Dune (Crónicas de Dune, #1) – Frank Herbert

CAPÍTULO XXVII

A la edad de quince años, había aprendido ya el silencio.

De «Historia de Muad’Dib para niños», por la Princesa Irulan.

Mientras luchaba con los controles del tóptero, Paul se dio cuenta de que estaban escapando de las entrecruzadas fuerzas de la tormenta. Su percepción superior a la de un Mentat le permitía calcular instantáneamente sobre las bases de los indicios más pequeños: las murallas de polvo, las depresiones, las corrientes de turbulencia, un ocasional vórtice.

El interior de la cabina era una caja sacudida furiosamente bajo la verdosa claridad de los diales. Afuera, el polvo era una pantalla continua, densa, de color ocre, pero sus sentidos internos empezaron a ver a través de aquella cortina. Debo encontrar el vórtice adecuado, pensó.

Desde hacía rato había sentido que la violencia de la tormenta disminuía, aunque siguiera sacudiéndolos ferozmente. Esperó otra turbulencia.

El torbellino apareció, agitando frenéticamente el aparato como una gigantesca ola. Paul desafió el miedo e inclinó el tóptero hacia la izquierda. Jessica vio la maniobra en la esfera de altitud.

—¡Paul! —exclamó.

El vórtice se apoderó de ellos, girando, empujándoles. El tóptero fue como una nave en un géiser, saltando arriba y abajo… una mota alada en una inmensa nube de polvo ululante iluminada por la luz de la segunda luna.

Paul miró hacia abajo, y vio la columna ascendente de viento cálido saturado de polvo que los había engullido y después regurgitado, vio la moribunda tormenta que proseguía su curso, como un río seco en el desierto… un rastro gris bajo el reflejo lunar que se iba haciendo cada vez más pequeño mientras ellos subían hacia lo alto.

—Hemos salido —jadeó Jessica.

Paul hizo girar su aparato fuera del polvo, acelerando bruscamente mientras escrutaba el cielo nocturno.

—Les hemos burlado —dijo.

Jessica sintió los acelerados latidos de su corazón. Se obligó a calmarse, mirando la tormenta que se perdía a lo lejos. Su sentido del tiempo le decía que habían cabalgado en aquella ciega furia de fuerzas elementales durante casi cuatro horas, pero parte de su mente calculaba que había sido toda una vida. Le pareció que volvían a nacer. Ha sido como la letanía, pensó. La afrontamos sin ofrecer resistencia, y la tormenta ha pasado a través de nosotros, en torno a nosotros. Ha desaparecido, y nosotros hemos quedado.

—No me gusta el ruido de nuestras alas —dijo Paul—. Deben estar dañadas. Notó las sacudidas a través de sus manos en los controles. Habían salido de la tormenta, pero aún no habían alcanzado la meta de su visión presciente. De todos modos se habían salvado, y Paul sintió que temblaba, en el umbral de una revelación. Se estremeció.

La sensación era hipnótica y terrible, y se preguntó el por qué de aquella temblorosa consciencia. Parte de ella, pensó, era debida a la saturación de especia de todos los alimentos de Arrakis. Pero se convenció de que otra parte era debida a la letanía, como si las palabras tuvieran casi un poder propio.

«No conoceré el miedo…»

Causa y efecto: vivía a despecho de las fuerzas malignas, y se dio cuenta de que se acercaba a una nueva percepción que no hubiera podido tener lugar sin la magia de la letanía.

Palabras de la Biblia Católica Naranja resonaron en su memoria: «¿Acaso no nos falta un sentido para ver y oír el otro mundo que está a nuestro alrededor?»

—Hay rocas alrededor nuestro —dijo Jessica.

Paul se concentró en los controles del tóptero, agitando su cabeza para aclararla. Miró hacia donde señalaba su madre, viendo negras rocas que emergían de la arena delante y a su derecha. Sintió el viento en sus tobillos, una ráfaga de polvo en la cabina. Había un orificio en alguna parte, quizá causado por la tormenta.

—Será mejor posarnos en la arena —dijo Jessica—. Las alas pueden romperse en un frenazo brusco.

Paul indicó con la cabeza algunas rocas ante ellos, que surgían entre las dunas a la luz de la luna.

—Tomaremos tierra allí, entre esas rocas. Comprueba tu cinturón. Ella obedeció, pensando: Tenemos agua y destiltrajes. Si encontramos comida, podremos sobrevivir largo tiempo en este desierto. Los Fremen viven aquí. Lo que puedan hacer ellos podemos hacerlo nosotros.

—Corre hacia las rocas en el mismo momento en que nos detengamos —dijo Paul—. Yo llevaré la mochila.

—Correr hacia… —se calló, asintiendo—. Gusanos.

—Nuestros amigos, los gusanos —corrigió él—. Se comerán este tóptero. No quedará el menor rastro de nuestro aterrizaje.

Qué directa es su lógica, pensó ella.

Se deslizaron lentamente, cada vez más lentamente…

Tuvieron la sensación de que algo se movía a su paso… las confusas sombras de las dunas, las rocas como islas en la arena. El tóptero tocó la cima de una duna con un ruido sedoso y saltó hacia adelante, tocando otra duna.

Está utilizando la arena como freno, pensó Jessica, y se permitió admirar su competencia.

—¡Sujétate bien! —advirtió Paul.

Accionó los mandos de las alas, suavemente al principio, luego más y más fuerte. Sintió cómo bloqueaban el aire, mientras el viento aullaba entre las cubiertas y las nervaduras.

Bruscamente, con un débil chasquido, el ala derecha, debilitada por la tormenta, giró hacia lo alto y cayó hacia atrás, chocando contra el costado del tóptero. El aparato escaló una duna hasta su cima, girando a la izquierda. Cayó por la cara opuesta, picando de nariz contra la siguiente duna en una cascada de arena. Se inmovilizaron inclinados hacia el lado del ala rota, con el ala intacta apuntando hacia las estrellas. Paul se soltó el cinturón de seguridad, pasó al lado de su madre, ascendiendo, y empujó con violencia la portezuela. La arena cayó dentro de la cabina, llenándola de un olor a yesca quemada. Tomó la mochila de la parte de atrás, controlando que su madre se hubiera soltado el cinturón. Jessica salió, apoyándose en la estructura metálica, y Paul la siguió, arrastrando con él la mochila.

—¡Corre! —ordenó. Señaló una torre rocosa que se levantaba contra el arenoso viento en medio de una duna.

Jessica saltó del tóptero y corrió, tropezando y resbalando en la ladera de la duna. Oyó a Paul que la seguía jadeando. Alcanzaron la cresta arenosa que se curvaba en dirección a las rocas.

—Sigue la cresta —indicó Paul—. Iremos más aprisa.

Siguieron corriendo hacia las rocas. La arena parecía pegarse a sus pies y sorber hacia abajo.

Un nuevo sonido llegó entonces hasta ellos: un silbido mudo, un cuchicheo, un roce abrasivo.

—Un gusano —dijo Paul.

El sonido se hizo más intenso.

—¡Aprisa! —jadeó Paul.

El primer promontorio rocoso, como una playa surgiendo de la arena, no estaba a más de diez metros de ellos cuando oyeron a sus espaldas un horrible crujido de metal despedazado.

Paul pasó la mochila a su brazo derecho, sujetándola por las asas. Golpeó su costado mientras corría. Tomó el brazo de su madre con la otra mano. Escalaron el suelo rocoso, a lo largo de una superficie cubierta de guijarros, en un canal excavado por el viento. Su respiración se hizo seca y resollante en sus gargantas.

—No puedo correr más —jadeó Jessica.

Paul se detuvo, la empujó hacia una hendidura rocosa, se volvió y miró hacia el desierto. Una duna avanzaba paralelamente a su isla de roca… rizos de luz lunar, olas de arena, encrespaduras cuyas crestas, a la altura de los ojos de Paul, se divisaban a un kilómetro de distancia. La unión entre las sucesivas dunas formaba una curva única… un breve arco de circunferencia que intersectaba el punto donde habían abandonado el ornitóptero.

No había el menor signo del aparato.

El cúmulo en movimiento se alejó hacia el desierto, luego dio media vuelta y regresó al lugar primitivo, buscando algo.

—Es más grande que una nave de la Cofradía —murmuro Paul—. Había oído que los gusanos eran enormes en el desierto profundo, pero nunca llegué a pensar que fueran… tan grandes.

—Yo tampoco —jadeó Jessica.

La cosa se alejó nuevamente de las rocas, describiendo una gran curva hacia el horizonte. Permanecieron escuchando hasta que el rumor de su paso se confundió con el leve roce de la arena a su alrededor.

Paul inspiró profundamente, miró hacia la escarpadura iluminada por la luz lunar, y recitó del Kitab al-Ibar:

—«Viaja de noche y permanece en las sombras oscuras durante el día». —Miró a su madre—. Nos quedan aún algunas horas de noche. ¿Puedes seguir?

—Dentro de un momento.

Paul escaló la roca, ajustó la mochila a su hombro. Permaneció un momento inmóvil, con el paracompás en sus manos.

—Cuando estés lista —dijo.

Ella se acercó, caminando sobre las rocas, y sintió que las fuerzas iban volviendo.

—¿En qué dirección?

—Hacia donde conduce esta cresta —señaló.

—Hacia las profundidades del desierto —dijo ella.

—El desierto de los Fremen —susurró Paul.

E hizo una pausa, recordando la precisa imagen que se le había aparecido en una de sus visiones prescientes en Caladan. Había visto aquel desierto. Pero en su conjunto la visión era distinta, como una imagen óptica desaparecida de su consciencia después de haber sido absorbida por la memoria, y que ahora no encajaba perfectamente con la escena real. La visión parecía haber sido cambiada y aproximada a ellos en un ángulo distinto, mientras él permanecía inmóvil.

Idaho estaba con nosotros en la visión, recordó. Pero ahora Idaho está muerto.

—¿Sabes adónde tenemos que ir? —preguntó Jessica, engañándose con su vacilación.

—No —dijo él—, pero pongámonos en marcha.

Aseguró la mochila más fuertemente a sus hombros, y se encaminó con decisión a través de una hendidura excavada por la arena en la roca. La hendidura se abría sobre una meseta de roca bañada por la luna que, hacia el sur, se alzaba en una serie de terrazas.

Paul ascendió el primer escalón rocoso, seguido por Jessica. Notó como a su paso las cosas le revelaban lo que había de inmediato y particularmente… las bolsas de arena entre las rocas que frenaban su marcha, las crestas afiladas por el viento que cortaban sus manos, los obstáculos diseminados ante su camino que obligaban a una elección:

¿escalarlos o rodearlos? El terreno les imponía sus propios ritmos. Hablaban sólo cuando era necesario, y entonces sus voces eran roncas por el esfuerzo.

—Atención aquí… la arena es resbaladiza.

—Cuidado con ese saliente rocoso, no te golpees la cabeza.

—Permanece debajo de la cresta; la luna está a nuestra espalda, y cualquiera de nuestros movimientos podría ser visto.

Paul se detuvo en una oquedad de la roca, apoyando la mochila en un estrecho saliente.

Jessica descansó a su lado, agradecida por aquel momento de respiro. Oyó a Paul aspirar del tubo de su destiltraje, y ella también sorbió algo de su agua regenerada. Era insípida, y recordó las aguas de Caladan… una alta fuente cuyo chorro cerraba toda una curva del cielo, una tal riqueza de agua que sólo podía ser distinguida por sus peculiaridades… sólo por su forma, por sus reflejos, por el sonido cuando uno se detenía a su lado.

Detenerse, pensó. Detenerse… detenerse realmente.

Esta era la verdadera felicidad, la posibilidad de detenerse, aunque sólo fuera por un instante. No había ninguna felicidad si uno no podía detenerse. Paul avanzó por el saliente rocoso, se volvió, y empezó a escalar una superficie inclinada. Jessica le siguió con un suspiro.

Surgieron a una amplia plataforma que costeaba, rodeándola, una pared rocosa cortada a pico. Siguieron avanzando al ritmo que les imponía aquel accidentado terreno. Jessica percibía en la noche, bajo sus pies, bajo sus manos, las distintas dimensiones de las sustancias, hasta los más ínfimos grados de pequeñez: rocas o guijarros o cantos agudos o arena aglomerada o incluso arena o polvo o harina de arena. El polvo obstruía los filtros nasales y era necesario soplar para limpiarlos. La arena aglomerada y los guijarros rodaban bajo sus pies y podían provocar una caída. Los cantos agudos cortaban.

Y las omnipresentes bolsas de arena se pegaban a los pies y succionaban. Paul se detuvo bruscamente sobre una plataforma rocosa, sujetando a su madre para que no avanzara más.

Señaló algo a su izquierda, y ella miró a lo largo de su brazo y vio que se encontraban al borde de un acantilado que dominaba una porción de desierto parecido a un mar estático unos doscientos metros más abajo. Yacía debajo de ellos, con plateadas olas inmóviles a la luz de la luna… angulosas formas que se difuminaban en curvas y que, en la distancia, se fundían en el grisor confuso y opaco de otra escarpadura.

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