La última sirena – Shana Abe

Movió la tapa del baúl y cuando la levantó, respiró profundo y apoyó la palma de la mano contra la pared.

Esa había sido la habitación de ellos, esa anticuada habitación cuadrada. La primera en completarse, la más grande. Los rincones y el espacio ensombrecido de gris podían convocar inmensurables fantasmas. Tres ventanas perfectas dejaban entrar la luz; caminó hacia la que estaba en el centro, se asomó y dejó que el viento se apoderara de sus sentidos.

Ruriko estaba cerca. La sentía, su furia honesta, pero más allá de eso podía rastrearla… había dejado una línea de huellas sobre la arena que llevaban hacia el bosquecillo.

Estaría a salvo, sin importa adónde fuera. Esa era su isla, lo aceptara o no.

Pero la encontraría pronto. No podía esperar mucho más.

* * * * *

Ruri se sentó con las rodillas contra el pecho y la espalda contra un árbol mientras contemplaba cómo el sol de la tarde caía en un cielo brumoso. Las sombras se hicieron más largas, la luz más tenue. Cuando levantó la mirada, pudo ver la luna de día encima de ella, blanca, medio botón sobre un cielo medio azul.

El viento soplaba entre los árboles. Algunas hojas secas en la arena se elevaron y en un remolino, se acercaron a sus pies.

¿Cuánto tiempo pasaría antes de que llegara el rescate? ¿Cuánto tiempo debería estar allí?

Pensó, con melancolía, en su apartamento, pequeño y confortable, en Setsu y en Toshio y en Molly. La posibilidad de no volver a verlos nunca más. De quedarse allí para siempre.

Con él.

Vuelve a la realidad, pensó con firmeza. Alguien los extrañaría. Alguien iría a rescatarlos. Todo lo que debía hacer era esperar.

Por fin sus prendas se estaban secando. Se había quitado el jersey y lo había colgado sobre un arbusto. Había pensado en hacer lo mismo con sus jeans pero no tuvo la audacia necesaria. Soportaría los jeans húmedos. Por lo menos su camisola se agitaba con el viento y ya estaba seca, aunque arenosa.

La playa estaba debajo de ella, un hilo de color y piedra. Si no se hubiera sentido tan miserable, tan enojada, podría haber disfrutado de la vista.

Detrás de ella había más bosque, no tan espeso como para llamarlo un verdadero bosque, con pinos torcidos y suelo irregular que continuaba por los médanos. Caminó hasta que no pudo ver más el océano. Llegó hasta un prado alfombrado de campánulas azules y tréboles colorados, luego regresó. Que Dios la ayudara si llegaba a perderse allí.

En cuanto comenzó a caminar, la brisa la rodeó y la elevó con extraña astucia. En lugar del murmullo de las hojas parecía el sonido de niños, como risas. Giró deprisa, pero por supuesto, no había nadie allí. Sin embargo, Ruri estaba más que contenta de haber regresado de nuevo a la playa que ya conocía.

Ian le había concedido privacidad y había desaparecido en lo que pensaba era una extraña montaña de escombros; la luz del atardecer que se desvanecía, sin embargo, la ayudó a hacer orden del desorden. No era una pila de escombros sino una ruina. Tenía una entrada y escaleras. Desde allí podía ver la oscura abertura de una ventana.

El viento sopló con mayor intensidad; su jersey se enroscó y luego cayó al suelo. Lo vio sin moverse. Una de las mangas se agitó con un débil movimiento de espantapájaros.

La luz se volvió más tenue, clara y brillante y poco a poco cubrió los cielos de violeta. Un pájaro comenzó una canción en el bosque detrás de ella, y luego dos, un dúo de notas dulces y penetrantes. El océano mantenía su murmullo tranquilizador.

Ian recorrió el sendero que había dejado Ruri. Sus pies caminaban con pesadez a través de esas marcas irregulares. A pesar de la arena, se movió con gracia, con el pecho erguido, piernas musculosas, una camiseta escote en V que se amoldaba a su cuerpo con la brisa.

Se detuvo delante de ella.

—Hice fuego —dijo, y una vez más, le tendió la mano. Esta vez, Ruri la aceptó.

El fuego estaba en la playa, no en las ruinas. Había cavado un pozo y había buscado madera e incluso encontró un tronco para sentarse. El viento cambió de dirección y las chispas en una corriente de aire ascendente flotaron como hadas en el cielo crepuscular.

—¿Tienes hambre?—pregunto, mientras Ruri tomaba asiento en el tronco.

—No.

—Hay comida… no mucha. Hay mas vino que otra cosa, si quieres.

—No, gracias.

Ian tomó asiento junto a ella, apoyó sus codos sobre las rodillas e inclinó la cabeza para inspeccionarse las manos.

—¿Continúas enfadada?

Lo pensó. Quería… pero la luz del fogón jugaba con su cabello, acariciaba con color las líneas puras y fuertes de su nariz, de su boca y de su mentón. Ian la miró sin girar su cabeza, pestañas espesas todavía salpicadas con arena. Podría haber una débil sombra de arrepentimiento en sus labios. O no.

—Perdí el relicario —dijo y abrió los ojos—. Debe de haberse caído en el agua cuando naufragamos.

Ian se enderezó, miró hacia otro lado, más allá de las llamas, al mar. No podía ver su rostro.

—Una liberación —agregó con mal humor—. Sabía que esa cosa traería mala suerte en el momento en que la vi.

Una sensación sin nombre pareció colmar a Ian; Ruri oyó el sonido de su respiración profunda, vio cómo el viento llevaba un mechón de cabello a su frente. Se sentía apenada por haber perdido el collar y al mismo tiempo no le importaba. Nunca lo había querido, nunca le había agradado. Pero Ian se había quedado terriblemente inmóvil.

—Quizás llegue a la costa —dijo.

Ian negó con la cabeza, en silencio. El fuego chasqueó y las chispas brillaron y murieron en el aire. Ian miraba el horizonte púrpura. La luna ya había aparecido; justo al otro lado de Ian, una soga plateada y apagada de estrellas comenzó a rayar el cielo.

—Encontré algo que te pertenece —dijo finalmente, buscó detrás del tronco y levantó un trozo de tela doblado. Su chal Ruri lo tomó con cuidado, lo sacudió y lo acomodó sobre su regazo.

—¿Cuánto tiempo pasará hasta que alguien se dé cuenta que estamos extraviados?— preguntó.

—Esta noche.

—¿Nos buscarán a la noche?

Sus hombros se encorvaron. Sólo se encogió de hombros o fue desinterés.

—Quizás no.

Bajó la mirada y observó la tela que se encontraba sobre sus piernas, estiró una arruga cerca de las rodillas. Las borlas que colgaban dibujaron círculos perfectos en la arena.

Tendrían que pasar la noche allí. Era lo que no había dicho, pero que comprendió de todos modos, muy claramente. Tendría que dormir cerca de él, al aire libre junto a su fogón. Sólo ellos dos y la infinita belleza ártica de los cielos septentrionales.

Recordó, de pronto, la ruina detrás de ella. El rastro de las ventanas.

—¿Es éste el lugar donde vino a vivir el último conde? —Ruri miró hacia atrás—. ¿Es lo que habías dicho, no?

—Éste es el lugar donde todos los miembros de tu familia han venido por innumerables generaciones, excepto aquellos que viajaron al Nuevo Mundo. Kell fue siempre su última morada.

Ruri parpadeó mientras desmenuzaba esas palabras en su mente.

—Pero… ¿cómo llegaron en realidad hasta aquí? ¿Cómo pudieron llegar a tierra?

Ian sólo la miró, la noche caía sobre sus hombros.

—No… —dijo Ruri y comenzó a reír—. Tú también.

No le devolvió la sonrisa. No se movió. Los ojos eran del color del fuego.

—Detente. —Ruri corrió el tronco—. No es gracioso.

—No. No lo es.

Sintió que se quedaba sin aire mientras lo miraba fijamente. Sintió una extraña y ansiosa tensión en su pecho. El chal escocés cayó a sus pies en una masa confusa; se sintió atrapada, enmarañada y no supo por qué Ian preguntó con suavidad:

—¿Cómo es que no sabes nada sobre ti? —. Y se puso de pie.

—Detente —murmuró, pero no lo hizo. Llevo la mano hacia la mejilla de Ruri, su mirada siguió el movimiento con absoluta concentración; su bella boca, sombría; la línea negra de sus pestañas, hacia abajo. En la centelleante luz; contra el arco abierto del crepúsculo; su rostro tenía un encanto dorado que golpeó directo su corazón.

—Por Dios —respiró, agitada—. Te conozco. Lo sé.

La caricia de Ian fue muy suave, desde su mejilla hasta su garganta, sus dedos descansaron en su cabello. Su voz era un murmullo ronco entre ambos.

—No puedes cambiar el destino, Ruriko, como tampoco puedes cambiar las estrellas. Quizás puedas cambiar tú.

Si así lo deseas.

Fuego y noche, oro y negro, y su cuerpo que temblaba con algo parecido al miedo. Ruri lo tomó de la muñeca.

—No sé lo que quieres de mí.

—Todo. —Le sonrió, lentamente y con oscura malicia.

La presión de sus dedos detrás del cuello de Ruri se convirtió en una necesidad poco sutil; acercó sus labios hacia los de Ruri y la besó y toda la gloria del sol hundido se despertó y brilló en los huesos de Ruri.

Capítulo 15

Ian retrocedió y la estudió con ojos encapuchados, todavía ensombrecidos, todavía dorados; un hombre de belleza extraordinaria y magnífica rozaba con su mano los hombros de Ruri hasta que sus dedos se unieron a los de ella.

—Ven —dijo sólo eso y Ruri se dio cuenta de que había comenzado a seguirlo, lejos del fuego, hacia las escaleras de la pálida ruina de piedra. Ian no hizo ruido ni en la arena ni en los escalones. Era un fantasma que proyectaba la luz de las estrellas delante de ellos, elevaba y desparramaba la tierra.

Conocía aquellas escaleras. Conocía las curvas en desnivel, el modo en que se enrollaban alrededor de una roca. Giraron y se encontraron en la parte superior; un descanso liso antes de que los escalones tallados siguieran desenrollándose.

La entrada a la ruina-palacio le recordaba su mente; tenía un arco en equilibrio, un oscuro vestíbulo. Pasó por allí con la presión de Ian todavía en su mano.

No había luz, pero apenas importaba. Ian se desplazaba como si pudiera ver en la noche también, sus pasos eran firmes, su camisa blanca era un eco de su cuerpo. Ruri simio como si se hubiera zambullido en un nuevo e intenso sueno, algún recuerdo antiguo de la familia… pero la mano de Ian era muy fuerte y real.

Más escaleras, más pequeñas, más anchas. Llevaban a una habitación de piedra, cuatro paredes y tres ventanas y una vista que Ruri podía contemplar con sus ojos cerrados.

—Este lugar —murmuró Ruri con un temblor en la voz. Soltó su mano—. ¿Qué me está sucediendo?

Apartado de ella, Ian era la luz de las estrellas y la oscuridad, alto y delgado.

—¿No lo sabes?

No lo sabía, no lo sabía, temía saberlo. Sin embargo, Ian se mantenía inmóvil; la cabeza erguida como si estuviera esperando una respuesta. Ruri intentó buscar su rostro y encontró que la ruina de piedra la engañaba; allí, toda sutileza había desaparecido. Sus ojos estaban enmascarados. Sólo podía ver su boca y su desordenado cabello. Detrás de él, las ventanas revelaron una congregación de diamantes y suaves y oscuras colinas.

Ruri sintió que su corazón daba un vuelco. Sintió cosas que jamás había conocido y que la golpeaban por dentro, anhelo y recuerdo y un hambre agudo y deliberado. No podía verlo, no lograba comprender lo que sentía, pero de algún modo supo que todas las respuestas estaban delante de ella: ese hombre, su cuerpo a disposición, su caricia apremiante. Ruri pronunció su nombre y como una llave, lo liberó; Ian se acercó y la abrazó y sus labios se posaron sobre los de Ruri con un ardiente y repentino placer.

Ruri se dejó llevar, se derritió y sintió que las estrellas comenzaban a caer.

Sabía a sal, agridulce y apreciada, un sabor que Ian conocía y aún saboreaba al acariciar sus labios. Cuando Ruri exhaló, Ian se llevó todo su aire; cuando Ruri giró la cabeza, Ian la siguió y recorrió con su lengua la curva de su mandíbula, el camino de seda de su garganta. Las manos de Ruri rozaron los tensos brazos de Ian quien acercó aún más el cuerpo de Ruri. Su gemido resonó en su interior como el mercurio en una sensual anticipación.

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