadas en garfios y las levantó, sopesándolas, comprobando su equilibrio. Aquellas picas estaban supuestamente drogadas… pero no en aquella ocasión, y aquello podía costar la vida al jefe de manipuladores. Pero todo formaba parte del plan.

«Saldréis de este duelo como un héroe», le había dicho Hawat. «Habréis muerto a vuestro gladiador en un combate de hombre a hombre, a pesar de la traición. El maestro de esclavos será ejecutado, y vuestro hombre tomará su lugar.»

Feyd-Rautha avanzó otros cinco pasos en la arena, representando el momento, estudiando al esclavo. Sabía que los expertos en las tribunas sobre la arena habían visto ya que algo no iba bien. El gladiador tenía la piel del color correcto para un drogado, pero permanecía inmóvil y no temblaba. Los aficionados habrían susurrado ya entre ellos «¿Veis como está en guardia? Tendría que agitarse… atacar o huir. ¿Veis cómo conserva sus fuerzas, cómo espera? No debería esperar.»

Feyd-Rautha sintió crecer su propia excitación. Puede que haya traición en la mente de Hawat, pensó. Pero pese a todo puedo vencer a este esclavo. Y es en mi cuchillo largo donde se encuentra el veneno en esta ocasión, no en el corto. Ni siquiera Hawat sabe esto.

—¡Hai, Harkonnen! —gritó el esclavo—. ¿Estás preparado para morir?

Un silencio mortal se apoderó de la arena. ¡Los esclavos nunca lanzan su desafío!

Ahora, Feyd-Rautha podía ver claramente los ojos del gladiador, la fría ferocidad de la desesperación que se a lbergaba en ellos.

Notó el modo como el hombre permanecía de pie, relajado y atento, con los músculos preparados para la victoria. El correo secreto de los esclavos había pasado el mensaje de Hawat de uno en uno hasta alcanzar su destino: «Tendrás una auté ntica posibilidad de matar al na-Barón.» Hasta ahora, el plan funcionaba a la perfección. Una furtiva sonrisa cruzó la boca de Feyd-Rautha. Alzó las picas, viendo el éxito de sus planes en la forma en que el gladiador permanecía de pie.

—¡Hai! ¡Hai! —desafió el esclavo, y dio dos pasos hacia adelante. Ahora ya nadie del público puede equivocarse, pensó Feyd-Rautha. Su esclavo tenía que haber estado casi paralizado por el terror inducido por la droga. Cada uno de sus movimientos tenía que haber revelado su convicción de que no había ninguna vía de salvación para él… que de ninguna manera podía vencer. Su cerebro tenía que haberse contorsionado por el recuerdo de las historias acerca de los venenos que el na-Barón escogía para el puñal del guante blanco. El na-Barón no concedía nunca una muerte rápida; se deleitaba exhibiendo extraños venenos, podía permanecer en la arena explicando los más interesantes efectos colaterales sobre las victimas que se contorsionaban a su lado. Había miedo en el esclavo, sí… pero no terror. Feyd-Rautha levantó muy alto las picas e inclinó la cabeza, casi como en una invitación.

El gladiador atacó.

Sus fintas y sus paradas eran las mejores que Feyd -Rautha había visto en su vida. Un golpe lateral estuvo a punto, por fracciones de segundo, de cortar los tendones de la pierna izquierda del na-Barón.

Feyd-Rautha saltó hacia atrás, dejando una pica clavada en el brazo derecho del esclavo, con los garfios completamente hundidos en la carne, de modo que el hombre no podía arrancarlos sin seccionarse los tendones.

Un concierto de sofocados gritos se alzó de los graderíos.

Feyd-Rautha se sintió invadido por la exaltación.

Sabía lo que estaba experimentando su tío en aquel instante, sentado allá con los Fenring, los observadores de la Corte Imperial, a su lado. No podía haber ninguna interferencia en aquel combate. Las formas debían ser conservadas ante tales testigos. Y el Barón sólo podía interpretar de un modo los acontecimientos de la arena: una amenaza contra su persona.

El esclavo retrocedió, manteniendo el cuchillo entre sus dientes y sujetándose la pica a lo largo de su brazo con ayuda de la banderola.

—¡No siento tu aguja! —gritó. Empuñó de nuevo el cuchillo y avanzó, el arma levantada, ofreciendo su lado izquierdo, el cuerpo doblado hacia atrás para aprovechar al máximo la protección del semiescudo.

Esta acción tampoco escapó a las gradas. Se alzaron agudos gritos de las tribunas familiares. Los manipuladores de Feyd-Rautha le llamaron, preguntándole si necesitaba su ayuda.

Les intimó bruscamente a que retrocedieran hacia la puerta de prudencia. Voy a darles un espectáculo que nunca antes habrán visto, pensó Feyd-Rautha. Nada de una matanza bien organizada cuyo estilo puedan admirar sentados tranquilamente en sus sillones. Será algo que va a agarrar sus tripas y retorcérselas. Cuando sea Barón todos recordarán este día, y a causa de él tendrán miedo de mí. Feyd-Rautha retrocedió lentamente, mientras el gladiador avanzaba agazapado como un cangrejo. La arena rechinaba bajo sus pies. Oyó la respiración del esclavo, el acre olor de su propia transpiración, y un vago perfume de sangre en el aire. Continuó retrocediendo, mientras se desviaba hacia la derecha y preparaba su segunda pica. El esclavo se preparó para saltar. Feyd-Rautha pareció tropezar, se oyó un griterío en las gradas.

Una vez más, el esclavo atacó.

¡Dios, qué adversario!, pensó Feyd-Rautha, esquivando el fulmíneo ataque. Tan sólo la rapidez de su juventud le había salvado, pero había dejado la segunda pica plantada en el músculo deltoide derecho del esclavo.

Frenéticos aplausos llovieron de las gradas.

Ahora me aclaman, pensó Feyd-Rautha. Oyó el salvajismo en sus gritos, tal como Hawat había dicho que ocurriría. Nunca habían aplaudido así a un campeón familiar. Recordó con una pizca de orgullo lo que le había dicho Hawat: «Luego les resultará más fácil ser aterrorizados por un enemigo al que admiran.»

Rápidamente, Feyd-Rautha se batió en retirada hacia el centro de la arena, donde todos le podrían ver claramente. Desenvainó el arma larga, se replegó sobre sí mismo y esperó el avance del esclavo.

El hombre se detuvo tan sólo el tiempo de liar su segunda pica al brazo, y cargó. Que la familia me vea bien, pensó Feyd-Rautha. Yo soy su enemigo: que piensen siempre en mí tal como me ve n ahora.

Desenvainó su arma corta.

—No te temo, cerdo Harkonnen —dijo el gladiador—. Tus torturas no pueden alcanzar a un muerto. Puedo matarme con mi propia hoja antes de que tus manipuladores consigan siquiera rozar mi piel. ¡Y tú estarás muerto a mi lado!

Feyd-Rautha sonrió, apuntando con su arma larga, la que tenía el veneno.

—Prueba esto —dijo, y fintó con el arma corta en su otra mano. El esclavo hizo saltar su cuchillo de mano, se volvió, parando y fintando para apoderarse del arma corta del na-Barón… la del guante blanco que, según la tradición, llevaba el veneno.

—Te mataré, Harkonnen —gruñó el gladiador.

Se precipitaron el uno contra el otro a través de la arena. Cuando el escudo de FeydRautha entró en contacto con el semiescudo del esclavo, un crepitar azul señaló el punto de fricción. El aire a su alrededor se impregnó del ozono de los escudos.

—¡Muere por tu propio veneno! —rugió el esclavo.

Aferró la muñeca enguantada de blanco, girándola violentamente hacia dentro.

¡Que todos vean esto!, pensó Feyd-Rautha. Golpeó hacia abajo con la hoja larga, que se clavó vanamente contra la pica sujeta al brazo del esclavo. Feyd-Rautha sintió un instante de desesperación. Nunca había pensado que sus picas pudieran representar una defensa para el esclavo. Pero en realidad eran como otro escudo para el hombre. ¡Y aquel gladiador era fuerte! La hoja corta se acercaba inexorablemente, y Feyd -Rautha se dio cuenta de pronto de que un hombre podía morir también a causa de una hoja no envenenada.

—¡Canalla! —jadeó Feyd-Rautha.

A la palabra clave, los músculos del gladiador se relajaron por un breve instante. Fue suficiente para Feyd-Rautha. Abrió entre ellos el espacio suficiente para el arma larga. Su punta envenenada trazó un surco rojo en el pecho del esclavo. La agonía del veneno fue instantánea. El hombre se apartó de él y retrocedió, vacilante. Ahora, que mi querida familia observe, pensó Feyd-Rautha. Que todos crean que este esclavo ha estado a punto de volver contra mi el arma envenenada. Que se pregunten cómo un gladiador ha podido entrar en la arena preparado y dispuesto para una tal tentativa. Y que nunca sepan con certeza cuál de mis manos lleva el veneno. Feyd-Rautha se inmovilizó en silencio, observando los torpes movimientos del esclavo. El hombre avanzaba con una consciente vacilación. Todos podían leer claramente en su rostro. La muerte estaba escrita en él. El esclavo sabía lo que le había ocurrido y cómo le había ocurrido. El arma larga era la que llevaba el veneno.

—¡Tú! —gimió el hombre.

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