Dune (Crónicas de Dune, #1) – Frank Herbert

En el silencio que siguió oyeron la voz de Kynes.

—Bienaventurado el Hacedor y Su agua —murmuraba Kynes—. Bienaventurada Su llegada y Su partida. Pueda Su paso purificar el mundo. Pueda El conservar el mundo para Su pueblo.

—¿Qué estáis diciendo? —preguntó el Duque.

Pero Kynes permaneció en silencio.

Paul observó a los hombres apretados a su alrededor. Miraban aterrados la nuca de Kynes. Uno de ellos susurró:

—Liet.

Kynes se volvió, ceñudo. El hombre intentó esconderse, confuso. Otro de los rescatados empezó a toser… una tos seca y áspera. Luego gruñó:

—¡Maldito sea ese agujero infernal!

—Cállate, Coss —dijo el hombre alto, el último en salir del tractor—. No haces más que empeorar tu tos. —Se abrió paso en el grupo hasta que estuvo cerca del Duque y pudo mirarle directamente a su nuca—. Vos sois el Duque Leto, supongo —dijo—. Es a vos a quien debemos dar las gracias por salvar nuestras vidas. Antes de vuestra llegada estábamos perdidos.

—Silencio, hombre, y deja al Duque pilotar su máquina —murmuró Halleck. Paul observó a Halleck. También él había visto los músculos contraídos en el rostro de su padre. Uno debía actuar con cautela cuando el Duque estaba furioso. Leto hizo salir al tóptero de su trayectoria circular, deteniéndola sobre la vertical para examinar mejor algo que se movía en la arena. El gusano se había retirado a las profundidades y ahora, cerca del lugar donde hasta hacía unos instantes se había hallado el tractor, podían verse dos figuras moviéndose hacia el norte, alejándose de la depresión arenosa. Parecían deslizarse por la superficie, levantando apenas algunos granos de arena.

—¿Quiénes son esos dos de ahí abajo? —barbotó el Duque.

—Dos tipos que se unieron a nosotros para ver, Señor —dijo el alto hombre de las dunas.

—¿Por qué nadie me dijo nada acerca de ellos?

—Fueron ellos quienes quisieron correr ese riesgo, Señor —dijo el hombre de las dunas.

—Mi Señor —dijo Kynes—, esos hombres saben que puede hacerse bien poco por los hombres atrapados por el desierto en el territorio de un gusano.

—¡Enviaremos un aparato de la base a buscarlos! —cortó el Duque.

—Como queráis, mi Señor —dijo Kynes—. Pero, cuando llegue, probablemente ya no haya nada que salvar.

—Lo enviaremos de todos modos —dijo el Duque.

—Estaban en el mismo lugar donde ha surgido el gusano —dijo Paul—. ¿Cómo han conseguido escapar?

—Las paredes del orificio son curvadas, y eso hace que las distancias sean engañosas —dijo Kynes.

—Estamos malgastando carburante, Señor —aventuró Halleck.

—Me he dado cuenta, Gurney.

El Duque hizo girar el aparato en redondo hacia la Muralla Escudo. La escolta descendió de sus posiciones de observación y formó a sus flancos. Paul reflexionó acerca de lo que habían dicho el hombre de las dunas y Kynes. Había percibido las verdades a medias, las mentiras completas. Los hombres en la arena, allá abajo, habían huido con una seguridad tal, moviéndose de un modo tan obviamente calculado, que era evidente que conocían el modo de no atraer de nuevo al gusano fuera de sus profundidades.

¡Fremen!, pensó Paul. ¿Quién más podía moverse por la arena con tanta seguridad?

¿Quién más no se hubiera sentido presa de nuestro mismo terror… sabiendo que ellos no estaban en peligro? ¡Ellos saben cómo vivir aquí! ¡Ellos saben cómo escapar al gusano!

—¿Qué hacían esos Fremen en el tractor? —preguntó Paul.

Kynes se volvió bruscamente.

El alto hombre de las dunas dirigió la mirada de sus grandes ojos hacia Paul… azul sobre azul.

—¿Quién es ese muchacho? —preguntó.

Halleck se interpuso entre el hombre y Paul.

—Es Paul Atreides, el heredero ducal —dijo.

—¿Por qué dice que había Fremen en nuestra máquina? —preguntó el hombre.

—Corresponden a la descripción —dijo Paul.

Kynes se relajó.

—¡No se puede identificar a un Fremen con una sola ojeada! —dijo. Miró al hombre de las dunas—. Tú, ¿quiénes eran esos hombres?

—Amigos de uno de los otros —dijo el hombre de las dunas—. Amigos de un poblado que querían ver las arenas de la especia.

Kynes se volvió.

—¡Fremen!

Pero recordó las palabras de la leyenda: «El Lisan al-Gaib sabrá ver a través de cualquier subterfugio.»

—Seguramente ya habrán muerto ahora, joven Señor —dijo el hombre de las dunas—. No tendríamos que hablar mal de ellos.

Pero Paul seguía percibiendo la mentira en sus voces, y la amenaza que había hecho que Halleck se situara a su lado para protegerle.

—Es un lugar terrible para morir —dijo Paul secamente.

—Cuando Dios ordena a una criatura que muera en un lugar determinado —dijo Kynes sin volverse—, hace de modo que Su voluntad conduzca a la criatura hasta ese lugar. Leto se volvió y dirigió una dura mirada a Kynes.

Y Kynes, devolviéndole la mirada, se sintió de pronto profundamente turbado por algo que no había previsto: Este Duque se sentía mucho más preocupado por los hombres que por la especia. Ha arriesgado su propia vida y la de su hijo para salvarlos. Ha comentado la pérdida del tractor y toda la especia con un simple gesto. Pero la amenaza que pesaba sobre la vida de esos hombres le ha encolerizado. Un líder como él podría asegurarse una fanática lealtad. Sería difícil de abatir.

Contra su voluntad y contra sus anteriores juicios, Kynes tuvo que admitir para sí mismo: Me gusta este Duque.

CAPÍTULO XVI

La grandeza es una experiencia transitoria. Nunca es consistente. Dependen en parte de la imaginación humana creadora de mitos. La persona que experimenta la grandeza debe percibir el mito que la circunda. Debe reflexionar que es proyectado sobre él. Y debe mostrarse fuertemente inclinado a la ironía. Esto le impedirá creer en su propia pretensión. La ironía le permitirá actuar independientemente de ella misma. Sin esta cualidad, incluso una grandeza ocasional puede destruir a un hombre.

De «Frases escogidas de Muad’Dib», por la Princesa Irulan.

En el comedor de la gran casa de Arrakeen, las lámparas a suspensor estaban encendidas para combatir la creciente oscuridad. Su amarillenta claridad iluminaba la negra cabeza de toro de ensangrentados cuernos, y se reflejaba en el oscuro retrato al óleo del Viejo Duque.

Bajo los talismanes parecía brillar con los reflejos de la platería de los Atreides, dispuesta en perfecto orden a lo largo de la enorme mesa… pequeños archipiélagos de vajilla junto a las copas de cristal, ante las sillas de madera tallada. El clásico candelabro central estaba apagado, y su cadena se perdía en las sombras del techo, donde estaba disimulado el mecanismo del detector de venenos.

Haciendo una pausa en el umbral para inspeccionar la disposición de la mesa, el Duque pensó en el detector de venenos y lo que significaba en su sociedad. Todo según la norma, pensó. Se nos puede definir por nuestro lenguaje… por las precisas y delicadas definiciones que empleamos para los distintos medios de suministrar una traidora muerte. ¿Quizá alguien va a emplear el chaumurky esta noche… el veneno de la bebida? ¿O tal vez el chaumas… el veneno de la comida?

Agitó la cabeza.

Frente a cada silla, a todo lo largo de la mesa, había una jarra llena de agua. Había bastante agua en aquella mesa, estimó el Duque, como para permitir a una familia pobre de Arrakeen vivir más de un año.

Flanqueando la puerta había dos grandes cuencos de esmalte verde. Cada cuenco tenía al lado un perchero con toallas. La costumbre, le había explicado el ama de llaves, quería que cada invitado, al entrar, sumergiera ceremoniosamente sus manos en uno de los cuencos, derramando parte del agua por el suelo, se las secara luego en una de las toallas, y arrojara después ésta al cada vez mayor charco de agua del pavimento. Después de la comida, los mendigos reunidos fuera podían recoger el agua retorciendo las toallas.

Típico de un feudo Harkonnen, pensó el Duque. Todas las degradaciones que la mente pueda concebir. Inspiró profundamente, sintiendo que la ira retorcía su estómago.

—¡Esa costumbre termina aquí! —murmuró.

Vio a una de las sirvientas, una de las viejas y rugosas mujeres que el ama de llaves había recomendado, dirigiéndose hacia la puerta de la cocina ante él. El Duque le hizo una seña con la mano. Ella salió de las sombras y dio la vuelta a la mesa para acercarse, y pudo observar su reseco rostro parecido a cuero y los ojos azules sobre azul.

—¿Desea mi Señor? —mantenía la cabeza baja, con los ojos semicerrados. Hizo un gesto:

—Haz desaparecer estos cuencos y estas toallas.

—Pero… Noble Nacido… —levantó la cabeza y le miró, con la boca abierta.

—¡Conozco la costumbre! —gritó—. Lleva estos cuencos a la puerta de la entrada. Mientras estemos comiendo y hasta que hayamos terminado cada mendigo que lo desee recibirá una taza llena de agua. ¿Has comprendido?

El curtido rostro reveló toda una serie de emociones: desesperación, rabia… Con una súbita inspiración, Leto comprendió que ella había planeado vender el agua exprimiendo aquellas toallas, arrancándoles algunas monedas a aquellos miserables que se presentaran a la puerta. Quizá esta era también la costumbre. Su rostro se ensombreció.

—Dispondré un hombre de guardia para que vigile que mis órdenes sean cumplidas al pie de la letra —gruñó.

Dio media vuelta y recorrió a largos pasos el corredor que conducía al Gran Salón. Los recuerdos se agitaban en su mente como el murmullo de viejas mujeres desdentadas. Recordaba las grandes extensiones de agua y las olas… días de hierba y no días de arena… y todos los esplendorosos veranos que habían sido barridos como hojas por una tormenta.

Todo se había ido.

Me estoy haciendo viejo —pensó—. He sentido la gélida mano de la muerte. ¿Y dónde la he sentido? En la rapacidad de una vieja.

En el Gran Salón, Dama Jessica era el centro de un abigarrado grupo frente a la chimenea. Un gran fuego crepitaba en ella, dando una luminosidad de reflejos anaranjados a los brocados y las ricas telas y las joyas. Reconoció en el grupo a un fabricante de destiltrajes de Carthag, un importador de aparatos electrónicos, un transportista de agua cuya morada estival había sido edificada en las proximidades de la factoría de extracción polar, un representante del Banco de la Cofradía (ascético y ausente, como siempre), un comerciante de piezas de recambio para el equipo de extracción de especia, una mujer delgada y de anguloso rostro cuyo trabajo de guía y acompañante para los visitantes de otros planetas era reputado como encubrimiento a labores de contrabando, espionaje y chantajes.

La mayor parte de las demás mujeres de la sala parecían pertenecer a un tipo muy específico: decorativas, perfectas hasta el mínimo detalle, una extraña mezcla de virtud intocable y de sensualidad.

Incluso sin su posición de anfitriona, Jessica hubiera dominado al grupo, pensó. No llevaba ninguna joya, y se había vestido con colores cálidos: un largo vestido que resplandecía casi con el color del fuego, y una cinta del color de la tierra anudada alrededor de sus cabellos.

Comprendió que ella quería reprocharle así, de aquella sutil manera, la reciente frialdad de su actitud. Sabía que él la prefería vestida así… como un abanico de vivos colores. Ligeramente aparte, con su brillante uniforme, el rostro impasible, los negros cabellos recogidos y cuidadosamente peinados, estaba Duncan Idaho. Había dejado a los Fremen por orden de Hawat: «Bajo el pretexto de protegerla, tendrás a Dama Jessica bajo constante vigilancia.»

El Duque miró en torno suyo por la gran sala.

Paul estaba en un rincón, rodeado de un grupo de ávidos jóvenes pertenecientes a las más ricas familias de Arrakeen, y a poca distancia de él había tres oficiales de las Tropas de la Casa. El Duque dedicó una particular atención a las chicas. Un rico botín de caza para un heredero ducal. Pero Paul las trataba a todas por igual, con una noble reserva. Llevará bien el título, pensó el Duque, y se dio cuenta con un estremecimiento de que aquel era también un pensamiento de muerte.

Paul vio a su padre en el umbral, y evitó su mirada. Miró hacia el grupo de los invitados, manos enjoyadas sosteniendo los vasos (y la discreta inspección de los detectores de veneno disimulados en cualquier objeto). Viendo aquellas bocas incansables, Paul sintió un repentino desánimo. No eran más que máscaras baratas aplicadas sobre pensamientos infectos, voces chillonas que se alzaban para intentar dominar el profundo silencio que reinaba en sus pechos.

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