Dune (Crónicas de Dune, #1) – Frank Herbert

—¿Y qué ha dicho mi madre al respecto?

—Ha recitado la ley y ha despedido a las mujeres, confusas. Ha dicho: «Si Alia es fuente de problemas, eso es culpa de la autoridad que no ha sabido prever e impedir estos problemas.» Y ha intentado explicarles cómo el cambio había actuado sobre Alia, en su seno. Pero las mujeres estaban furiosas porque se sentían confusas, y se han ido murmurando.

Tendremos problemas por causa de Alia, pensó Paul.

Un soplo cristalino de arena le rozó el rostro, trayéndole el olor de la masa de preespecia.

—El-Sayal —dijo—, la lluvia de arena que trae el amanecer. Su mirada recorrió la gris luminosidad del desierto, aquel paisaje que superaba toda desolación, aquella arena que era la eterna imagen de una forma recreada en sí misma. Secos relámpagos surgieron de una zona oscura, hacia el sur… la señal de que una tormenta habla alcanzado el límite de su carga estática. El prolongado retumbar del trueno llegó como una secuela poco después.

—La voz que beatifica la tierra —dijo Paul.

Otros de sus hombres estaban saliendo de las tiendas. Los centinelas regresaban de los extremos del campamento. Todos a su alrededor se movían lentamente, siguiendo una antigua rutina que no necesitaba ninguna orden.

—Da el menor número de órdenes posible —le había dicho su padre hacía tiempo… mucho tiempo—. Una vez hayas dado una orden con respecto a algo determinado, siempre tendrás que seguir dando órdenes sobre lo mismo.

Los Fremen conocían esta regla instintivamente.

El maestro de agua del grupo entonó el canto de la mañana, añadiendo las palabras rituales para la iniciación de un nuevo caballero de la arena.

—El mundo es un cadáver —salmodió, y su voz resonó entre las dunas—. ¿Quién puede hacer retroceder el Ángel de la Muerte? Lo q ue Shai-hulud ha decidido, así será. Paul escuchó, reconociendo las mismas palabras con las que se iniciaba el canto de la muerte de sus Fedaykin, las palabras que entonaban cuando se lanzaban al combate.

¿Habrá aquí un nuevo túmulo de rocas, hoy, para celebrar la partida de otra alma?, se preguntó. ¿Acaso los Fremen se detendrán aquí en el futuro, añadiendo otra piedra y pensando en Muad’Dib, que murió en este lugar?

Sabía que esta era una de las alternativas posibles, un hecho a lo largo de las líneas que irradiaban hacia el futuro a partir de aquella posición en el espacio-tiempo. La imperfecta visión le atormentaba. Cuanto más se oponía a su terrible finalidad y luchaba contra el advenimiento del jihad, más se aceleraba el torbellino en un río precipitándose en un abismo… un vórtice de violencia donde todo era niebla y nubes.

—Stilgar se acerca —dijo Chani—. Debo separarme de ti, amor mío. Ahora debo ser la Sayyadina y observar el rito para que sea transcrito con toda su verdad en las Crónicas.

—Le miró y, por un momento, se sintió débil, antes de obligarse a recuperar su control—. Cuando todo esto haya terminado, te prepararé tu comida con mis propias manos —dijo. Se alejó.

Stilgar avanzó a través de la pulverulenta arena, levantando nubecillas a cada paso. Sus oscuros ojos estaban fijos en Paul, con una indomable mirada. La barba negra que afloraba bajo la máscara de su destiltraje, las rugosas mejillas, todo parecía esculpido en alguna clase de roca por el viento.

Llevaba, sujetándolo por el asta, el estandarte de Paul, el estandarte verde y negro con un tubo de agua en el asta… algo que ya era legendario en el lugar. Paul pensó: No puedo hacer la más simple de las cosas sin que se convierta en una leyenda. Ya habrán notado la forma como he despedido a Chani, como he acogido a Stilgar… cada movimiento que haga en el día de hoy. Tanto si muero como si vivo, será una leyenda. No debo morir. Porque entonces sólo quedaría la leyenda, y nada podría detener el jihad. Stilgar clavó el asta del estandarte en la arena, al lado de Paul, y dejó caer sus manos a sus costados. Sus ojos totalmente azules siguieron mirándole sin parpadear. Y Paul pensó que también sus propios ojos estaban empezando a asumir aquella máscara de color de la especia.

—Nos han negado el Hajj —dijo Stilgar, con la solemnidad ritual. Y Paul respondió, tal como le había enseñado Chani:

—¿Quién puede negar a un Fremen el derecho a caminar o cabalgar donde él quiera?

—Yo soy un Naib —dijo Stilgar—, nadie podrá tomarme vivo. Soy un pie del trípode de la muerte que destruirá a nuestros enemigos.

El silencio cayó sobre ellos.

Paul echó una ojeada a los otros Fremen, inmóviles sobre la arena, más allá de Stilgar, inmersos en su personal plegaria. Y pensó que los Fremen eran un pueblo cuya vida consistía en matar, todo un pueblo que había vivido siempre en la rabia y en el dolor, sin pensar nunca que pudiera existir otra cosa… excepto el sueño que les había dado LietKynes antes de morir.

—¿Dónde está el Señor que nos ha conducido a través de los desiertos y de los abismos? —preguntó Stilgar.

—Está siempre con nosotros —entonaron los Fremen.

Stilgar se irguió, avanzó hacia Paul y bajó su voz.

—Ahora, recuerda todo lo que te he dicho. Debes actuar simple y directamente… sin ninguna fantasía. Toda nuestra gente cabalga a los hacedores a la edad de doce años. Tú tienes seis años más, y no has nacido para esta vida. No tienes que impresionar a nadie con tu valor. Sabemos que eres valeroso. Tan sólo debes llamar al hacedor y cabalgarlo.

—Lo recordaré —dijo Paul.

—Cuento con ello. No deseo que la vergüenza caiga sobre tu maestro. Stilgar extrajo una varilla de plástico de aproximadamente un metro de largo de entre sus ropas. Estaba aguzada por un extremo, y el otro tenía un mecanismo a resorte.

—He preparado yo mismo este martilleador. Es bueno. Tómalo.

Paul sintió en su mano la superficie lisa y elástica del plástico y aceptó el martilleador.

—Shishakli tiene tus garfios de doma —dijo Stilgar—. Te los dará apenas estés en aquella duna, allá —señaló a su derecha—. Llama a un hacedor grande, Usul. Muéstranos el camino.

Paul notó el tono de la voz de Stilgar… ritual y a medias preocupada por la suerte de un amigo.

En aquel instante, el sol pareció saltar sobre el horizonte. El cielo adquirió el tinte gris plateado que anunciaba un día de extremado calor y sequedad incluso para Arrakis.

—He aquí el día ardiente —dijo Stilgar, y ahora su voz era enteramente ritual—. Ve, Usul, y cabalga al hacedor, cruza la arena como un conductor de hombres. Paul saludó a su estandarte, observando cómo la tela verde y negra colgaba inerte al cesar el viento del alba. Se volvió hacia la duna que había señalado Stilgar… un montículo de arena cuya cresta formaba una S. La mayor parte de los Fremen se alejaban ya en dirección opuesta, cruzando la otra duna que había albergado su campamento. Una figura embozada permanecía en el sendero de Paul: Shishakli, un jefe de grupo de los Fedaykin, con sólo sus ojos visibles entre la capucha del destiltraje y la máscara. Al acercarse Paul, le presentó dos delgadas varillas, parecidas a látigos. Tenían casi un metro y medio de largo, y en un extremo iban provistas de relucientes garfios de plastiacero, mientras que el otro presentaba un mango profundamente raspado para facilitar la presa.

Paul las aceptó con la mano izquierda, como requería el ritual.

—Estos son mis garfios —dijo Shishakli con voz ronca—. Nunca han fallado. Paul asintió, manteniendo el requerido silencio, rebasó al hombre y ascendió la vertiente de la duna. En la cresta, miró hacia atrás y vio al grupo dispersándose como un enjambre de insectos, con sus ropas flotando. Ahora estaba solo en la cima de la duna, con únicamente el horizonte ante él. Era una buena duna la que había elegido Stilgar, lo suficientemente alta como para permitirle dominar a todas sus compañeras. Deteniéndose, Paul plantó profundamente el martilleador en la cara de la duna vuelta hacia el viento, donde la arena era más compacta y permitía la máxima transmisión del sonido. Después dudó, repasando mentalmente las lecciones y los imperativos de vida y muerte que debía afrontar.

Apenas presionara el pestillo, el martilleador comenzaría a batir su reclamo. En las profundidades de la arena, un gigantesco gusano —un hacedor— lo oiría y acudiría a la llamada del sonido. Paul sabía que con las varillas con garfios en su extremo podría saltar al curvado lomo del gran hacedor. Mientras mantuviera el borde de un anillo del gusano abierto con los garfios, exponiendo a la abrasión de la arena los sensibles estratos internos, el hacedor no se hundiría de nuevo en el desierto. De hecho, antes al contrario levantaría su gigantesco cuerpo lo más alto posible, arqueándolo en su intento de alejar al máximo de la superficie del desierto el segmento abierto. Soy un caballero de la arena, se dijo Paul.

Miró los garfios de doma en su mano izquierda, pensando en que sólo tendría que irlos cambiando a lo largo de la curva del inmenso costado del hacedor para que la criatura contrajese el cuerpo y se curvara hacia el lado requerido, guiándolo así hacia donde quisiera. Había visto ya hacerlo. Había realizado cortos trayectos de entrenamiento a lomos de un gusano. El gusano capturado podía ser cabalgado hasta que se detenía exhausto entre las dunas, y entonces era preciso llamar a un nuevo hacedor. Una vez hubiera superado aquella prueba, Paul sabía que estaría cualificado para realizar el viaje de veinte martilleadores hasta las tierras del sur… para permanecer un tiempo y descansar entre los palmerales y los nuevos sietch donde habían sido conducidos las mujeres y los niños escapando del pogrom.

Levantó la cabeza y miró al sur, recordando que el hacedor que iba a surgir era un factor desconocido, y que igualmente el que lo llamaba era nuevo en aquella prueba.

—Debes calcular con cuidado su aproximación —le había explicado Stilgar—. Debe estar lo suficientemente cerca como para poder saltar a su lomo cuando pase a tu lado, y lo suficientemente lejos como para evitar que te engulla.

Con una brusca decisión, Paul soltó el pestillo del martilleador. El péndulo empezó a girar y a golpear la arena con su reclamo: «Bum… bum… bum. . . »

Se irguió, escrutando el horizonte, recordando las palabras de Stilgar:

—Examina atentamente su línea de aproximación. Recuérdalo, un gusano muy raramente se acerca a un martilleador sin hacerse ver. De todos modos, escucha. Quizá puedas oírlo antes incluso que verlo.

Y las palabras de Chani, susurradas en el corazón de la noche, recomendándole prudencia en mitad de su miedo, volvieron a su mente:

—Cuando te halles en el sendero de un hacedor, debes permanecer inmóvil y silencioso. Debes ser y pensar como un puñado de arena. Ocúltate en tus ropas y conviértete en una pequeña duna en lo más profundo de ti mismo. Lentamente, Paul exploró el horizonte, escuchando, buscando los signos que le habían sido indicados.

Surgió del sudeste: un silbido lejano, un susurro de la arena. Luego distinguió el perfil de la criatura que avanzaba contra la luz del alba, y se dio cuenta de que nunca había visto un gusano tan grande, nunca había oído hablar de uno de este tamaño. Tendría casi tres kilómetros de largo, y la ola de arena que levantaba su cabeza parecía como el acercarse de una montaña.

Esto es algo que nunca he visto, ni en mis visiones ni en mi vida, se dijo Paul. Se apresuró hacia adelante, hacia el camino de la cosa que se acercaba, enteramente absorbido por los imperativos de aquel momento.

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