Dune (Crónicas de Dune, #1) – Frank Herbert

—Soy Yueh —dijo el doctor.

—Puedes relajarte, Yueh —dijo el hombre—. Apenas has anulado los escudos de la casa hemos penetrado inmediatamente. Todo está bajo control. ¿Es este el Duque?

—Es el Duque.

—¿Muerto?

—Sólo inconsciente. Aconsejo que sea atado.

—¿Qué has hecho con los otros? —miró en dirección al cuerpo de Mapes tendido en el corredor.

—Es lamentable —murmuró Yueh.

—¡Lamentable! —se burló el Sardaukar. Avanzó y bajó sus ojos hacia Leto—. Así que este es el gran Duque Rojo.

Si tuvieras dudas acerca de la identidad de este hombre esto bastaría para anularlas, pensó Yueh. Sólo el Emperador llama a los Atreides los Duques Rojos. El Sardaukar se inclinó y arrancó la insignia del halcón rojo del uniforme de Leto.

—Un pequeño recuerdo —dijo—. ¿Dónde está el anillo ducal?

—No lo lleva puesto —dijo Yueh.

—¡Ya lo veo! —cortó el Sardaukar.

Yueh se envaró y deglutió. Si me presionan, si traen una Decidora de Verdad, descubrirán lo que he hecho con el anillo, lo del tóptero que he preparado… y todo terminará.

—A veces el Duque envía el anillo con un mensajero para probar que la orden viene directamente de él —dijo Yueh.

—Ha de ser un mensajero condenadamente fiel —gruñó el Sardaukar.

—¿No lo atáis? —aventuró Yueh.

—¿Cuánto tiempo permanecerá inconsciente?

—Aproximadamente dos horas. No he sido tan preciso en su dosificación como en las de la mujer y el chico.

El Sardaukar removió al Duque con un pie.

—No hay nada que temer de él, ni siquiera cuando se despierte. ¿Cuándo se despertarán la mujer y el chico?

—Dentro de diez minutos.

—¿Tan pronto?

—Se me dijo que el Barón llegaría inmediatamente detrás de sus hombres.

—Llegará. Espera fuera, Yueh —le miró duramente—. ¡Ya!

Yueh miró a Leto.

—Pero, y…

—Será enviado al Barón propiamente atado, como un asado a punto de ser metido en el horno —el Sardaukar miró de nuevo el tatuaje diamantino de la frente de Yueh—. Eres conocido: estarás seguro en el recinto. Pero no tenemos tiempo para charlar. Oigo que los demás están llegando.

Traidor, pensó Yueh. Bajó los ojos y se apresuró delante del Sardaukar, sabiendo que este era tan sólo el principio y que así le conocería siempre la historia: Yueh, el traidor. Cruzó por encima de varios cuerpos antes de alcanzar la entrada principal, y los examinó temiendo que alguno de ellos pudiera ser el de Paul o Jessica. Eran todos soldados de la casa o llevaban el uniforme Harkonnen.

Los guardias Harkonnen le apuntaron con sus armas cuando salió por la puerta principal a la noche iluminada por las llamas. Las palmeras a lo largo de la calle habían sido incendiadas para iluminar la casa. El negro humo de las sustancias inflamables usadas para prender los árboles reptaba entre las llamas anaranjadas.

—Es el traidor —dijo alguien.

—El Barón querrá verte muy pronto —dijo otro.

Debo alcanzar el tóptero, pensó Yueh. Debo esconder el sello ducal en un lugar donde Paul pueda encontrarlo. El terror contrajo sus vísceras. Si Idaho sospecha de mí o se impacienta… si no espera y se dirige al sitio exacto que le he indicado… Jessica y Paul no escaparán de la carnicería. Le será negado a mi acto incluso el más pequeño alivio. Uno de los guardias Harkonnen le sujetó del brazo y dijo:

—Espera ahí, fuera del paso.

Bruscamente, Yueh se sintió perdido en aquel lugar de destrucción, sin que nada le fuera perdonado, sin que le fuera concedida la menor piedad. ¡Idaho no puede fallar!

Otro guardia le empujó y gritó:

—¡Tú, sal del camino!

Aunque se hayan aprovechado de mí me desprecian, pensó Yueh. Se irguió mientras le empujaban, recobrando algo de su dignidad.

—¡Espera a que venga el Barón! —gritó un oficial de la guardia. Yueh asintió y, con una calculada lentitud, recorrió toda la parte anterior de la casa, giró la esquina, hundiéndose en la oscuridad fuera de la luz de las palmeras ardiendo. Rápidamente, con creciente ansia, Yueh se dirigió al patio detrás del invernadero, donde esperaba el tóptero… el aparato preparado para llevar a Paul y su madre hasta el desierto. Un guardia estaba inmóvil en la abierta puerta trasera de la casa, con su atención dirigida hacia el iluminado corredor y los hombres que iban y venían por todos lados, inspeccionando las habitaciones.

¡Qué seguros estaban de sí mismos!

Yueh se movió en las sombras, rodeó el tóptero y abrió la portezuela contraria donde estaba el guardia. Deslizó la mano bajo el asiento delantero para asegurarse de que la Fremochila que había ocultado antes estaba allí, abrió una solapa y deslizó dentro el anillo ducal. Notó el crujido del papel de especia que había allí, la nota que había escrito, y metió dentro el anillo. Retiró la mano, volvió a dejar el paquete en su sitio. Suavemente, Yueh cerró la portezuela del tóptero y deshizo su camino hacia la esquina de la casa y hacia la luz de los árboles incendiados.

Ya está hecho, pensó.

Emergió de nuevo a la luz de las palmeras ardiendo. Se embozó en su capa y contempló las llamas. Pronto lo sabré. Pronto veré al Barón y lo sabré. Y el Barón… encontrará un pequeño diente.

CAPÍTULO XXI

Dice una leyenda que, en el instante en que el Duque Leto Atreides murió, un meteoro atravesó el cielo encima del ancestral palacio de Caladan.

Princesa Irulan: «Introducción a la Historia de Muad’Dib para niños.»

El Barón Vladimir Harkonnen estaba de pie junto a una de las lucernas del transporte ligero que había decidido usar como puesto de mando. Afuera podía ver la llameante noche de Arrakeen. Su atención se centró en la lejana Muralla Escudo, donde estaba operando su arma secreta.

La artillería pesada.

Los cañones arrasaban las cavernas donde los hombres del Duque habían encontrado refugio para una última y desesperada resistencia. Lentos y medidos relámpagos de luz anaranjada, lluvia de rocas y polvo entrevistos por breves instantes a la luz de las explosiones… y los hombres del Duque sitiados por siempre allí dentro, destinados a morir de hambre, cazados como animales en sus madrigueras.

El Barón oía el distante retumbar… el martilleo incesante que le llegaba en vibraciones transmitidas por el metal de la nave:

Bruuum… bruuum. Y luego: ¡BRUUUM-bruuum!

¿Quién habría pensado en hacer revivir la artillería en estos días de escudos?, pensó con una risita mental. Pero era predecible que los hombres del Duque se precipitarían hacia aquellas cavernas. Y el Emperador sabrá apreciar mi clarividencia que ha preservado las vidas de nuestras mutuas fuerzas.

Ajustó uno de los pequeños suspensores que protegían su grueso cuerpo de los tirones de la gravedad. Una sonrisa curvó su boca, formando arrugas en sus gruesas mejillas. Qué pena destruir unos soldados tan valerosos como los del Duque, pensó. Su sonrisa se hizo más amplia. ¡Qué pena tener que ser cruel! Asintió. El fracaso era, por definición, condenable. Todo el universo estaba allí, al alcance de la mano del hombre que supiera tomar las decisiones correctas. Había que hacer correr a los conejos para que se escondieran en sus madrigueras. De otro modo, ¿cómo podrían ser dominados y criados?

Imaginó a sus soldados como abejas haciendo correr a los conejos. Y pensó: El día está repleto de un dulce zumbido cuando hay tantas abejas trabajando para ti. Una puerta se abrió detrás de él. El Barón estudió el reflejo en la oscura lucerna antes de volverse.

Piter de Vries avanzaba a través de la cámara, seguido por Umman Kudu, el capitán de la guardia personal del Barón. Al otro lado de la puerta se movían más hombres, su guardia, cuyos rostros adoptaban prudentemente la expresión de carneros en su presencia.

El Barón se volvió.

Piter rozó con un dedo un mechón de cabellos, en un irónico saludo.

—Buenas noticias, mi Señor. Los Sardaukar han traído hasta aquí al Duque.

—Por supuesto que lo han hecho —gruñó el Barón.

Estudió la sombría máscara de villanía en el afeminado rostro de Piter. Y sus ojos: dos hendiduras de un azul profundo.

Tendré que desembarazarme pronto de él, pensó el Barón. Dentro de poco ya no me será útil, y se convertirá en un peligro positivo hacia mi persona. Pero antes, de todos modos, deberá hacerse odiar por el pueblo de Arrakis. Y entonces… acogerán a mi querido Feyd-Rautha como a un salvador.

El Barón dirigió su atención hacia el capitán de su guardia: Umman Kudu, una mandíbula firme, unos músculos faciales tensos, un mentón como la puntera de una bota… un hombre en el que se podía confiar ya que sus vicios eran bien conocidos.

—Ante todo, ¿dónde está el traidor que me ha entregado al Duque? —preguntó el Barón—. Debo entregarle al traidor su recompensa.

Piter giró sobre la punta de sus pies e hizo un gesto a los guardias del exterior. Hubo algunos oscuros movimientos, y Yueh avanzó. Sus gestos eran rígidos y tensos. El bigote casi le cubría los empurpurados labios. Sólo sus viejos ojos parecían vivos. Yueh dio tres pasos dentro de la cámara y se detuvo, obedeciendo a un gesto de Piter, y miró fijamente al Barón a través de la vacía distancia.

—Ahhh, doctor Yueh.

—Mi señor Harkonnen.

—Me habéis entregado al Duque, por lo que he oído.

—Era mi parte del trato, mi Señor.

El Barón miró a Piter.

Piter asintió.

El Barón miró de nuevo a Yueh.

—El trato al pie de la letra, ¿eh? Y yo… —escupió las palabras—: ¿Qué debía hacer a cambio?

—Lo recordáis perfectamente, mi Señor Harkonnen.

Y Yueh empezó a pensar de nuevo, escuchando el silencio pesado de los relojes de su mente. Vio la sutil traición en la actitud del Barón. Wanna estaba muerta… se hallaba más allá de su alcance. De otro modo, hubiera buscado aún mantener en su puño al débil doctor. La actitud del Barón revelaba que no había esperanza: todo había terminado.

—¿De veras? —dijo el Barón.

—Prometisteis librar a mi Wanna de su agonía.

El Barón asintió.

—Oh, sí. Ahora lo recuerdo. Eso dije. Esa fue mi promesa. Así es como conseguimos vencer el Condicionamiento Imperial. No podíais soportar ver a vuestra bruja Bene Gesserit retorcerse en los amplificadores de dolor de Piter. Bien, el Barón Vladimir Harkonnen mantiene siempre sus promesas. Os dije que la libraría de su agonía y que permitiría que os reuniérais con ella. Así será. —Levantó una mano hacia Piter. Los azules ojos de Piter destellaron con una fría mirada. Su movimiento fue fluidamente felino. El cuchillo brilló como una garra en su mano antes de hundirse en la espalda de Yueh.

El anciano se puso rígido, sin dejar de fijar su atención en el Barón.

—¡Ahora reúnete con ella! —restalló el Barón.

Yueh permaneció en pie, vacilante. Sus labios se movieron con lenta precisión, y su voz resonó con una extraña cadencia:

—Vos… creéis… que… me… habéis… destruido. Vos… creéis… que… yo… no… sabía… que… me… había… comprado… por… mi… Wanna.

Cayó. Sin doblarse ni derrumbarse. Cayó como un árbol cortado por su base.

—Reúnete con ella —repitió el Barón. Pero sus palabras parecían un débil eco. Yueh había suscitado un presentimiento en él. Sus ojos se fijaron en Piter, que limpiaba la hoja con un trapo, y observó una profunda satisfacción en sus azules ojos. Así es como mata con su propia mano, pensó el Barón. Es bueno saberlo.

—¿Nos ha entregado realmente al Duque? —preguntó el Barón.

—Ciertamente, mi Señor —dijo Piter.

—¡Entonces, tráelo aquí!

Piter miró al capitán de la guardia, que se volvió para obedecer. El Barón bajó sus ojos hacia Yueh. Por la forma como había caído, uno podía sospechar que todos sus huesos eran de duro roble.

—Nunca confiaré en un traidor —dijo el Barón—. Ni siquiera si el traidor lo he creado yo.

Miró a la noche al otro lado de la lucerna. Aquel gran saco de oscuridad, allá afuera, era suyo, pensó. Ya no se oía el martillear de la artillería contra las cavernas de la Muralla Escudo; las bocas de las madrigueras habían quedado selladas. Bruscamente, el Barón no llegó a concebir nada más hermoso que aquella absoluta oscuridad de allá afuera. A menos que fuera blanco sobre negro. Blanco brillante sobre negro. Blanco porcelana. Pero había aún aquella sensación de duda.

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